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Authors: Jon Fasman

Tags: #Historico, Intriga

La biblioteca del cartógrafo (28 page)

BOOK: La biblioteca del cartógrafo
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—Vaya, vaya, pero si es mi nuevo inquilino —espetó la señora DeSouza cuando me incorporé y me giré.

Llevaba zapatillas, la sempiterna bata y un rictus entre despectivo, satisfecho y codicioso.

—He oído la puerta de Hannah cerrarse más temprano de lo habitual. Por lo general no sale hasta las ocho y cuarto, así que he pensado que quizá era alguien que salía, y mira a quién me encuentro… No un pretendiente cualquiera, sino encima un mirón.

—Estoy seguro de que la señora Rowe debe de estar contentísima de que alguien vigile tan de cerca a su hija.

—Solo quería recordarle nuestra conversación de la otra noche. Como sabe, considero que…

—Señora DeSouza, no se lo tome a mal, pero váyase a tomar viento. Hannah tiene más de treinta años y no es su hija.

Su rostro se tensó y luego enrojeció como si acabara de abofetearla. Al cabo de unos instantes, los ojos se le llenaron de lágrimas.

Escarbé la tierra con la puntera del zapato, mascullé una disculpa breve y casi sincera, y me dirigí a toda prisa hacia mi coche. Al mirar por encima del hombro vi a la señora DeSouza inmóvil en el mismo sitio, los hombros temblorosos y los ojos cubiertos con una mano. No eran ni las ocho de la mañana y ya había conseguido hacer llorar a una anciana.

Antes de salir rumbo a Wickenden, pasé por mi casa para ducharme, cambiarme y guardarme el diente en el bolsillo. No tenía mensajes en el contestador, cartas en el buzón ni notas clavadas en mi puerta. Llevaba dos días sin aparecer por el piso y nadie había intentado ponerse en contacto conmigo, lo cual no era inusual, pero por primera vez desde que me trasladara a Lincoln, tenía la sensación de haberme ausentado de mi vida, como si mi vida hubiera avanzado y los detalles todavía no le hubieran dado alcance.

Resulta difícil aparcar en el centro de Wickenden, y de todos modos llegué temprano, de modo que dejé el coche en Gano Street, frente a una casa de madera pintada de azul celeste y con una enorme bandera portuguesa ondeando sobre el garaje. Al nivel de la calle había una puerta violeta abierta de par en par, y por ella se veía una estancia estrecha y profunda con suelo de linóleo a cuadros, una barra con algunos taburetes, una mesa de billar, sofás y un televisor en el que pasaban una carrera de galgos. Encima de la barra pendía un reloj de Budweiser Light. Junto a él había una pizarra plástica de esas para anunciar los platos del día y que en este caso decía SANNICH, NO HAMS FRA TUE. Había vivido a dos manzanas de allí, pero nunca había reparado en aquel local, y como me gustaba su aspecto, asomé la cabeza.

—Tarjeta de socio —masculló un hombre gordo desde detrás de la barra.

Llevaba una camisa de franela a cuadros verdes y amarillos sobre unos vaqueros deformados, y servía chupitos a un par de tipos flacos y de aspecto soñoliento sentados en la barra.

—¿Perdón?

—Tarjeta de socio. Esto es un club privado. Solo socio.

La última vez que había oído esas palabras, un albano con dientes de oro había amenazado con matarme. ¿Desde cuándo se habían vuelto tan exclusivos los garitos de la Nueva Inglaterra semirrural?

—Nunca me había fijado en este sitio. Antes vivía a pocas manzanas de aquí y…

—Esto no es un bar de estudiantes. No es para usted. Es el Club de Hombres Portugueses. ¿Es hombre portugués?

—No.

—Pues eso. Vaya a otro bar. Este es mi bar.

Asentí con un ademán breve que él imitó. Luego, uno de los tipos flacos se acercó a la puerta y me la cerró en las narices.

