Dirigiendo su flota de vigilancia con diligencia y disciplina, Abulurd realizaba continuos ejercicios de instrucción para mantener a sus soldados bien despiertos. Las temibles naves robóticas estaban posicionadas como un collar de púas alrededor del planeta, fuera de su alcance. ¡Cómo le habría gustado lanzarse sobre ellos y borrarlos del mapa de una vez por todas, de demostrar su valía en una batalla real! Pero para eso habría necesitado otras mil naves de las más poderosas de la Liga… y la humanidad no deseaba comprometerse con semejante esfuerzo.
«¿Es posible que las máquinas pensantes nos estén engañando para que nos confiemos? ¿Que traten de hacernos creer que no han encontrado nada que pueda ayudarles?».
Por desgracia, descubrió que tenía razón antes de lo que esperaba.
Los soldados, muertos de aburrimiento, contando los días que les faltaban para que los relevaran y pudieran volver a casa, de pronto hicieron sonar las alarmas. Abulurd corrió al puente de mando de su ballesta.
—Tres naves robóticas se han separado del anillo defensivo, bator
Harkonnen —anunció el operador del escáner—. Siguen una trayectoria aleatoria y se dirigen a toda velocidad a la red descodificadora.
—Ya lo han intentado otras veces… no funcionará.
—Esta vez es diferente, señor. No siguen el patrón habitual.
—¡Mire esos motores!
—Alerta roja. Formación defensiva. Preparados para interceptarlos si alguno consigue pasar. —Abulurd cruzó los brazos—. Por muy rápidos que sean, los satélites descodificadores acabarán con sus circuitos gelificados. Omnius lo sabe.
Aquellos nuevos aparatos eran misiles estilizados, puñales metálicos que se clavaron en la red de satélites y penetraron en las barreras descodificadoras. Teóricamente estas tendrían que haber borrado su programación, pero los artefactos lograron pasar y siguieron aumentando la aceleración.
—¡Cargad armas y abrid fuego! —ordenó Abulurd por el comunicador—. Detenedlos… podría tratarse de una esfera de actualización.
—¿Cómo han logrado pasar? ¿Tienen nuevos escudos?
—O quizá lo que va a bordo de esos misiles no posee circuitos gelificados y no es más que un mecanismo automático estándar. —Se inclinó hacia delante, estudiando las lecturas del escáner—. No, no puede haber ninguna máquina pensante a bordo. ¿Quién pilota esos artefactos? ¿Habrá desempolvado Omnius algún viejo modelo de ordenador no racional?
Las naves de vigilancia abrieron fuego, pero la aceleración de los misiles era tan alta que ni siquiera los proyectiles de alta velocidad pudieron interceptarlos. Otras naves de la Liga se unieron a la refriega, disparando frenéticas andanadas, conscientes de que quizá alguno de aquellos artefactos lograría escapar. Pero era imposible que a bordo hubiera una copia de la supermente, no después de haber pasado por la barrera descodificadora.
—¡Mantened la vigilancia sobre Corrin! —ordenó Abulurd—. No me fío, quizá Omnius intente algo mientras nosotros estamos ocupados en esta disparatada persecución.
—Nunca lograremos alcanzar esos proyectiles, bator…
—¿Cómo que no? —Abulurd identificó rápidamente el trío de aparatos en el límite exterior de la barrera defensiva—. ¡Que las naves del perímetro se dispersen para interceptarlos! Hay que detenerlos a toda costa. Nunca habéis vivido una situación más crucial en vuestras carreras. Incluso si a bordo ya no queda operativo ningún cerebro de circuitos gelificados, es posible que lleven una nueva epidemia.
La idea hizo que una fría sensación de pánico se extendiera entre los soldados, que se apresuraron a cumplir sus órdenes.
—¡Bator! ¡Las máquinas han lanzado otro de sus ataques en masa contra los satélites! Parece que ahora todos intentan pasar.
Abulurd se golpeó la palma de la mano con el puño.
—Ya me imaginaba que era una especie de maniobra de distracción. ¡Cerrad la formación en torno al planeta! ¡Hay que detener a esas naves enemigas! —Estudió los dos paneles de lecturas y de pronto temió haberse equivocado de maniobra de distracción. ¿Cuál de las dos era la maniobra de distracción? ¿O no lo sería ninguna?
Un enjambre de naves de la Liga llegaron disparando su armamento, mientras aullaban desafíos e insultaban a los robots. Uno tras otro los humanos fueron cerrando los diferentes anillos defensivos con sus naves para impedir el paso a sus enemigos, que volaban con una aceleración cada vez más alta.
Cada uno de los tres artefactos tomó un rumbo diferente, siguiendo trayectorias aleatorias, como si lo hicieran con la esperanza de que al menos uno lograra escapar. Los humanos destruyeron sin problemas a la primera antes de que consiguiera una velocidad suficiente para huir.
