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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

La alternativa del diablo (34 page)

BOOK: La alternativa del diablo
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—Yo también traigo noticias —le dijo—. Durante la primera mitad del mes de abril, una delegación del Comité Central asistirá al Congreso del partido en Rumania, y me han pedido que vaya con ella. Sasha dejará de ir al colegio el 29, y el 5 saldremos para Bucarest. Después de diez días será perfectamente natural que lleve a mi aburrido hijito a la playa durante una semana.

—Entonces lo arreglaré todo para la noche del lunes, 18 de abril. Así dispondrás de varios días para orientarte en Constanza. Debes alquilar o pedir prestado un coche, y comprar una linterna potente. Y ahora, Valentina, amor mío, escucha los detalles, Grábalos bien en tu memoria, porque no puede haber errores.

»Al norte de Constanza está el pueblo veraniego de Mamaia, muy, frecuentado por los turistas occidentales. En la noche del 18 saldrás en coche de Constanza, te dirigirás al Norte y cruzarás Mamaia. A seis millas exactas al norte de Mamaia, un camino conduce directamente de la carretera a la playa. En el promontorio, en la encrucijada, verás una torre baja de piedra, cuya mitad inferior está pintada de blanco. Es un hito costero para los pescadores. Deja el coche lejos de la carretera y bajad el promontorio hasta la playa. A las dos de la madrugada verás brillar una luz en el mar: tres destellos largos, y tres cortos. Coge tu linterna a la que habrás aplicado un tubo de cartón para que no se difunda la luz, y enfócala en dirección a la señal. Repite ésta, pero al revés: tres destellos cortos, y tres largos. Entonces se acercará una lancha rápida, para recogeros a ti y a Sasha.

»Irán en ella dos marinos y un hombre que hablará el ruso. Te identificarás con esta frase: El Ruiseñor canta en Berkeley Square.» ¿Lo has entendido bien?

—Sí. Adam, ¿dónde está Berkeley Square?

—En Londres. Es muy hermosa; como tú. Hay en ella muchos árboles.

—¿Y cantan los ruiseñores?

—Según la letra de la canción había uno que lo hacía. Parece que ya falta poco, querida. Cuatro semanas, a partir de hoy. Cuando lleguemos a Londres, te mostraré Berkeley Square.

—Dime una cosa, Adam, ¿Crees que he traicionado a los míos, al pueblo ruso?

—No —contestó él, en tono rotundo—, no lo has hecho. Fueron vuestros líderes quienes estuvieron a punto de hacerlo. Si no hubiese sido por ti, Vishnayev y tu tío podrían haberse lanzado a la guerra. En tal caso, Rusia habría sido destruida, así como la mayor parte de América, mi país y la Europa Occidental. No; no has traicionado a tu pueblo.

—Pero ellos nunca lo comprenderán, nunca me perdonarán —dijo ella, y había un atisbo de lágrimas en sus ojos negros—. Me llamarán traidora. Seré una exiliada.

—Tal vez un día terminará esta locura. Tal vez un día podrás volver. Escucha, querida, no podemos seguir aquí por más tiempo. Es demasiado peligroso. Pero he de decirte una última cosa. Necesito saber el número de tu teléfono particular. No; ya sé que convinimos en que nunca te llamaría. Pero no volveré a verte hasta que estés sana y salva en Occidente. En el improbable caso de un cambio de plan o de fecha, tendría que hablar urgentemente contigo. En tal supuesto, simularía ser un amigo llamado Gregor y te pediría disculpas por no poder asistir a tu cena. Entonces, tendrías que salir inmediatamente y reunirte conmigo en el aparcamiento del «Hotel Mojarsky», al final de la Kutuzosky Prospekt.

Ella asintió, sumisa, y le dio el número de su teléfono. El la besó en la mejilla.

—Nos veremos en Londres, amor mío —le dijo, y desapareció entre los árboles.