Atravesé el centro en una media hora y llegué a la comisaría hacia las dos. Dos corpulentos agentes arrastraban a un tipo esposado escalera arriba. El detenido caminaba ladeado sin dejar de mascullar entre dientes mientras los policías sostenían una conversación normal sobre sus respectivas esposas. Parecían un signo de porcentaje subiendo despacio por la escalera.

Pregunté al sargento de guardia por el sargento Jadid.

—Entra a las cuatro. ¿Quiere dejarle un recado?

—Me pidió que viniera antes. ¿Es posible que ya haya llegado?

El sargento soltó un bufido, se levantó y se inclinó sobre el mostrador hacia mí. Retrocedí un paso y percibí un leve olor a whisky en su aliento. El sargento señaló una puerta de vidrio situada al final del pasillo.

—¿Ve esa puerta? Sala de interrogatorios 1. A Jadid le gusta sentarse allí a leer los periódicos cuando no hay nadie. Si no está allí, suba una planta y pregunte por el detective Gomes; él le ayudará.

—Gracias.

El hombre hizo un gesto de asentimiento y volvió a sentarse con otro bufido mientras su vientre se asentaba tembloroso sobre sus muslos.

Llamé con discreción a la puerta de la sala de interrogatorios. Una voz profunda me indicó que pasara, y así lo hice. Sentado en un extremo de una larga mesa metálica había un hombre fornido, de tez olivácea, rizos cortos y ojos negro azabache. Llevaba un traje holgado y arrugado, y estaba leyendo la sección de noticias internacionales del New York Times.

—¿Sargento Jadid?

—El mismo.

—Soy Paul Tomm.

Dejó el periódico, se levantó y se acercó a mí. Me pasaba unos treinta centímetros y con toda probabilidad pesaba treinta kilos más que yo. Poseía la clase de constitución corpulenta de un jugador de fútbol en baja forma, de esos que si los encierras en una cabina telefónica con un oso cabreado salen llevando un abrigo de pieles. En su rostro se pintaba la misma media sonrisa irónica típica de su tío, y poseían la misma tez color té flojo, pero mientras que Anton era pulcro y felino, Joe parecía rebosar de la ropa, y sus facciones poseían la dureza propia de un luchador callejero. Dobló el periódico en cuatro, de forma que le cabía perfectamente en la enorme mano, y con la otra me dio una palmada en el hombro que estuvo a punto de derribarme.

—Soy Joe. Me alegro de conocerte en persona por fin, y también de que hayas llegado tan temprano. Me muero de hambre. ¿Has comido ya o quieres ir a comer algo?

—Aún no he comido.

—Genial. La cantina de aquí acaba contigo, y el Aluminum Room abre más tarde, pero en la esquina hay una cafetería que no está mal. ¿Qué te parece?

—Bien.

—Vale, hacen unas albóndigas pasables. Si ahora me dices que eres uno de esos universitarios vegetarianos, tiro a la basura todo lo que he encontrado hasta ahora y te mando de vuelta a tu pueblo de una patada en el culo.

—No, como de todo.

—¿En serio? Pues no lo parece. Yo sí que como de todo, sobre todo ahora, que me paso la vida aquí sentado sin salir ni hacer ejercicio —se quejó al tiempo que se agarraba la panza y la agitaba de arriba abajo—. Debo de haber engordado un huevo. Pero por otra parte, estás de suerte, porque lo que más tengo ahora mismo es tiempo y un montón de energía inútil.

Era evidente. Una parte de él parecía hallarse en perpetuo movimiento. Cuando cruzamos Patchett Street y enfilamos Bishop, habló sin parar mientras abría y cerraba los puños, pasándose la mano por la cabeza una y otra vez.

—¿Sabes qué más pasa cuando te tiras todo el día sentado? —prosiguió sin apenas abrir la boca en un alarde de exagerada familiaridad—. Las almorranas. Se te saltan las lágrimas, te lo juro. Tengo que levantarme y caminar, porque si me quedo sentado demasiado rato, el culo se me pone a parir.