Entretanto, el grueso de la batalla se libraba cerca de la red descodificadora. Algunas naves robóticas se lanzaron contra aquella red mortífera; aunque sus circuitos gelificados fueron borrados, el impulso las convirtió en proyectiles gigantes. La flota de vigilancia utilizó sus armas más potentes para hacer añicos sus cascos. Cientos de pequeños satélites descodificadores fueron desplegados para sustituir a los que habían resultado dañados y tapar los agujeros energéticos que se habían abierto en la red antes de que fuera tarde.
El segundo de los artefactos superrápidos recibió una intensa lluvia de disparos cuando volaba a toda velocidad hacia el gigante rojo. Antes de que pudiera refugiarse en aquel furioso entorno solar, que habría matado a cualquier organismo biológico, el fuego de los humanos lo convirtió en un montón de metralla. Dos de tres.
El tercero de los proyectiles concentró toda su energía en los motores. Cada vez iba más rápido, cada vez se alejaba más de Corrin y la flota. Abulurd había colocado sus naves en diferentes círculos concéntricos que se alejaban cada vez más del planeta. En aquellos momentos, los que estaban situados en los límites exteriores entraron en acción y trataron de cerrarle el paso abriendo fuego.
Pero, aunque daban en el blanco, no lograron penetrar el blindaje. Mientras el revuelo de la batalla defensiva —¿la maniobra de distracción o el verdadero objetivo?— seguía en las proximidades de Corrin, siete nuevas naves humanas llegaron para atacar al último de los proyectiles en los límites del sistema solar.
En el último minuto, antes de que su blindaje fallara, la parte frontal del proyectil se abrió como una flor y vomitó un enjambre de pequeños contenedores, cilindros autopropulsados no mucho más grandes que ataúdes. Y, para sorpresa de la flota defensiva, se dispersaron en todas direcciones como chispas en una fogata.
—¡Omnius tiene un nuevo truco! —transmitió uno de los pilotos.
Abulurd vio lo que estaba pasando y decidió que aquellos cilindros eran la verdadera razón de todo aquel despliegue. Tomó una decisión.
—¡Detenedlos! O son un arma nueva y temible o son copias de Omnius que se repartirán por todas partes. ¡Si fracasamos aquí la raza humana quizá tendrá que pagar durante siglos!
Los soldados los persiguieron y dispararon hasta la saciedad.
Y destruyeron la mayor parte de los cilindros. Pero no todos.
Abulurd pensó en la lluvia de torpedos que habían extendido la plaga por Parmentier y otros mundos de la Liga y sintió un profundo temor en su corazón.
—Seguidlos antes de que queden fuera del alcance de nuestros sensores. Seguid sus trayectorias y calculad el destino. —Esperó en tensión mientras sus soldados hacían proyecciones de las rutas de aquellos objetos—. ¡Maldita sea! Tendremos que reforzar las defensas para que esto no vuelva a pasar. —Rechinó los dientes. Vorian Atreides se sentiría muy decepcionado cuando supiera que había dejado escapar aquella amenaza potencial.
—Un puñado se dirigen hacia Salusa Secundus, bator Harkonnen —dijo un analista—. Los otros parece que van hacia… Rossak.
Abulurd asintió. No le sorprendía. A pesar del riesgo, sabía lo que tenía que hacer. Solo había una forma de adelantarse a aquellos misiles superveloces.
—Utilizaré una nave de reconocimiento que pliegue el espacio y volveré a Zimia para dar la alarma. Recemos para que tengan tiempo de prepararse.
De Yorek Thurr se ha dicho que, si los humanos tuvieran engranajes y tornillos, los suyos estarían flojos y salidos de rosca.
Crónicas de la Yihad
, atribuidas a Erasmo
Aunque Yorek Thurr salvó la vida al huir a Corrin cuando el ejército de la Yihad destruyó Wallach IX, ahora se arrepentía de haber ido allí. Después de diecinueve años interminables y deprimentes, estaba atrapado sin poder hacer nada en el único Planeta Sincronizado que quedaba.
Omnius había convertido el planeta en una fortaleza, un campamento fantásticamente armado. En teoría, Thurr estaba a salvo, pero ¿de qué le servía? ¿Cómo podía dejar su huella en la historia con las manos atadas de aquella forma?
Protegiéndose del sol rojo con unas gafas, en aquellos momentos aquel hombre calvo y curtido andaba arriba y abajo, más allá de las cuadras de los patéticos esclavos humanos, mirando a la ciudadela central ocupada por la supermente.
En cuanto las naves de la Gran Purga llegaron a Wallach IX, Thurr supo lo que iba a pasar. Antes de que el primer kindjal tuviera tiempo de lanzar sus bombas atómicas de impulsos, Thurr subió a una nave y escapó a toda prisa, llevando consigo una copia de la supermente con la que poder negociar. Podía haber ido a cualquier sitio. ¿Por qué tuvo que ir precisamente a Corrin? ¡Una decisión estúpida, estúpida!
