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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

La alternativa del diablo (38 page)

BOOK: La alternativa del diablo
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Los ojos de su mente evocaron un cuadro infernal. Si explotaban las cargas, se abrirían grandes agujeros en los lados de babor y de estribor de cuatro depósitos de lastre. Masas enormes de agua penetrarían por ellos, llenando en pocos minutos las cubas del exterior y del centro. Como es más pesada que el petróleo crudo el agua de mar ejercería mayor presión; a través de los otros agujeros de las cubas, pasaría a los depósitos contiguos de carga, empujando el crudo hacia arriba y escupiéndolo por las escotillas de inspección, de modo que otras seis cubas se llenarían de agua. Esto ocurriría en la parte delantera de la carga, precisamente bajo los pies del capitán. En pocos minutos, la sala de máquinas se llenaría de decenas de miles de toneladas de agua verde. La popa y la proa descenderían al menos tres metros, pero el sector flotante de en medio permanecería elevado, al quedar intactos sus depósitos de lastre. Y Freya, la más hermosa de las diosas nórdicas, arquearía la espalda, en un espasmo de dolor, y se partiría por la mitad. Los dos trozos se hundirían a plomo ocho metros, sin oscilar siquiera, y descansarían sobre el fondo del mar, con las cincuenta escotillas de las cubas abiertas hacia arriba. Un millón de toneladas de crudo subirían a la superficie del mar del Norte.

La poderosa diosa tardaría tal vez una hora en hundirse por completo, pero el proceso sería irreversible. Como las aguas eran poco profundas, una parte del puente podría sobresalir de las ondas, pero el barco no podría ponerse nunca a flote. Quizá pasarían tres días antes de que las últimas gotas de crudo llegasen a la superficie; pero ningún submarinista podría trabajar entre cincuenta columnas de petróleo ascendente. Nadie podría cerrar las escotillas. El escape del petróleo, como la destrucción del barco, sería irreversible.

Larsen contempló el rostro enmascarado, pero no respondió. Sentía una ira profunda, lacerante, que crecía en su interior a cada minuto que pasaba; pero no la manifestaba.

—¿Qué es lo que quiere? —gruñó.

El terrorista miró el reloj de la pared. Marcaba las siete menos cuarto.

—Vayamos al cuarto de la radio —ordenó— Hablaremos con Rotterdam. Mejor dicho, usted hablará con Rotterdam.

Veintiséis millas al Este, el sol naciente había hecho palidecer las grandes llamas amarillas que surgen día y noche de las refinerías de petróleo de Europort. Durante toda la noche, los que estaban en el puente del Freya habían podido ver aquellas llamas recortándose en el oscuro cielo sobre «Chevron», «Shell», «BP», y, más allá, el frío reflejo azul de la iluminación de las calles de Rotterdam. Las refinerías y la laberíntica complejidad de Europort, la mayor terminal de petróleo del mundo, se encuentran en la orilla sur del estuario del Mosa. En la costa norte está el Anzuelo de Holanda, con su terminal del transbordador y el edificio del Control del Mosa, agazapado debajo de sus antenas giratorias de radar.

Aquí, a las seis cuarenta y cinco de la mañana del primero de abril, el oficial de guardia, Bernhard Dijkstra, bostezó y se estiró. Dentro de quince minutos se marcharía a su casa para un bien ganado desayuno. Más tarde, después de dormir un poco, aprovecharía el tiempo libre para volver de su casa de Gravenzande y ver cómo cruzaba el estuario el nuevo superpetrolero gigante. Sería algo memorable. Como respondiendo a sus pensamientos, el altavoz que tenía delante despertó.

—Control del Mosa, Control del Mosa. Habla el Freya.

El superpetrolero llamaba por el Canal Veinte, que era el que solían emplear los petroleros desde el mar para comunicar por radioteléfono con el Control del Mosa. Dijkstra se inclinó hacia delante y pulsó un interruptor.

—Freya, aquí Control del Mosa. Hablen.

—Control del Mosa, aquí el Freya. Habla el capitán Thor Larsen. ¿Donde está la lancha que trae los marineros para el amarre?

Dijkstra consulto unas notas a la izquierda de su consola.

—Freya, aquí Control del Mosa. Salieron del Anzuelo hace más de una hora. Estarán con ustedes dentro de veinte minutos. Lo que siguió hizo que Dijkstra se incorporase de un salto en su silla.

—Freya a Control del Mosa… Llame inmediatamente a la lancha y dígales que regresen a puerto. No podemos recibirles a bordo. Díganles a los prácticos del Mosa que no salgan; repito, que no salgan. No podrían subir a bordo. Tenemos una emergencia; repito, tenemos una emergencia.

Dijkstra tapó el micro con la mano y le gritó a su compañero de guardia que conectase el magnetófono. Cuando empezó a girar la cinta para grabar la conversación, Dijkstra quitó la mano del micrófono y dijo, deletreando bien sus palabras:

—Freya, aquí Control del Mosa. He entendido que no quiere que salgan los prácticos. Por favor, confírmelo.

—Control del Mosa, aquí el Freya. Confirmado. Confirmado.