—Ya…

—Bueno, al tío Abe le caes bien. Eso está bien, porque es mi tío favorito.

—Él dice lo mismo de ti. Que eres su sobrino favorito, quiero decir, no su tío favorito.

—Siempre nos hemos llevado bien. La verdad es que somos una familia grande y unida en términos generales. Los tres hermanos que viven en Wickenden, o sea, el tío Abe, mi padre, Daniel, y el tío Sammy… Luego dos hermanas en Boston, Amira y Claudia, y también un montón de primos y sobrinos, sobre todo ahora que la peña está empezando a procrear. La verdad es que me cuesta recordar todos los nombres. Una familia unida, ya te digo, pero por la razón que sea, el tío Abe y yo siempre nos hemos llevado especialmente bien.

—¿Tienes hijos?

—¿Yo? Qué va; no estoy casado. Este trabajo no es compatible con las relaciones estables, a menos que te cases con alguien que trabaje en lo mismo o con tu primer amor o algo por el estilo. Muchos polis se casan y dejan el cuerpo para trabajar en empresas de seguridad privadas o montar una empresa propia. El compañero que tenía antes lo dejó para abrir un bar con su cuñado en Olneyton. Yo siempre le digo que me marcharé de aquí con los pies por delante.

—¿Te gusta lo que haces? —pregunté.

—Me encanta. Bueno, hay algunas cosas que no me molan, pero en líneas generales no se me ocurre nada que pudiera gustarme más.

Después de subir jadeantes la cuesta durante unos cuantos minutos más, los suficientes para que Joe empezara a sudar y enrojeciera peligrosamente, llegamos a un antro de comida para llevar que ofrecía colesterol puro en cinco idiomas.

—Si quieres un consejo, no pidas nada raro —sugirió Joe, sujetando la puerta para que entrara—. Lo mejor son los bocadillos de albóndigas y los vegetales. Fíjate en el nombre de ese plato: «Carne lo mein» sin especificar de qué carne se trata. Pues ya te haces una idea.

Seguí su consejo, y el bocadillo estaba perfecto. Nada grasiento, con pan italiano fresco, salsa de tomate picante que sabía a tomate, no a ketchup caliente, y mozzarella fundida que sabía a queso, no a pasta de papel. Acompañado de limonada y pepinillos dulces, constituía el almuerzo ideal de Wickenden. Comimos de pie en la barra con vistas panorámicas al aparcamiento.

—Bueno, háblame de la nota —pidió, rociándome el jersey de salsa de tomate al hablar.

—La tengo aquí —repuso mientras sacaba del bolsillo el sobre con el diente y se lo alargaba—. ¿Qué hacemos con esto?

—Se lo daremos al laboratorio para que hagan pruebas de ADN y ver si encuentran alguna coincidencia. Es improbable, pero… —Abrió el sobre, olisqueó y se apartó al instante—. Joder, para quitarle el hambre a cualquiera. Al menos sabemos que procede de alguien que no tenía cepillo de dientes. —Se guardó el sobre en el bolsillo de la camisa azul—. ¿Ha pasado algo más desde que hablé contigo?

—Puede.

Joe abrió más los ojos y arqueó las cejas… bueno, la única ceja, en realidad, que mostraba un pequeño surco sobre la nariz torcida de boxeador.

—Resulta que estoy saliendo con una chica…

—Ya me lo imaginaba. Por eso te conviene comerte la carne. Esta noche cenas un poco de marisco con verdura, y ya estarás preparado para la vida moderna… Perdona, no quería ponerte nervioso. Sigue…

—Vale. ¿Sabes el símbolo del sobre?

—El caduceo.

—Exacto, el caduceo. Pues esta mañana he visto uno en su puerta.

—¿Qué quieres decir? ¿En una nota como esta?

—No, un dibujo en tiza, y no en la puerta en sí, sino junto a ella, en el resquicio donde la puerta se junta con el marco.

