El Culto a Serena se había extendido con rapidez, y por los motivos equivocados. Aunque Rayna seguía entregada en cuerpo y alma a su cruzada contra las máquinas, muchos de sus seguidores parecían interesados en utilizarla para conseguir poder. Vor se daba perfecta cuenta, pero estaba claro que los demás no.
Nadie quería escuchar cuando Vor, el «viejo agitador», señalaba los problemas más obvios.
En aquellos momentos, dio un suspiro, hondo y exasperado. Los líderes parlamentarios y militares seguían con sus programas y dejaban al bashar supremo al margen de las decisiones importantes. Su cargo se había convertido en algo puramente ceremonial. Aunque seguía pareciendo un hombre joven, hasta Faykan Butler le había recomendado que aceptara un retiro bien merecido. Vor no desaparecería envuelto en un halo de gloria, como Xavier Harkonnen. Aquello era mucho peor. Vorian Atreides estaba desvaneciéndose entre las sombras.
Cada día se levantaba temprano y se ocupaba de sus asuntos en la ciudad, y sus pensamientos volvían siempre atrás, a los buenos momentos y las crisis personales que había vivido. Serena, Leronica… incluso Seurat, la Vieja Mentemetálica.
No soportaba llevar una existencia tan inútil.
Vor tenía ciento treinta y cinco años, pero se sentía mucho más viejo. Cuando terminaba con su trabajo habitual en la sede del ejército de la Humanidad, no había nadie que le esperara en casa. Sus hijos ya eran ancianos y vivían con sus familias en el lejano Caladan.
Y añoraba a su antiguo ayudante, Abulurd Harkonnen, que siempre le había visto como un mentor y una figura paterna… mucho más que Estes o Kagin. Pero Abulurd ya llevaba un año en el sistema de Corrin, ayudando a mantener a raya a Omnius.
Como si hubiera llamado a su protegido con el pensamiento, Vor levantó la vista y vio que Abulurd caminaba con decisión hacia el edificio. Iba sin escolta, llevaba el uniforme arrugado y caminaba con los hombros encogidos a causa de la lluvia. Sus movimientos daban sensación de urgencia.
Sin acabar de saber si no estaría soñando, Vor salió corriendo al pasillo, bajó las escaleras de dos en dos y se precipitó hacia la salida. Abulurd estaba a punto de entrar, y se llevó un buen susto.
—¡Abulurd, eres tú!
El oficial más joven se vino abajo, como si el esfuerzo de llegar hasta allí le hubiera dejado sin energía.
—Vengo directamente de Corrin, señor. He utilizado una nave que plegaba el espacio para llegar antes que las máquinas, pero no sé cuánto tiempo nos queda.
Aunque Vor y Abulurd compartían el mismo sentimiento de urgencia, los otros miembros del Parlamento pensaban que se estaba exagerando la crisis.
—Después de tantos años, ¿qué esperan lograr las máquinas? ¡Las hemos derrotado! —exclamó el representante de Giedi Prime.
—Y, si esos misiles teledirigidos atravesaron los campos descodificadores, ¿no sería lógico pensar que sus circuitos gelificados han quedado inutilizados? Por tanto, no tenemos de qué preocuparnos. —El pomposo embajador de Honru se recostó en su asiento con cara de suficiencia.
—Mientras siga existiendo alguna encarnación de Omnius, siempre habrá motivo para preocuparse. —Vor no entendía que se sintieran tan confiados. Aunque tampoco le sorprendía: cada vez que se enfrentaban a un problema difícil, los representantes debatían y debatían, hasta que todo quedaba totalmente confundido y sin una solución decisiva.
Tras el regreso de Abulurd, Vor pasó más de una semana preparando reuniones, hablando directamente con otros subcomandantes. Abulurd entregó las imágenes que habían tomado desde las naves de vigilancia donde aparecían los extraños proyectiles. Finalmente, el bashar supremo insistió en dirigirse directamente al Parlamento. De acuerdo con sus proyecciones, dependiendo de la aceleración y las reservas de carburante, aquellos misiles superrápidos llegarían a Salusa de forma inminente.
—¿Seguro que no exagera el peligro para encender al populacho y aumentar el poder del ejército de la Humanidad, bashar supremo? —dijo un hombre delgado procedente de Ix—. Todos hemos oído las historias de guerra que cuenta usted.
—Puede dar gracias de no haber tenido que pasar por ellas personalmente —comentó Vor con un gruñido.
El ixiano frunció el ceño.
—Yo crecí durante la plaga, bashar supremo. Quizá no tengamos tanta experiencia como usted en el campo de batalla, pero todos hemos pasado por momentos muy duros.
—¿Por qué empeñarnos en perseguir fantasmas? —musitó otro hombre, al que Vor no reconoció—. Enviemos algunas naves de reconocimiento a patrullar el sistema y que destruyan esos misiles antes de que lleguen a Salusa. Si es que llegan. Así es como Quentin Butler se ocupó de los proyectiles con la epidemia.