—Por favor, dé detalles de su emergencia.

Hubo una pausa de diez segundos, como si el capitán consultase con alguien sobre el puente del Freya anclado en alta mar. Después, la voz de Larsen tronó de nuevo en la sala de control:

—Control del Mosa, aquí el Freya. No puedo explicar la naturaleza de la emergencia. Pero si alguien intenta acercarse al Freya, morirá gente. Por favor, manténganse alejados. No traten de comunicar de nuevo con el Freya por radio o por teléfono. El Freya volverá a llamarles a las cero nueve cero cero horas en punto. Cuide de que el presidente de la Junta del Puerto de Rotterdam se encuentre en la sala de control. Eso es todo.

Calló la voz y se oyó un fuerte chasquido. Dijkstra trató dos o tres veces de restablecer la comunicación. Después, se volvió hacia su colega.

—¿Qué diablos significa todo esto? —preguntó.

El oficial Schipper se encogió de hombros.

—No me ha gustado nada lo que he oído —dijo—. Parecía como si el capitán Larsen estuviese en peligro.

—Declaró que podía morir alguien —dijo Dijkstir—. Pero ¿cómo? ¿Habrá estallado un motín? ¿Se haba vuelto alguien loco a bordo?

—Será mejor que hagamos lo que ha dicho, mientras se pone en claro la cosa —sugirió Schipper.

—Sí —admitió Dijkstra—. Busca tú al presidente, yo llamaré a la lancha y a los dos prácticos en Schipol.

La lancha que llevaba a los marineros avanzaba a una velocidad regular de diez nudos sobre el mar en calma en dirección al Freya, del que le separaban tres millas. Se anunciaba una hermosa mañana de primavera, muy templada para aquella época del año. Aunque había tres millas de distancia, la mole del gigantesco superpetrolero se veía ya perfectamente, y los holandeses que habían de ayudar en la maniobra de amarre, pero que nunca habían visto aquel buque, estiraban el cuello a medida que se iban acercando a él.

Nadie sospechó nada cuando sonó la radio colocada al lado del timonel y que servía para comunicar con tierra. El hombre descolgó el auricular y lo aplicó a su oído. Frunciendo el ceño, puso el motor en punto muerto y pidió que repitiesen el mensaje. Cuando lo hubieron hecho, dio un brusco giro a estribor, obligando a la lancha a describir una semicircunferencia.

—Volvemos atrás —anunció a los hombres, que le miraban intrigados—. Algo anda mal. El capitán Larsen no puede recibirnos todavía.

Detrás de ellos, mientras volvían al puerto, el Freya se empequeñeció en el horizonte.

En el aeropuerto de Schipol, al sur de Amsterdam, los dos prácticos del estuario se dirigían al helicóptero de la Junta del Puerto, que había de llevarles a la cubierta del petrolero. Era el procedimiento acostumbrado, siempre iban por el aire hasta los buques que esperaban.

El primer práctico, curtido veterano con veinte años en el mar, título de capitán y quince años de práctico en el Mosa, llevaba su «caja parda», instrumento que le permitiría guiar el barco sin errar un metro, si creía necesaria tanta exactitud. Con el Freya a sólo seis metros de los bajíos, y teniendo el Canal Interior una anchura de apenas quince metros más que el propio Freya, pensaba que esta mañana lo necesitaría.

Mientras pasaban agachados por debajo de las aspas giratorias, el piloto se asomó y les hizo señas con un dedo.

—Parece que algo anda mal —gritó, para hacerse oír sobre el rugido del motor—. Tenemos que esperar. Voy a pararlo. Al pararse el motor, se inmovilizaron las aspas.

—¿Qué diablos pasa? —preguntó el segundo práctico. El piloto del helicóptero se encogió de hombros.

—No lo sé —respondió—. Acaban de llamarme desde Control del Mosa. El barco no puede recibirles todavía.

En su hermosa casa de campo de las afueras de Vlaardingen, Dirk van Gelder, presidente de la Junta del Puerto, estaba desayunando poco antes de las ocho cuando sonó el teléfono. Su esposa se puso al aparato.

—¡Es para ti! —gritó, y volvió a la cocina, donde estaba preparando el café.

Van Gelder se levantó de la mesa, dejó el periódico sobre la silla y, calzado con zapatillas de lana, se dirigió al vestíbulo.

—Van Gelder al aparato —dijo. Mientras escuchaba, se puso rígido y frunció el ceño.

—¿Qué quiso decir con eso de que alguien moriría? —preguntó.

Otro chorro de palabras llegó hasta su oído.

—Bien —dijo Van Gelder—. No se muevan de ahí. Me reuniré con ustedes dentro de quince minutos.

Colgó el teléfono de golpe, tiró las zapatillas y se puso los zapatos y la chaqueta. Dos minutos después estaba en la puerta de su garaje. Mientras subía a su «Mercedes» y salía en marcha atrás hacia el enarenado paseo, procuró combatir unos pensamientos que se fraguaban en su mente como una terrible pesadilla.

—¡Dios mío, que no sea un secuestro! ¡Por piedad, no un secuestro!

