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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

La alternativa del diablo (42 page)

BOOK: La alternativa del diablo
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Aplastó el cigarrillo con el tacón, sobre el suelo alquitranado del terrado, y miró de nuevo el horizonte vacío.

—¡Pobres bastardos! —exclamó. ¡Pobres e infelices bastardos! ¡Si al menos ellos escuchasen!

C
APÍTULO XIII

De 13.00 a 19.00

Si la reacción de los medios de difusión a la transmisión de las nueve había sido muda y especulativa, debido a la incertidumbre sobre la fiabilidad de sus informadores, la reacción a la emisión de las doce fue frenética.

A partir de las doce, ya no hubo la menor duda sobre lo acaecido al
Freya
, ni sobre lo que había dicho el capitán Larsen por radioteléfono a Control del Mosa. Demasiadas personas lo habían escuchado.

Los titulares preparados a las diez para las ediciones del mediodía de los periódicos de la tarde fueron echados al cesto. Los que pasaron a las prensas, a las doce y media, eran de tono más fuerte y de mayor tamaño. Ya no había signos de interrogación al final de las frases. Se prepararon rápidamente los artículos editoriales y se requirió a los corresponsales especializados en asuntos marítimos y del medio ambiente para que entregasen sus comentarios en el plazo de una hora.

En toda Europa se interrumpieron los programas de radio y de televisión de la hora del almuerzo, para transmitir las últimas noticias a los oyentes y espectadores.

A las doce y cinco en punto, un hombre que llevaba casco y gafas de motorista, y que se cubría con una bufanda la parte inferior del rostro, entró tranquilamente en el vestíbulo del número 85 de Fleet Street y dejó un sobre dirigido al director de noticias de la «Press Association». Más tarde, nadie recordó a aquel hombre; docenas de mensajeros semejantes entran diariamente en aquel vestíbulo.

A las doce y cuarto, el director de noticias abrió el sobre. Contenía una copia de la declaración leída por el capitán Larsen quince minutos antes, aunque sin duda había sido preparada con mucha anterioridad. El director de noticias pasó el documento al director de la agencia, el cual informó a la Policía metropolitana. Esto no impidió que el texto pasara inmediatamente a los telégrafos, tanto de la «P.A.» como de su prima del piso de arriba, «Reuter», que lo difundieron a todo el mundo.

Al salir de Fleet Street, Miroslav Kaminsky tiró el casco, las gafas y la bufanda, a un cubo de basura; tomó un taxi hasta el aeropuerto de Heathrow y subió al avión de las 2,15 con destino a Tel-Aviv.

A las dos de la tarde fue cobrando intensidad la presión desencadenada por la Prensa sobre los Gobiernos holandés y alemán federal. Ninguno de ambos Gobiernos había tenido tiempo de considerar en paz y tranquilidad las respuestas que había que dar a las exigencias de los secuestradores.

Y los dos empezaron a recibir luego un alud de llamadas pidiendo que accediesen a liberar a Mishkin y Lazareff, para evitar el desastre que acarrearía la destrucción del
Freya
frente a sus costas.

A la una de la tarde, el embajador alemán en La Haya había hablado directamente con el ministro de Asuntos Exteriores de Bonn, Klaus Hagowitz, el cual interrumpió el almuerzo del canciller. El texto del mensaje de las doce estaba ya en Bonn, transmitido por el servicio de información BND y por el télex de «Reuter». Las redacciones de todos los periódicos alemanes tenían también el texto de «Reuter», y las líneas telefónicas de la Oficina de Prensa de la Cancillería no daban abasto a las llamadas.

A la una cuarenta y cinco, la Cancillería hizo una declaración en el sentido de que había sido convocada para las tres una reunión urgente del Gabinete, a fin de considerar la situación. Los ministros cancelaron sus planes de salida de Bonn para el fin de semana o para visitar sus distritos electorales. A varios se les indigestó el almuerzo.

El alcaide de la prisión de Tegel colgó el teléfono a las dos y dos minutos, con cierta complacencia. No era frecuente que el ministro de Justicia de Alemania Federal se saltase el protocolo y hablase personalmente con él, en vez de hacerlo a través del alcalde gobernador de Berlín Oeste.

Cogió el teléfono interior y dio una orden a su secretario. Sin duda el Senado de Berlín recibiría por conducto reglamentario la misma petición, pero, dado que no podía hablar con el alcalde, que estaría almorzando en alguna parte, tenía que atender las órdenes del ministro de Bonn.

Tres minutos después, uno de sus primeros oficiales del cuerpo de prisiones entró en su despacho.

—¿Ha oído usted las noticias de las dos? —le preguntó el alcaide.

No eran más que las dos y cinco. El oficial le respondió que estaba haciendo su ronda cuando su radio de bolsillo había dado la señal de que acudiese al teléfono, donde había recibido la orden de presentarse en el despacho del alcaide. No; no había oído las noticias. El alcaide le informó de las condiciones transmitidas al mediodía por los terroristas a bordo del
Freya
. El oficial se quedó boquiabierto.

