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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

La alternativa del diablo (37 page)

BOOK: La alternativa del diablo
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—¿Adónde da la cuarta puerta? —preguntó el terrorista. La cuarta puerta era la única que no tenía tirador. —Conduce a la parte de atrás de la sala de máquinas —respondió el marinero—. Está cerrada por el otro lado.

El terrorista empujó la puerta de acero. Era muy sólida. El hombre pareció satisfecho.

—¿Cuántos hombres hay en el barco? —preguntó—. O mujeres. Y nada de trucos. Si hay uno más de los que tú me digas, los mataremos a todos.

El muchacho se humedeció los resecos labios.

—No hay mujeres —contestó—. Tal vez las haya en el próximo viaje, pero no en el inaugural. Hay treinta hombres, incluido el capitán Larsen.

Enterado de lo que quería saber, el terrorista empujó al asustado joven dentro del cuarto de la pintura, cerró la puerta e hizo girar la tuerca de uno de los dos tornillos de cierre. Después volvió a la escalera. Al salir a la cubierta de popa, en vez de subir por la escalera interior, prefirió hacerlo por las exteriores que llevaban al puente.

Hizo una seña con la cabeza a sus cinco compañeros, que seguían apuntando con sus armas a los dos oficiales, y prorrumpió en una nueva retahíla de órdenes. Minutos después, los dos oficiales, así como el primer maquinista y el jefe de servicios, que habían sido levantados de sus camas en la planta «D», debajo del puente, fueron llevados al cuarto de la pintura. La mayoría de los tripulantes dormían en la planta «B», donde se hallaban los camarotes en general, mucho más pequeños que las habitaciones de los oficiales en las cubiertas «C» y «D».

Hubo protestas, exclamaciones y palabras soeces, cuando les sacaron de allí y les llevaron abajo. Pero, en cada caso, el jefe de los terroristas, que era el único que hablaba, les dijo en inglés que su capitán estaba recluido en su propio camarote y moriría si oponían la menor resistencia. Los oficiales y los marineros obedecieron sus órdenes.

Cuando estuvieron todos en el cuarto de la pintura, se hizo el recuento de la tripulación: veintinueve. El primer cocinero y dos de los cuatro camareros fueron autorizados a volver a la cocina, en la cubierta «A», y traer bollos y panecillos, así como botellas de limonada y latas de cerveza. Además, se instalaron dos cubos a modo de retretes.

—Pónganse cómodos —dijo el jefe de los terroristas a los veintinueve hombres, que le miraban furiosos—. No estarán mucho tiempo aquí. Treinta horas como máximo. Una última cuestión: su capitán necesita al bombero. ¿Quién es?

Un sueco llamado Martinsson dio un paso al frente.

—Yo soy el bombero —dijo.

—Venga conmigo.

Eran las cuatro y media.

La cubierta «A», planta baja de la superestructura, estaba enteramente dedicada a dependencias de los servicios de aquel gigante de los mares. Allí estaban la gran cocina, la cámara frigorífica, otra cámara a temperatura menos baja, varias despensas, la bodega de los licores, el ropero, la lavandería automática, el cuarto de control de la carga, incluido el control de gas inerte, y el cuarto del servicio contra incendios, llamado también cuarto de espuma.

Encima de ella estaba la cubierta «B», con todas las dependencias de los no oficiales, cine, biblioteca, cuatro salones de recreo y tres bares.

La cubierta «C» contenía los camarotes de los oficiales, aparte los cuatro de la planta superior, y, además, el comedor, el salón de fumar de los oficiales y el club de la tripulación, con galería, piscina, sauna y gimnasio.

El cuarto de control de la carga, en la cubierta «A», era lo que interesaba al terrorista el cual ordenó al bombero que le condujese allí. La habitación no tenía ventanas, disponía de calefacción central y aire acondicionado, no había ruidos en ella y estaba bien iluminada. Desde detrás de su máscara, los ojos del jefe terrorista inspeccionaron los aparatos y se fijaron en la mampara del fondo. Allí, detrás de la consola de control, ante la que se sentaba ahora el bombero, ocupaba la pared un tablero de casi tres metros de ancho por más de uno de largo. En él se veía, en forma de plano, la distribución de los depósitos de crudo donde se transportaba la carga del
Freya
.

—Si trata de engañarme —advirtió al bombero—, puede costarle la vida a uno de mis hombres; pero lo descubriré. Y en este caso, amigo mío, no le mataré a usted, sino al capitán Larsen. Ahora, dígame cuáles son los depósitos de lastre y cuáles los de la carga.

Martinsson no iba a discutir, hallándose en juego la vida de su capitán. Tenía unos veintiocho años, y Thor Larsen le aventajaba en una generación. Había navegado dos veces con Larsen antes de ahora, incluido su primer viaje como bombero, y, como todos los otros tripulantes, sentía gran respeto y aprecio por el corpulento noruego, que tenía fama de tratar bien a sus tripulantes y de ser el mejor marino de la flota del «Nordia». Señaló el diagrama que tenía delante.

Los sesenta depósitos estaban dispuestos en series de a tres a lo largo del Freya; en veinte filas.