La reunión siguió más o menos en los mismos términos durante buena parte de la mañana. Finalmente, enfadado por lo que había escuchado bajo la gran cúpula dorada del edificio del Parlamento, Vor salió. Fuera, se detuvo un momento en lo alto de los escalones de piedra, miró al cielo nublado y dio un fuerte suspiro.
—¿Está bien, señor? —Abulurd se acercó corriendo desde las columnas.
—La misma obcecación de siempre. Los legisladores se han olvidado de hablar de todo lo que no sean precios de productos agrícolas, regulación de viajes espaciales, subsidios para la reconstrucción y grandes proyectos de obras públicas. Ahora entiendo por qué Iblis Ginjo creó el Consejo de la Yihad. Sí, quizá la gente se quejaba del poder inmenso que acaparaba en sus manos, pero al menos tomaban decisiones de forma inmediata y efectiva. —Meneó la cabeza—. En estos momentos, creo que el peor enemigo de la humanidad son la complacencia y la burocracia.
—No somos capaces de mantenernos centrados ante amenazas o proyectos a largo plazo —señaló Abulurd—. Nuestra sociedad está tan empeñada en volver a la normalidad (como si alguien supiera lo que es eso), que se niega a reconocer una amenaza simplemente porque creía haberla eliminado.
Empezó a llover otra vez, más fuerte, pero el oficial veterano no se movió. Alguien dirigió un paraguas suspensor para protegerlo de la lluvia. Abulurd, cómo no. Vor le sonrió, pero el bator seguía pareciendo preocupado.
—¿Qué vamos a hacer, señor? Esos misiles vienen hacia aquí. —Antes de que Vor pudiera contestar, una ráfaga de viento hizo caer el paraguas suspensor por la escalera, y Abulurd corrió para recuperarlo.
Los dos estaban a punto de volver a entrar en el edificio cuando Abulurd señaló a lo lejos. El viento se llevó de nuevo el paraguas, pero esta vez Abulurd no fue a buscarlo.
En el cielo aparecieron unas franjas de color naranja y plata, como si un predador acabara de clavar sus garras en él.
—¡Mire… los misiles de Corrin! —gimió Abulurd, asustado y avergonzado por no haber sido capaz de convencer a nadie con su aviso.
Vor apretó la mandíbula.
—El ejército de la Humanidad se cree su propia propaganda. La gente piensa que por el simple hecho de decretar que la Yihad ha terminado nuestros enemigos van a dejar de maquinar. —Respiró hondo, porque recordaba demasiado bien lo que significa estar en el campo de batalla—. Parece que voy a necesitar alguien que me ayude —le dijo a Abulurd—. Tú y yo tenemos un trabajo que hacer.
De Norma Cenva se decía que no se la podía juzgar por su apariencia. Sus defectos físicos no tenían importancia, ni tampoco la belleza clásica que los sustituyó. Ninguna de las dos cosas mostraba la esencia de la mujer. Por encima de todo, ella era una fuente de energía cerebral.
P
RINCESA
I
RULAN
,
Biografías
de la Yihad Butleriana
Cuando volvió a Rossak, la selva púrpura y plata de los profundos valles tectónicos le trajo a Norma una avalancha de recuerdos de su infancia. El humo tóxico de los volcanes lejanos seguía enturbiando el cielo y, desde la densa capa de vegetación de la selva, el olor a vida se elevaba como una miasma hasta la ciudad de cuevas. Allá abajo, medraban las plantas e insectos más extraños, y las diferentes formas de vida luchaban por sobrevivir entre las grietas fértiles y protegidas.
Norma aún se acordaba de sus expediciones junto a Aurelius y sus expertos botánicos, cuando salían a buscar plantas, hongos, bayas, incluso insectos y arácnidos, para transformarlos en productos farmacéuticos. VenKee Enterprises aún conseguía grandes beneficios gracias a las sustancias que cosechaban en Rossak, pero la melange se había convertido en el principal producto de exportación de la empresa.
Sin embargo, en su visión más reciente, Norma había visto la destrucción total de Rossak. Algo terrible iba a pasar en el planeta, a las hechiceras, a todos. Esperaba poder convencer a su medio hermana de la urgencia de la situación, aunque sabía que Ticia querría pruebas, detalles, explicaciones. Y no los tenía… solo podía ofrecerle la fuerte premonición que había sentido durante un sueño inducido por la melange.
Ticia no aceptaría tan fácilmente su palabra.
Años atrás, Ticia había partido en uno de los últimos ataques contra los cimek. Ella y sus compañeras hechiceras estaban preparadas para desatar sus poderes mentales, para llevarse con ellas al enemigo cimek. Todas sus compañeras se sacrificaron, y Ticia misma habría muerto, de no ser porque en el último momento los cimek se retiraron. Ella fue la única superviviente… y de alguna forma siempre se había resentido por no haber tenido su oportunidad como las otras. La personalidad de Ticia estaba formada a partes iguales por reproches, sentimiento de culpa y determinación. Había muchas cosas que le habían amargado la vida, y muchas personas a las que podía señalar sin vacilar como culpables.