—¡Ahí es nada! —exclamó el alcaide—. Parece que vamos a ser noticia dentro de pocos minutos. Por consiguiente, hay que cerrar las escotillas. Ya he dado órdenes a los de la puerta principal: no debe permitirse la entrada a nadie, salvo al personal de la prisión. Los periodistas que vengan a preguntar serán enviados a las autoridades municipales.

»En lo tocante a Mishkin y Lazareff, quiero que se triplique la guardia en aquel piso y, particularmente, en su pasillo. Cancele todos los permisos, para que no carezcamos de personal. Traslade a todos los presos de aquel pasillo a otras celdas o a otros pisos. El lugar debe quedar absolutamente aislado. Un grupo del Servicio Secreto llegará de Bonn para interrogar a los presos sobre la identidad de sus amigos del mar del Norte. ¿Alguna pregunta?

El oficial tragó saliva y movió la cabeza.

—Bueno —prosiguió el alcaide—, no sabemos cuánto va a durar esta emergencia. ¿Cuándo termina usted su servicio?

—Esta tarde, a las seis, señor.

—¿Para volver el lunes por la mañana, a las ocho?

—No, señor. El domingo, a medianoche. La semana próxima tengo turno de noche.

—Tendré que pedirle que renuncie a su descanso —dijo el alcaide—. Desde luego, lo recuperará más adelante, además de recibir una buena gratificación. Pero quisiera que se encargase usted de esta tarea. ¿De acuerdo?

—Sí, señor. Lo que usted diga. Pondré inmediatamente manos a la obra.

El alcaide, que gustaba de adoptar actitudes de camaradería con sus subordinados, salió de detrás de su mesa y dio unas palmadas en el hombro del oficial.

—Es usted un buen chico, Jahn. No sé lo que sería de nosotros sin usted.

El jefe de escuadrilla Mark Latham contempló la pista, oyó el aviso de vía libre de la torre de control e hizo una seña con la cabeza a su copiloto. La mano enguantada de éste abrió despacio las cuatro válvulas; en la base de las alas del avión, cuatro motores «Rolls Royce Spey» zumbaron con más fuerza, para alcanzar un impulso de 45 000 libras, y el
Nimrod Mark Two
despegó de la base de Kinross de la RAF y viró hacia el Sudeste, alejándose de Escocia en dirección al mar del Norte y al Canal.

Aquel joven de treinta y un años, jefe de escuadrilla del servicio de costas, sabía que el avión que pilotaba era uno de los mejores del mundo para la observación de barcos y submarinos. Con su tripulación de nueve hombres, sus perfectas instalaciones de energía y sus aparatos de vuelo y de observación, el
Nimrod
podía volar sobre las olas a muy baja altura y reducir la velocidad, para escuchar con oídos electrónicos los ruidos de todo movimiento subacuático, o bien elevarse a gran altura y permanecer en ella varias horas, con dos motores parados para ahorrar carburante, observando una enorme zona de océano.

Sus aparatos de radar captaban el menor movimiento de cualquier cosa metálica en la superficie del agua, y sus cámaras podían fotografiar de día y de noche. Era inmune a las tormentas, a la nieve, al granizo y a la cellisca, a la niebla y al viento, a la luz y a la oscuridad. Sus computadoras «Datalink» podían analizar la información recibida, identificar correctamente lo que se veía y transmitir toda la imagen, en términos visuales o electrónicos, a la base o a un buque de la Marina Real conectado con aquellas.

Aquel soleado viernes de primavera, sus órdenes eran mantenerse a cuatro mil quinientos metros sobre el
Freya y
volar en círculo hasta que fuese relevado.

—Empieza a aparecer en la pantalla, capitán —anunció, por el teléfono interior, el operador de radar de Latham.

En la parte trasera del
Nimrod
, el operador contemplaba la pantalla, que captaba toda la zona libre de tráfico alrededor del
Freya
por el lado Norte, y observaba que el gran punto luminoso se movía desde la periferia hacia el centro de la pantalla, a medida que se iban acercando.

—Cámara —pidió serenamente Latham.

En la panza del
Nimrod
, la cámara de día F.126 giró como un cañón, descubrió el
Freya y
se detuvo. Automáticamente, ajustó la distancia y el foco, para una máxima claridad. Como topos en su oscura madriguera, los tripulantes vieron al
Freya
aparecer en la pantalla. A partir de ahora, el avión podría volar como quisiera; las cámaras seguirían enfocando el
Freya
, ajustándose a la distancia y a los cambios de luz y girando en sus soportes para compensar los movimientos circulares del
Nimrod
. Aunque el
Freya
empezase a moverse, seguirían observándole, como ojos sin pestañear, hasta recibir nuevas órdenes.

—Transmitan —ordenó Latham.