—Ahí delante —señaló Martinsson— los tanques de babor y de estribor están llenos de crudo. El del centro es el depósito de desperdicios, ahora vacío como una boya, porque hacemos nuestro primer viaje y todavía no hemos descargado nada. Por eso no hemos tenido que limpiar los depósitos de carga y verter en él las impurezas. En la segunda fila, los tres depósitos son de lastre; estuvieron llenos de agua de mar desde el Japón hasta el Golfo, y ahora están llenos de aire.

—Abra las válvulas entre los tres depósitos de lastre y el de desperdicios —ordenó el terrorista. Martinsson vaciló—. Vamos, obedezca.

Martinsson apretó tres botones cuadrados de plástico de la consola que tenía delante. Detrás de ésta se oyó un grave zumbido.

A cuatrocientos metros delante de ellos, muy por debajo de la cubierta de acero, se abrieron grandes válvulas del tamaño de puertas de garaje, formando una sola unidad con los cuatro depósitos, capaz, cada uno de ellos, de contener 20 000 toneladas de líquido. Si ahora entraba no solamente aire, sino cualquier líquido, en uno de los tanques, pasaría libremente a los otros tres.

—¿Dónde están los otros depósitos de lastre? —preguntó el terrorista.

Martinsson señaló con el índice hacia la mitad del buque.

—Allí, en la mitad del barco. Están uno al lado del otro, en una fila de a tres —respondió.

—Dejémoslos en paz —dijo el terrorista—. ¿Dónde están los otros?

—En total hay nueve depósitos de lastre —contestó Martinsson—. Los tres últimos están allí, también en fila como de costumbre, cerca de la superestructura.

—Abra las válvulas, de manera que se comuniquen unos con otros.

Martinsson cumplió la orden.

—Muy bien —dijo el terrorista—. Y ahora, ¿pueden comunicarse los depósitos de lastre con los de la carga?

—No —respondió Martinsson—, no es posible. Los depósitos de lastre sólo son para eso, es decir, para agua de mar o para aire, pero nunca para petróleo. Los tanques de carga son todo lo contrario. Los dos sistemas no se comunican.

—Bien —dijo el enmascarado—, no podemos cambiarlo. Pero haremos otra cosa. Abra todas las válvulas entre todos los depósitos de carga, lateral y longitudinalmente, de manera que los cincuenta se comuniquen entre sí.

El hombre sólo necesitó quince segundos para pulsar los necesarios botones de control. Y allá abajo, en la grasienta oscuridad de los depósitos de crudo, se abrieron docenas de válvulas gigantescas, formando una sola y enorme cuba que contenía un millón de toneladas de petróleo. Martinsson contempló su obra con espanto.

—Si el barco se hundiese y se rompiese un solo depósito, todo el millón de toneladas se derramaría en el mar —murmuró.

—Otra cosa —prosiguió el terrorista—. ¿Qué pasaría si abriésemos las cincuenta escotillas de inspección de los depósitos de carga?

Martinsson sintió la tentación, la fuerte tentación, de dejar que lo Intentasen. Entonces pensó en el capitán Larsen, sentado allí arriba, delante de una metralleta que le estaba apuntando. Tragó saliva.

—Morirían —contestó—, a menos que tuviesen un aparato para respirar.

Explicó al enmascarado que, cuando se llenan los depósitos de un petrolero, el crudo no llega nunca hasta el techo de la cuba. En el hueco que queda entre la oleosa superficie del petróleo, y el techo del depósito se forman gases, expelidos por aquél. Son gases volátiles, sumamente explosivos. Si no fuesen extraídos, convertirían al buque en una bomba.

Años antes, los depósitos se purgaban por medio de tuberías provistas de válvulas a presión, de modo que los gases escapaban sobre la cubierta y, dada su ligereza, ascendían directamente y se diluían en la atmósfera. Recientemente se había inventado un sistema mucho más seguro; los gases inertes del tubo de escape del motor principal eran llevados a los depósitos para expeler el oxígeno y cubrir la superficie del petróleo crudo; estos gases inertes se componían, principalmente, de monóxido de carbono.

Al crear una atmósfera completamente desprovista de oxígeno, se evitaba todo riesgo de fuego o de chispas, que no pueden producirse sin aquél. Pero cada depósito tenía una escotilla circular de inspección, de un metro de diámetro, en la cubierta principal; si una de ellas era abierta por un visitante imprudente, éste se vería inmediatamente envuelto en una capa de gas inerte hasta más arriba de su cabeza. Moriría asfixiado, en una atmósfera carente de oxígeno.

—Gracias —dijo el terrorista—. ¿Quién cuida del aparato de respiración?

—El primer oficial —respondió Martinsson—. Pero todos sabemos manejarlo.

Dos minutos más tarde volvía a estar en el depósito de la pintura, con el resto de la tripulación. Eran las cinco de la mañana.