En su fuero interno, sabía que tendría que dimitir y capear el furor helado de sir Nigel Irvine, cuando se supiese que el Ruiseñor no era Anatoly Krivoi, sino una mujer, y que ésta era su prometida. Pero entonces sería demasiado tarde para que incluso el Servicio pudiese hacer algo.

Ludwig Jahn contemplaba con creciente miedo a los dos hombres que ocupaban las sillas disponibles de su pisito de soltero en el distrito obrero de Wedding, de Berlín Oeste. Llevaban el sello de unos tipos a los que había visto una vez hacía muchísimo tiempo y a los que había esperado no volver a ver.

El que hablaba era, sin duda, alemán; estaba seguro de ello. Lo que no sabía era que aquel hombre se llamaba comandante Schulz, de la Policía secreta de Alemania Oriental, la temida Staatssicherheitsdienst, más simplemente conocida por SSD.

Nunca sabría el nombre de aquel individuo, pero adivinaba su oficio.

También sospechaba que la SSD tenía un archivo completo de todos los alemanes orientales que habían desertado para venir al Oeste, caso en el que se encontraba él. Treinta años atrás, cuando tenía dieciocho, Jahn había tomado parte en las algaradas de los obreros de la construcción de Berlín Este, que habían llegado a convertirse en sublevación de Alemania Oriental. Había tenido suerte. Aunque había sido detenido en una de las redadas de la Policía rusa y de sus acólitos comunistas de Alemania del Este, le habían soltado pronto. Pero recordaba el olor de las celdas de detención y el sello de los hombres que las gobernaban. Sus visitantes de este 22 de marzo, tres decenios más tarde, llevaban el mismo sello.

Se había mantenido dócil durante los ocho años siguientes a las algaradas de 1953; después, en 1961, antes de que acabasen de levantar el Muro, había pasado disimuladamente al Oeste. Ahora hacía quince años que tenía un buen empleo en el servicio civil de Berlín Oeste; había empezado como celador del cuerpo de prisiones y le habían ascendido a Oberwachmeister, o sea, primer oficial, del bloque Dos de la cárcel de Tegel.

El otro hombre que estaba aquella noche en su habitación guardaba silencio. Jahn nunca sabría que era un coronel soviético llamado Kukushkin, que actuaba en interés del departamento de «asuntos mojados» de la KGB.

Jahn contempló horrorizado las fotografías que el alemán sacó de un sobre grande y colocó, despacio y una a una, delante de él. Una de ellas era de su madre, viuda, de casi ochenta años, encerrada en una celda, aterrorizada y mirando sumisamente a la cámara, como si ésta fuese su última esperanza de salvación. Las otras eran de sus dos hermanos menores, maniatados, encerrados en celdas diferentes, pero cuyas paredes inconfundibles se veían claramente en las perfectas fotos.

—Además, están su cuñada y sus tres deliciosas sobrinitas. ¡Oh, sí! Sabemos lo de los regalos de Navidad. ¿Cómo le llaman ellas? ¿Tío Ludo? Encantador. Dígame, ¿ha visto alguna vez lugares como éstos?

Había más fotografías, imágenes que hicieron que el rollizo Jahn cerrase los ojos durante varios segundos. Figuras extrañas, parecidas a autómatas, vestidas de harapos, rapadas las cabezas como calaveras, miraban la cámara sin ver. Permanecían arracimados o arrastrando los ateridos pies, envueltos en trapos para protegerlos del frío del Ártico. Eran unos seres macilentos, arrugados, infrahumanos. Eran algunos de los habitantes de los campamentos de trabajos forzados del complejo de Kolyma, en las lejanías orientales del norte siberiano de la península de Kamchatka, donde se extrae el oro de las minas del Círculo Ártico.

—Las condenas a perpetuidad... en estos lugares de veraneo... sólo se aplican a los peores enemigos del Estado, Herr Jahn. Pero mi colega, aquí presente, puede lograr esa condena para todos los miembros de su familia, sí, incluso para su querida y anciana madrecita, con sólo hacer una llamada por teléfono. Ahora, dígame: ¿quiere que haga esta llamada?