—Yaaa. ¿Quién es esa chica?

—Se llama Hannah Rowe y parece ser la única persona de Lincoln que conocía a Jaan. Da clases de música en la escuela privada del pueblo.

—¿Y qué piensas de ella?

La pregunta del millón. ¿Qué pensaba de ella?

—Me gusta, por eso estoy preocupado.

—¿En qué sentido?

—La verdad es que no lo sé —reconocí, encogiéndome de hombros mientras arrugaba el papel encerado del bocadillo— Eso de encontrar el mismo símbolo en el sobre y en su puerta… Me pone nervioso.

Joe lanzó un suspiro pensativo y se deslizó una mano grasienta por el cabello ya grasiento—. Es una manera de verlo, supongo. Pero ¿hasta qué punto la conoces?

—No sé, la verdad es que no mucho. Solo hemos salido juntos un par de veces, pero me da buena espina.

Me miró con expresión compasiva, las cejas enarcadas y los labios apretados.

—Yaaa…, así que ni te planteas la posibilidad de que ella te enviara la nota, ¿no? ¿O de que conozca a quien te la envió? ¿O de que el caduceo de su puerta signifique otra cosa que el de tu sobre? ¿No crees que fuera ella quien te dejó la nota?

—¿Quién, Hannah? ¿Acaso crees que se dedica a arrancar dientes en sus ratos libres? Por supuesto que no. Además, ¿de dónde iba a sacar un diente como ese? Ella los tenía todos cuando la vi, y no es dentista.

—Ya, pero… Me voy a quedar esto. Tú hazme un favor y ten cuidado con lo que le cuentas. Es algo que he heredado de mi madre judía, ¿sabes?

Me propinó un codazo en las costillas que me hizo sonreír a mi pesar. ¿Qué otra cosa puedes hacer cuando un poli tamaño armario ropero te habla de su madre judía?

—Sé que te gusta, pero como te dije anoche, creo que quizá te estés enfrentando a unos tipos muy, muy malos. Gomes y yo te enseñaremos lo que tenemos, pero lo mires como lo mires, no creo que ese tipo fuera solo un anciano entrañable y despistado. Aquí pasa algo más, y si solo has salido con ella un par de veces, en mi opinión no la conoces lo suficiente. A ver, seguro que es guapa, ¿no?

—Pues sí.

—Y dulce, inteligente, y le gustan los tipos sensibles como tú, ¿eh?

Asentí sin decir nada y con las orejas ardiendo.

Joe apuró su limonada, arrugó el vaso de papel y lo lanzó en tiro libre a la espigada papelera del rincón.

—Solo te digo que vayas con cuidado. No me gustaría que le pasara nada a un amigo de Abe mientras estoy de servicio.

Jadid arrojó el bocadillo en un lanzamiento bajo a un hombre de aspecto atildado, traje bien cortado y tan planchado como arrugado estaba el de Joe, cabeza rapada, gafas de montura redonda dorada y piel color caoba que estaba sentado al escritorio contiguo al suyo.

—¿Qué me has traído? —preguntó, mirando a Joe por encima de las gafas.

Yo no sabía si se refería a mí o al bocadillo.

—Panecillo de pavo con mostaza y sin mayonesa, una de esas cosas bajas en calorías que siempre pides. Les dije que te pusieran extra de tofu y muesli. Va acompañado de germen de trigo y zumo de hierbas.

El hombre sonrió y cogió una botella de agua que tenía sobre la mesa.

—Ríete de mí si quieres, Gordo, pero cuando tengamos cincuenta años iré a verte al hospital cuando vuelva a casa de jugar al fútbol.

Joe arrastró una silla desde otro escritorio vacío.

—No le hagas caso —aconsejó mientras me indicaba que tomara asiento—. Es que todavía no se ha tomado la jalea real.

El detective bien vestido sonrió y levantó el dedo medio en un gesto obsceno.

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