Mientras el jefe de los enmascarados estaba en el cuarto de control del cargamento con Martinsson, y otro custodiaba a Larsen en su propio camarote, los cinco restantes habían descargado la lancha. Las diez maletas de explosivos estaban sobre la cubierta, junto a la escalera, esperando las instrucciones del jefe sobre su colocación. Este dio las órdenes con precisión tajante. En la cubierta de proa se abrieron las escotillas de inspección de los depósitos de lastre de babor y de estribor, descubriendo una escalerilla de acero que bajaba hasta veinticinco metros, en una rancia atmósfera.

Azamat Krim se quitó la máscara, se la metió en el bolsillo, empuñó la linterna y bajó el primero. Dos maletas bajaron detrás de él, sostenidas por largas cuerdas. Trabajando en el fondo del depósito, a la luz de la linterna, colocó una de las maletas junto a la pared del casco del Freya y la sujetó a una de las cuadernas verticales. Abrió la otra maleta y extrajo su contenido en dos mitades. Una de ellas fue colocada junto a la mampara delantera, detrás de la cual había 20 000 toneladas de petróleo; la otra mitad fue colocada contra la mampara de atrás, detrás del cual había otras 20 000 toneladas de crudo. Alrededor de las cargas puso sacos de arena, también traídos de la lancha, a fin de concentrar la explosión. Cuando estuvo seguro de que los detonadores estaban en su sitio y conectados con el disparador, subió de nuevo a la cubierta, bajo la luz de las estrellas.

La misma operación se repitió al otro lado del Freya y también en los depósitos de lastre de babor y de estribor, cerca de la superestructura. El hombre había empleado ocho maletas en cuatro depósitos de lastre. Colocó la novena en el depósito central de lastre, en mitad del barco, más que para abrir un agujero, para ayudar a romper la espina dorsal del buque.

La décima fue bajada al cuarto de máquinas. Se colocó y cebó en la curva del casco del Freya, pegada a la mampara correspondiente al depósito de la pintura. Su potencia era suficiente para abrir las dos cosas simultáneamente. Si estallaba, los hombres que estaban en el depósito de la pintura, detrás de una plancha de acero de media pulgada, y que sobreviviesen a la explosión, se ahogarían cuando entrase el agua del mar, bajo la enorme presión existente a veinticinco metros debajo de la superficie. Cuando el hombre fue a informar a Andrew Drake, eran las seis y cuarto y empezaba a amanecer sobre las silenciosas cubiertas del Freya.

—Las cargas están colocadas y preparadas, Andriy —comunicó—. Quiera Dios que no tengamos que hacerlas explotar.

—No hará falta —dijo Drake—. Pero tengo que convencer al capitán Larsen. Sólo si él lo ve y lo cree, podrá convencer, a su vez, a las autoridades. Entonces, éstas tendrán que aceptar nuestras condiciones. No tendrán alternativa.

Dos tripulantes fueron sacados del depósito de la pintura; se les ordenó ponerse ropas protectoras y máscaras y botellas de oxígeno, y fueron conducidos desde el castillo de proa hasta los tanques y obligados a abrir las escotillas de inspección de los depósitos de crudo. Cuando lo hubieron hecho, fueron devueltos al cuarto de la pintura. Se cerró la puerta y se fijaron los tornillos por la parte exterior; no volvería a abrirse hasta que los dos presos estuviesen sanos y salvos en Israel.

A las seis y media, Andrew Drake, todavía enmascarado, volvió al camarote del capitán. Se sentó, fatigosamente, de cara a Thor Larsen, y le contó todo lo que habían hecho. El noruego le contemplaba impasible, bajo la amenaza de la metralleta que seguía apuntándole desde un rincón del camarote.

Cuando hubo terminado, Drake sacó un negro instrumento de plástico y lo mostró a Larsen. No era mayor que dos paquetes de cigarrillos largos. Tenía un solo botón rojo en la parte delantera, y una antena de acero de diez centímetros sobresalía de la punta.

—¿Sabe lo que es esto, capitán? —preguntó el enmascarado Drake.

Larsen se encogió de hombros. Sabía lo bastante sobre radio para reconocer un pequeño transmisor transistorizado.

—Es un oscilador —explicó Drake—. Si se aprieta este botón rojo, emite una sola nota VHF, que crece gradualmente de tono y de frecuencia y escapa a la percepción del oído humano. Pero, sujeto a cada una de las cargas explosivas que hemos colocado en el barco, hay un receptor que puede captar y captará el sonido. Al elevarse la frecuencia, ésta será registrada por un disco graduado de los receptores, cuya aguja empezará a moverse hasta llegar al tope. Cuando esto ocurra, saltarán los fusibles de los aparatos y se cortará la corriente. Este corte de corriente en cada receptor transmitirá un mensaje a los detonadores, y éstos funcionarán. ¿Sabe lo que significaría eso?

Thor Larsen contempló aquel rostro enmascarado al otro lado de la mesa. Su barco, su amada Freya, había sido secuestrado, y él nada podía hacer por remediarlo. Sus tripulantes estaban encerrados en un ataúd de acero, separados por una mampara de acero de una carga depositada a pocos centímetros y que, si estallaba, los aplastaría a todos y los cubriría en pocos segundos de helada agua del mar.

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