Jahn miró los ojos del hombre que no hablaba. Eran tan fríos como los campos de Kolyma.

—No —murmuró—. No, por favor. ¿Qué es lo que quieren? Fue el alemán quien respondió.

—En la prisión de Tegel hay dos secuestradores, Mishkin y Lazareff. ¿Les conoce?

Jahn asintió con la cabeza.

—Sí. Llegaron hace cuatro semanas. El asunto dio mucho que hablar.

—¿Dónde están, exactamente?

—En el bloque número Dos. Piso alto, ala izquierda. Incomunicados, a petición propia. Temen a los otros presos. Al menos, eso dicen. Pero no hay motivo. Podrían tenerlo unos secuestradores de niños; pero no esos dos. Sin embargo, insisten en ello.

—Pero, usted, Herr Jahn, ¿puede visitarlos? ¿Tiene acceso a sus celdas?

Jahn guardó silencio. Empezaba a comprender, con profundo temor, lo que se proponían sus visitantes con los secuestradores. Ellos venían del Este, y los secuestradores habían escapado de allí. No vendrían a traerles regalos de cumpleaños.

—Eche otra mirada a las fotografías, Jahn. Mírelas bien, antes de decidirse a ponernos obstáculos.

—Sí, puedo visitarles. En mis rondas. Pero sólo por la noche. Durante el turno de día hay tres celadores en aquel pasillo. Si yo quisiera visitarles entonces, me acompañarían los otros dos o al menos uno de ellos. Además, durante el día no podría alegar ningún pretexto para visitarles. En el turno de noche, es más normal hacer una inspección.

—¿Está usted ahora en el turno de noche?

—No. En el de día.

—¿Cuál es el horario del turno de noche?

—Desde la medianoche hasta las ocho de la mañana. Las luces se apagan a las diez de la noche. El cambio de turno se hace a las doce. Y el relevo llega a las ocho de la mañana. Durante el turno de noche hago tres rondas por el bloque, siempre acompañado del oficial de guardia de cada piso.

El alemán anónimo pensó durante un rato.

—Mi amigo desea hacerles una visita. ¿Cuándo volverá usted al turno de noche?

—El lunes, cuatro de abril —respondió Jahn.

—Muy bien —dijo el alemán oriental—. Ahora voy a decirle lo que tiene que hacer.

Estas fueron las instrucciones: Jahn tenía que hacerse con el uniforme y la tarjeta de un colega libre de servicio, sacándolos del armario ropero. A las dos de la madrugada del lunes, 4 de abril, descendería a la planta baja y abriría la puerta de servicio al ruso. Acompañaría a éste al piso alto y lo ocultaría en el cuarto del personal de día, previa obtención de una llave duplicada. Enviaría al oficial de guardia del último piso a hacer algún recado y se encargaría de la vigilancia durante su ausencia. Entonces llevaría al ruso al pasillo de las celdas de incomunicación y le daría la llave maestra que abría sus puertas. Cuando el ruso hubiese «visitado» a Mishkin y a Lazareff, volverían a hacer lo mismo, pero a la inversa. El ruso se ocultaría hasta que el oficial de guardia volviese a su puesto. Después, Jahn le acompañaría a la puerta de servicio y el ruso saldría a la calle.

—No dará resultado —murmuro Jahn, aun sabiendo muy bien que podía darlo.

El ruso habló al fin, en alemán.

—Será mejor que lo dé —amenazó—. En otro caso, yo mismo cuidaré de que toda su familia inicie un régimen en Kolyma que hará que el «superseverísimo» régimen seguido allí hasta ahora parezca una luna de miel en el «Hotel Kempinski».

Jahn sintió como si le regasen las tripas con hielo líquido. Ninguno de los duros del pabellón especial podía compararse con aquel hombre. Tragó saliva.

—Lo haré —murmuró.