La hechicera suprema nunca había hecho caso a Norma, como si no existiera, y había dejado que trabajara sola en Kolhar, con sus naves y sus motores para plegar el espacio. Estaba tan entregada a sus proyectos como Norma lo estaba a los suyos. Y en parte por eso Norma la entendía.
La Yihad había terminado, ya no había necesidad de que las mujeres de Rossak entrenaran para sus ataques suicidas mentales. Ahora las hechiceras dedicaban sus energías a estudiar y gestionar los datos sobre las diferentes líneas genéticas que habían reunido a lo largo de generaciones, junto con el nuevo material recogido durante los peores momentos de la plaga de Omnius.
—Me parece que tu inspiración, o premonición, se debe más a las distorsiones que te provoca el exceso de melange que a una auténtica presciencia —dijo Ticia después de escuchar el mensaje de Norma. Estaban juntas en un balcón de roca, mirando a la densa jungla que crecía allá abajo.
Como hechicera suprema, Ticia no quería tener nada que ver con ningún tipo de droga ni estimulante artificial. En su opinión, solo los débiles se apoyan en eso. VenKee había conseguido enormes beneficios destilando estimulantes, sustancias alucinógenas y medicamentos a partir de las exóticas plantas de las selvas de Rossak. Todo aquello le resultaba de lo más desagradable, al igual que la evidente adicción de su medio hermana a la especia de Arrakis.
Las dos poseían una belleza glacial, eran altas, de piel clara, con cabellos rubio platino y facciones perfectas. Sin embargo, en su mente, Norma seguía siendo la misma mujer achaparrada y de rasgos toscos, y se sentía intimidada en presencia de una hechicera autoritaria como Ticia.
—No ha sido mi imaginación —dijo Norma—. Era un aviso. Sé que, entre las hechiceras, la premonición se manifiesta ocasionalmente como un don. Desde luego, tienes registros que lo demuestran.
—Te enviaré un mensaje si tu absurda premonición se cumple. Vuelve a Kolhar con tu trabajo. —Ticia alzó el mentón con aire regio—. Aquí también tenemos una misión importante.
Norma miró a su medio hermana con sus centelleantes ojos azules, que parecían ocultar un universo entero. Se tocó la sien y sonrió con satisfacción.
—Nunca dejo de trabajar en mis cálculos. Puedo realizarlos aquí con la misma facilidad que en Kolhar.
—Entonces tal vez las dos veremos si tus pesadillas son reales.
Pero durante días, no pasó nada, y Norma fue incapaz de dar nuevos detalles de su premonición.
Cada mañana, durante aquella larga visita, Norma salía a pasear sola por la selva, y cogía raíces, bayas, hojas que guardaba en sus bolsillos sin explicar nunca el porqué. «Qué rara es», pensaba Ticia observándola desde lejos.
En aquellos momentos, Norma estaba subiendo por un empinado sendero hacia una de las elevadas entradas a las cuevas, donde la hechicera suprema esperaba. Parecía que iba en trance, y el sol brumoso destellaba sobre el dorado antinatural de sus cabellos y su piel lechosa. Se la veía tan concentrada, tan ausente… qué divertido si tropezara y se muriera en la caída…
Cuando Ticia era un bebé, su madre la había abandonado para estar con Norma, había preferido a aquella… aquella friki antes que a ella, una hechicera perfecta. «¡Cáete, maldita seas!».
Cuando los pasos fluidos de Norma la llevaron hasta la abertura de la cueva, Ticia siguió mirándola sin moverse. Norma le habló como si estuviera continuando con una conversación que seguramente habían iniciado en su cabeza.
—¿Dónde tenéis los ordenadores?
—¿Estás loca? ¡Aquí no tenemos máquinas pensantes! —A Ticia le sorprendió que su medio hermana hubiera adivinado su secreto. «¿Será realmente presciente? ¿Debería tomarme su advertencia en serio?».
Norma la miró sin rencor, pero sin creer ni por un momento lo que le decía.
—A menos que hayáis entrenado vuestras mentes para que tengan la capacidad y la organización de un ordenador, necesitáis un avanzado sistema para controlar una cantidad tan enorme y detallada de información genética. —Estudió a Ticia con la intensidad de un instrumento escaneador—. ¿O será que estáis haciendo un trabajo chapucero por miedo a utilizar las herramientas que necesitáis? No pareces de esas.
—Los ordenadores son ilegales y peligrosos —dijo Ticia, con la esperanza de que fuera suficiente.
Norma, como siempre, insistió.
—No temas, no me pondré paranoica ni te miraré con recelo… solo siento curiosidad. Yo misma aproveché las ventajas de un sistema de organización y de respuesta informatizado para resolver los problemas de la navegación por el espacio plegado. Por desgracia, la Liga no estaba de acuerdo y me obligaron a abandonar esa línea tan productiva de trabajo. No seré yo quien te discuta su utilidad en tus investigaciones.