Con su inmunidad al retrovirus y el tratamiento de extensión vital, habría sido invencible. Pero el instinto le hizo dirigirse al centro de los Planetas Sincronizados. Por supuesto, su nave solo tenía motores espaciales estándar y, cuando llegó a Corrin, el holocausto ya había terminado y los humanos habían cerrado el cerco alrededor del último Omnius. Su nave tenía la configuración de las naves de la Liga, así que Thurr transmitió órdenes contradictorias a los pilotos estresados y cansados que trataban de situarse para establecer el bloqueo. No esperaban que nadie tratara de entrar en Corrin. Mientras Omnius se atrincheraba y reunía a todas sus defensas en la superficie y en diferentes círculos concéntricos en una órbita baja, Thurr transmitió sus propias órdenes y códigos de identificación, que le abrieron el camino al planeta.
¡Y ahora nunca saldría de allí! ¿En qué estaba pensando? Erróneamente había imaginado que las máquinas ganarían. Omnius llevaba más de un milenio al frente de los Planetas Sincronizados… ¿Cómo es posible que su imperio hubiera caído en un mes?
«Tendría que haberme ido a otro sitio… a donde fuera».
Ahora, con la flota guardiana del ejército de la Humanidad controlando todo el sistema, ni Thurr ni ninguna nave podrían escapar. Era una forma tan absurda de desperdiciar su tiempo y su talento, más deprimente incluso que vivir en la patética Liga. Pero Thurr ya estaba cansado de fustigarse y llevaba un tiempo deseando poder hacer daño a alguien. Aquel punto muerto ya duraba demasiado, y se había convertido en algo tedioso.
Si al menos pudiera subir allá arriba, ver cara a cara a los militares de la Liga y salir airoso con sus astucias… Había pasado mucho tiempo, sí, pero con sus famosas misiones para la Yipol y sus logros, sin duda su cara y su nombre aún eran conocidos. Camie Boro-Ginjo se había llevado buena parte del mérito, aunque fue él quien hizo el trabajo de difamar a Xavier Harkonnen y convertir a Ginjo en un santo. Pero Camie fue más lista y lo obligó a abandonar la Liga. Quizá no tendría que haber fingido su muerte tan bien…
A cada paso del camino, tomaba una decisión equivocada.
En los laboratorios de Erasmo había encontrado un alma gemela en la persona de Rekur Van. Él y el investigador tlulaxa habían combinado sus conocimientos y su sed de destrucción para crear planes horriblemente imaginativos contra los débiles humanos… y, oh, desde luego que se merecían su destino. Una vez que Erasmo decretó que los experimentos de regeneración de extremidades habían fracasado, Rekur Van ya no tenía esperanza de escapar. Pero Thurr sí era libre de pasearse por los planetas habitables y dejar su huella en la historia… si conseguía escapar.
Levantó la vista al cielo. No era probable que eso pasara en un futuro próximo.
El inquietantemente impredecible robot Erasmo lo visitó, acompañado por Gilbertus Albans. El robot parecía entender su desilusión, pero no podía darle ninguna esperanza.
—Quizá puedas desarrollar alguna idea innovadora para engañar a la flota de vigilancia de la Liga.
—¿Cómo hice con la epidemia? ¿Cómo he hecho recientemente con las fábricas de proyectiles teledirigidos? He oído que lograron atravesar el cerco. —Esbozó una débil sonrisa—. No creo que sea yo quien tenga que resolver siempre vuestros problemas… pero si puedo lo haré. Deseo salir de aquí más que ninguna máquina.
Erasmo no parecía convencido.
—Por desgracia, ahora el ejército de la Humanidad estará más alerta que nunca.
—Sobre todo cuando los devoradores mecánicos alcancen su objetivo y empiecen a actuar. —A Thurr le habría gustado poder estar allí para ver aquel caos.
Erasmo se volvió hacia su compañero, un humano musculoso y con el pelo rojizo. Thurr estaba resentido con la «mascota» del robot, porque había recibido su tratamiento de inmortalidad cuando aún era lo bastante joven para aprovecharlo.
—¿Tú qué opinas, Gilbertus? —preguntó el robot.
El hombre se volvió hacia Thurr con expresión afable, como si no fuera más que un experimento fallido.
—Creo que Yorek Thurr actúa demasiado en el límite de lo que entra dentro del comportamiento humano.
—Estoy de acuerdo —dijo Erasmo, visiblemente complacido con el comentario.
—Incluso si es cierto —espetó Thurr con desdén—, sigo siendo humano, y eso es algo que tú nunca entenderás, robot. —Cuando vio que Erasmo reaccionaba con perplejidad, Thurr sintió una gran satisfacción.
No era lo mismo que la libertad, por supuesto, pero al menos había conseguido una pequeña victoria.
Mientras la Tierra, nuestra madre y lugar de nacimiento, permanezca en la memoria del humano, no habrá sido totalmente destruida. Al menos intentaremos convencernos de ello.
P
ORCE
B
LUDD
,
El mapa de las cicatrices
La larga sucesión de ataques atómicos le había costado muy cara a Quentin Butler. Casi dos décadas después, el antiguo comandante no podía dormir sin soñar con los miles y miles de millones de humanos aniquilados, y todo para poder derrotar a las máquinas pensantes.