—Mi amigo volverá aquí a las seis de la tarde del domingo, tres de abril —dijo el alemán oriental—. Nada de comités de recepción de la Policía, por favor. No serviría de nada. Los dos tenemos salvoconducto diplomático, con nombres falsos. Lo negaríamos todo y nos largaríamos tranquilamente. Limítese a tener el uniforme y la tarjeta preparados para él.

Dos minutos más tarde se habían marchado, llevándose las fotografías. No habían dejado el menor rastro. Pero no importaba. Jahn seguiría viendo todos los detalles en sus pesadillas.

El 23 de marzo, más de doscientos cincuenta barcos, primera ola de la flota expectante, estaban atracados en treinta puertos, desde la ensenada del San Lorenzo hasta Carolina, pasando por toda la costa oriental de América del Norte. Aún había hielo en el San Lorenzo, pero los rompehielos lo hacían mil pedazos, mientras los buques de carga avanzaban hacia sus amarraderos próximos a los silos.

Un buen porcentaje de estos barcos pertenecía a la flota rusa «Sovfracht», pero les seguían en número los de pabellón estadounidense, pues una de las condiciones de la venta había sido que se contratarían cargueros americanos para el transporte de importantes cantidades de grano.

Dentro de diez días zarparían hacia el Este y cruzarían el Atlántico, con rumbo a Arjanguel y Murmansk, en el Ártico soviético, a Leningrado, en la punta del Báltico, y a los puertos de aguas templadas de Odessa, Sinferopol y Novorossisk, en el mar Negro. Pabellones de otras diez naciones se mezclaban con ellos, para efectuar el mayor transporte de cereales realizado desde la Segunda Guerra Mundial. Desde Winnipeg hasta Charleston, las bombas extraían de un centenar de silos dorados chorros de trigo, cebada, avena, centeno y maíz, y los vertían en las bodegas de los barcos con el fin de alimentar, dentro de un mes, a millones de rusos hambrientos.

El 26, Andrew Drake terminó su trabajo en la mesa de cocina de un apartamento de los suburbios de Bruselas y declaró que estaba listo.

Los explosivos habían sido guardados en diez maletas de fibra, y las metralletas, enrolladas en toallas y metidas en mochilas. Azamat Krim llevaba los detonadores, envueltos en algodón, en una caja de cigarros de la que nunca se separaba. Cuando oscureció, transportaron la mercancía a la furgoneta de segunda mano del grupo, con matrícula belga, y emprendieron la marcha hacia Blankenburge.

Cuando trasladaron el equipo a la lancha, amparados en la oscuridad, la pequeña población de veraneo a orillas del mar del Norte estaba silenciosa, y su puerto, virtualmente desierto. Era sábado, y, aunque un hombre que había sacado a su perro a dar un paseo por el muelle advirtió su movimiento, eso no le llamó la atención. Los grupos de aficionados a la pesca que preparaban una excursión de fin de semana eran bastante frecuentes, aunque todavía era un poco pronto y aún hacía frío.

El domingo, 27, Miroslav Kaminsky se despidió de ellos y regresó a Bruselas en la furgoneta. Tenía que limpiar el piso sin dejar el menor rastro, abandonarlo y llevar el vehículo a un lugar previamente establecido de los pólders de Holanda. Allí lo dejaría, con la llave de contacto en un sitio convenido, y tomaría el transbordador para volver a Harwich y Londres. Había aprendido bien el itinerario y confiaba en que podría realizar debidamente su parte del plan.

Los siete hombres restantes salieron del puerto y navegaron tranquilamente costa arriba, para perderse entre las islas de Walcheren y Beveland del Norte, justo más allá de la frontera holandesa. Una vez allí, y con sus aparejos de pesca bien visibles, se detuvieron y esperaron. En el camarote, Andrew Drake permanecía acurrucado delante de un poderoso aparato de radio, escuchando, en la longitud de onda del control del estuario de Mosa, las interminables llamadas a los barcos que entraban o salían de Europort y Rotterdam.

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