Después de soltar el radioteléfono VHF en el puente del Freya, el capitán Thor Larsen había sido conducido a punta de pistola a dar una vuelta por su barco, y le habían mostrado a la luz de una linterna, los grandes paquetes sujetos en el interior de los depósitos de lastre de proa, muy por debajo de la línea de flotación.

Al volver atrás sobre cubierta había visto la lancha de los marineros que daba la vuelta, a tres millas de distancia, y emprendía el camino de regreso a tierra. Mar adentro, había pasado un pequeño carguero, rumbo al Sur, y había saludado al gigante anclado con un alegre toque de sirena. El saludo no fue correspondido.

Había visto la carga solitaria en el depósito central de lastre que había en medio del barco, así como las demás cargas en los otros depósitos de lastre cercanos a la superestructura. No necesitó ver el armario de la pintura. Sabía dónde se hallaba y podía imaginar lo cerca que estaban colocadas las cargas.

A las ocho y media, mientras Dirk van Gelder recorría el edificio de Control del Mosa, a fin de escuchar la grabación magnetofónica, Thor Larsen fue escoltado de regreso a su camarote. Había advertido que uno de los terroristas, con el rostro tapado para protegerse del frío viento, estaba inclinado en la contrarroda del castillo de proa del Freya, observando el mar que se extendía frente a la embarcación. Otro de ellos estaba en la parte superior de la chimenea, dominando todo el panorama circundante desde una altura de treinta metros. Un tercero estaba en el puente, vigilando las pantallas de radar, capaces, gracias a la tecnología del Freya, de controlar cuarenta y ocho millas de océano a su alrededor, así como, ilimitadamente, las profundidades.

De los cuatro restantes, dos, el jefe y otro, estaban con él. El que quedaba debía de estar en alguna parte bajo cubierta.

El jefe terrorista lo forzó a sentarse a la mesa de su camarote. El hombre tocó el oscilador que tenía sujeto a su cinturón.

—Capitán, por favor, no me obligue a apretar este botón rojo. Y no vaya a creer que no pienso hacerlo si alguien intenta hacerse el héroe en este barco o si mis demandas no son atendidas. Ahora, por favor, lea esto.

Entregó al capitán Larsen tres hojas grandes de papel mecanografiado en inglés. Larsen las leyó rápidamente.

—A las nueve leerá usted por radio este mensaje, dirigido al presidente de la Junta del Puerto de Rotterdam. Esto, y nada más. Sin intercalar nada en holandés o noruego. Sin aclaraciones. Sólo el mensaje. ¿Comprendido?

Larsen asintió, de mal talante. Se abrió la puerta y entró un terrorista enmascarado. Por lo visto, venía de la cocina. Traía una bandeja con huevos fritos, mantequilla, jamón y café. La dejó sobre la mesa.

—El desayuno —dijo el jefe de los terroristas. Señaló la bandeja a Larsen—. Nada perderá con comer un poco.

Larsen movió la cabeza, pero tomó el café. Había estado en vela toda la noche, y la mañana anterior se había levantado a las siete. Veintiséis horas despierto, y le esperaban otras tantas. Necesitaba estar alerta y pensó que el café le ayudaría. Calculó que el terrorista que tenía delante había permanecido despierto tanto tiempo como él.

El terrorista hizo un ademán al otro pistolero para que se largase. Al cerrarse la puerta, se quedó a solas con el capitán, pero la ancha mesa colocada entre los dos ponía al terrorista fuera del alcance de Larsen. Además, el hombre tenía la pistola a pocos centímetros de su mano derecha, y el oscilador, sujeto a su cintura.

—Creo que no tendremos que abusar de su hospitalidad más de treinta horas o, tal vez, de cuarenta —dijo el enmascarado—. Pero si tengo que llevar esta máscara durante todo este tiempo, temo que voy a ahogarme. Usted no me ha visto nunca antes de ahora y nunca volverá a verme.

Con la mano izquierda se arrancó la negra máscara de la cabeza. Larsen contempló a un hombre de poco más de treinta años, de ojos castaños y cabellos de un castaño claro. Se sintió intrigado. Aquel hombre hablaba como un inglés y se comportaba como un inglés. Pero los ingleses no se dedicaban a secuestrar petroleros. ¿Tal vez irlandés? ¿Del IRA? Pero había dicho que tenía amigos presos en Alemania. ¿Sería árabe? Había terroristas del FLP presos en Alemania. Y, cuando hablaba con sus compañeros, lo hacía en una lengua para él desconocida. No parecía árabe, pero había muchos dialectos arábigos, y Larsen sólo había oído hablar a los árabes del Golfo. Tal vez irlandés, volvió a pensar.

—¿Cómo tengo que llamarle? —preguntó al hombre a quien nunca conocería como Andriy Drach o Andrew Drake. El hombre pensó un momento, mientras comía.

—Puede llamarme Svoboda —respondió al fin—. Es un apellido bastante corriente entre los míos. Pero también significa una cosa. Significa libertad.

—No es una palabra árabe —comentó Larsen.

El hombre sonrió por primera vez.

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