La «Datalink» empezó a enviar imágenes a Gran Bretaña y, por ende, a Londres. Cuando el
Nimrod
estuvo sobre el
Freya
, se inclinó a babor, y desde su asiento del lado izquierdo, Latham miró hacia abajo. Detrás y debajo de él, la cámara acercó la imagen, como no podía hacerlo el ojo humano. Captó la solitaria figura del terrorista encaramado en el castillo de proa, cuyo rostro enmascarado estaba vuelto hacia arriba, mirando la golondrina plateada a tres millas sobre él. Después, captó al segundo terrorista, subido en lo alto de la chimenea, y acercó la imagen hasta que la negra máscara llenó toda la pantalla. El hombre tenía una metralleta en los brazos, que relucía bajo el sol allá en lo hondo.

—¡Ahí están los muy bastardos! —gritó el hombre de la cámara.

El
Nimrod
describió una suave curva sobre el
Freya
. Su dirección fue confiada al piloto automático; se pararon dos motores, se redujo hasta el máximo la fuerza de los otros dos, y el avión comenzó su trabajo. Empezó a trazar círculos, esperando y observando, e informando de todo a la base. Mark Latham cedió el mando a su copiloto, se desabrochó el cinturón y salió de la cabina. Se dirigió a popa, visitó el retrete, se lavó las manos y se sentó en el comedor para cuatro personas, delante del almuerzo conservado caliente. En realidad —pensó— era una manera bastante cómoda de hacer la guerra.

El resplandeciente «Volvo» del jefe de Policía de Alesund subió por el enarenado sendero de la casa de madera, estilo campestre, de Bogneset, a veinte minutos del centro de la ciudad, y se detuvo frente al porche de piedra sin pulir.

Trygve Dahl tenía la misma edad que Thor Larsen. Habían crecido juntos en Alesund, y Dahl había ingresado como cadete en la Policía aproximadamente al mismo tiempo en que Larsen ingresaba en la Marina Mercante. Conocía a Lisa Larsen desde que su amigo la había traído de Oslo después de su boda. Sus hijos eran también amigos de Kurt y de Kristina, jugaban con éstos en el colegio y salían con ellos en barca durante las largas vacaciones de verano.

«¡Maldita sea! —pensó, mientras se apeaba del «Voleo»—. ¿Cómo diablos voy a decírselo?»

Ella no había contestado cuando la había llamado por teléfono, lo cual significaba que debía de haber salido. Los niños estarían en el colegio. Si Lisa había salido a hacer la compra, tal vez alguien se lo habría dicho ya. Pulsó el timbre y, al no obtener respuesta, se dirigió a la parte de atrás de la casa.

Lisa Larsen gustaba de cultivar su espléndido huerto, y la encontró dando trocitos de zanahoria al conejo predilecto de Kristina. La mujer levantó la cabeza y sonrió, al verle aparecer en la esquina de la casa.

«No sabe nada», pensó él. Lisa hizo pasar el resto de las zanahorias a través de los alambres de la jaula y se acercó a Dahl, quitándose los guantes de hortelana.

—Me alegro de verte, Trygve. ¿A qué se debe tu salida de la ciudad?

—Lisa, ¿has oído las noticias de la radio esta mañana?

Ella pensó un poco.

—Escuché las de las ocho, mientras desayunaba. A partir de entonces, siempre he estado en el huerto.

—No contestaste al teléfono.

Por primera vez, una sombra nubló sus brillantes ojos castaños. Su sonrisa de extinguió.

—No. No podía oírlo. ¿Estuvo llamando?

—Escucha, Lisa, y tómalo con calma. Ha sucedido algo. No, no a los niños. A Thor.

Ella palideció bajo su piel tostada y de color de miel. Con mucha delicadeza, Trygve Dahl le contó lo sucedido desde la madrugada, al sur de Rotterdam.

—Por lo que sabemos se encuentra perfectamente. Nada le ha ocurrido, y nada le pasará. Los alemanes tendrán que soltar a esos dos hombres, y todo acabará bien.

Ella no lloró. Permaneció absolutamente tranquila entre las lechugas de primavera, y dijo:

—Quiero ir allá.

El jefe de Policía se sintió aliviado. Podía haber esperado esto de ella, pero se sintió aliviado de todos modos. Ahora podría organizar cosas. Era su fuerte.

—El reactor particular de Harald Wennerstrom llegará al aeropuerto dentro de veinte minutos —dijo—. Yo te llevaré allí. El me llamó hace una hora. Pensó que desearías ir a Rotterdam para estar más cerca. No te preocupes por los niños. He enviado a recogerlos al colegio, antes de que se enteren de esto por los maestros. Cuidaremos de ellos; naturalmente, pueden quedarse en nuestra casa.

Veinte minutos más tarde, ella estaba con Dahl en los asientos traseros del coche de éste, camino de Alesund. El jefe de Policía empleó su radio para que les esperase el transbordador que conducía al aeropuerto. Minutos después de la una y media, el reactor con la enseña plateada y azul de «Nordia Line» corrió sobre la pista, se elevó sobre las aguas de la bahía y puso rumbo al Sur.

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