Me resulta más fácil decir esto en pasiva. Por si sirve de algo a estas alturas, considero que Paul fue brutalmente utilizado por mí. Era, y espero que siga siendo, un chico muy dulce, pero un chico a fin de cuentas, de veintipocos años, una edad a la que la vida de la mayoría de la gente aún no se ha tornado interesante, una edad a la que su personalidad apenas empieza a profundizarse, a adquirir volumen.
Cuando nos conocimos, yo acababa de ayudar a un hombre a matar a otro. Había ayudado a un persuasivo desconocido a matar a un hombre que, en todos los aspectos cotidianos, había estado a mi cargo durante casi un año entero. Me sentía culpable, baja de moral, avergonzada y asustada, y de repente aquel joven surgió literalmente de la nada, deseoso de hablar conmigo, de prestarme atención. Fue halagador. Me encontraba mucho más atractiva de lo que yo me consideraba a mí misma, lo cual también resultaba halagador. Necesitaba que me prestaran atención, que me hicieran sentir que no estaba condenada ni era horrible. Quería la certeza espiritual de que mis acciones no me convertían en una persona no apta para vivir en sociedad, pero también necesitaba que me abrazaran y me tranquilizaran. Eso es lo que Paul significó para mí, una suerte de muleta temporal. Me gustaría poder disculparme ante él, pero por el tono de su carta, dudo que me escuchara. En cualquier caso, sin duda acabará superándolo. Como decía el poeta, las personas mueren y los gusanos devoran sus cadáveres, pero nunca por amor.
Aunque sí por codicia, un pecado que cuenta con muchos cadáveres en su haber. Le dije a Paul que Jaan había llevado una vida sencilla, y es cierto, al menos desde la perspectiva que habría guiado a Paul Tomm hace tan solo una semana. Llevaba ropa vieja, conducía una cafetera oxidada y vivía en una casa pequeña llena de libros, polvo y prácticamente nada más.
Aparte de mí, la única persona con la que tenía contacto era un camarero a varios pueblos de distancia, un camarero cuya codicia no solo igualaba sino que también inspiró la de Jaan, según me dijo Tonu. Tonu también me explicó que el tal Edouard era contrabandista en Rusia durante el régimen soviético, y que lo habían llevado a Connecticut para ayudar a Jaan a entrar las piezas de la biblioteca en el país. Por supuesto, en cuanto comprobó que era mucho más fácil dedicarse al contrabando en un pueblo de Connecticut que en Moscú, amplió la empresa, empezó a trabajar para clientes ricos y hablaba sin parar de la cantidad de dinero que tenía y la infinidad de oportunidades que su nueva vida le brindaba. Sus comentarios dispararon la imaginación de Jaan y también le desataron la lengua. Empezó a beber con Edouard mientras imaginaba y hablaba. Comenzaron a surgir rumores. La Tabula Smaragdina había aparecido, y su poder estaba en venta. Algunos colegas de Tonu hicieron indagaciones bajo identidades falsas, creyendo que la Tabla había vuelto a ponerse de moda gracias a los esfuerzos de algún estafador por sacarle la pasta a unos cuantos idiotas, pero para su sorpresa, sus pesquisas los condujeron hasta Jaan.
Lo que Tonu había afirmado respecto a Jaan y sus intenciones era cierto, pero lo había dicho en futuro condicional y era muy eficiente a la hora de hacer lo que debía hacerse, de modo que resultaba imposible comprobar si era cierto, al menos para Paul. Pero lo cierto es que Jaan nunca metió mano a Paul, que nunca le agradeció las cenas que le preparaba mirándolo con lascivia, que nunca le preguntó por películas pornográficas. Paul nunca había tenido que soportar una velada entera de conversación consistente tan solo en frases de doble sentido y preguntas obscenas sobre dinero y prostitución. Por supuesto, nada de todo aquello justificaba su asesinato. En retrospectiva pienso que tal vez debería haber sido menos indulgente con él, pero desde el día en que lo conocí, desde el día en que llamé a su puerta para presentarme y encontré a aquel anciano desaliñado y distraído fumando su pipa en un sofá gastado en una casa que olía a polvo y olvido, me dio lástima. Cuantas más libertades se tomaba conmigo, cuanto más grosero se volvía, más lástima me daba. Supongo que me recordaba al peleón y untuoso de mi padre, repudiado por su familia por ser demasiado desagradable, viviendo solo y al borde del soponcio cada vez que pensaba en sus parientes. En nosotros. Por la razón que fuera, la lascivia de Jaan me parecía una cruz que debía sobrellevar.
Tonu me hizo ver que dichos rasgos indicaban en realidad la propensión de Jaan a hacer el mal. Aprendí tanto de Tonu, me enseñó tanto sobre el mundo y la gente… Cosas prácticas y poco prácticas, evidentes y esotéricas. Y a todas luces, yo le gustaba. No de un modo sexual, pues parecía carecer de apetitos sexuales, sino con respeto hacia mi fe y mi inteligencia. Así pues, un día, después de hacer la compra para Jaan, me quedé a prepararle una sopa y a comerme un plato con él mientras me hablaba sobre los hijos de puta a los que había conocido, personas que, sin merecerlo, habían llegado mucho más lejos que él, y sobre el hecho de que nadie entendía el mundo salvo él. Yo había llevado una botella de brandy, que nos bebimos; es decir, él se la bebió casi toda. Cuando empezó a entrarle sueño, vertí el resto de la sopa en el jardín trasero, fregué los platos y me marché. Lo único que tenía que hacer era dejar la puerta principal abierta, cosa que hice.
Pero supongo que me embargaba el sentimiento de culpabilidad, porque aquella noche no pude pegar ojo. Ni tampoco la noche siguiente. Intenté olvidar el asunto, intenté rezar, pero el recuerdo me corroía. Así que caminé hasta la cabina que hay delante de la tienda de Arliss y llamé a la policía de New Kendal para decirles que Jaan había muerto. Luego volví a casa, me acosté, cerré los ojos al mundo y me dormí.
No sé qué habría ocurrido si no hubiera dicho nada. Tonu creía que Jaan escondía la Tabla en su despacho de Wickenden, de modo que tras acabar aquella noche en Lincoln, se fue para allá. Pero la Tabla estaba en Lincoln. Cuando volvió ya era casi de día, y quería esperar hasta la noche, o mejor dicho hasta la madrugada, para volver a entrar en casa de Jaan. Por desgracia, por entonces yo ya había dado parte de su muerte, y la policía de Lincoln ya estaba allí. La sospecha de Joe Jadid de que la policía local nunca patrullaba la zona de noche era falsa, porque sí lo hacían, de forma irregular además. A veces, el agente detenía el coche y alumbraba con la linterna el interior de la casa a través de las ventanas. De haber podido, Tonu habría esperado a que perdiera el interés, pero entonces Paul empezó a investigar, otros policías intervinieron en el asunto y se puso de manifiesto, de un modo claro e irónico a la vez, según Tonu, que no había tiempo que perder. Por ello incendiamos una parte de mi casa, llamamos a la policía local y cuando los vimos entrar en mi casa, entramos en la de Jaan y terminamos el trabajo.
La única cosa inesperada que me ha sucedido en todo este episodio es que Tonu percibió que yo seguía hecha un lío y muy apenada. Me propuso ocupar el lugar de Jaan como guardiana de la Tabla. Afirmó que yo comprendía la santidad de toda vida sobre la tierra, pero que también entendía que a veces es necesario segar alguna vida. Me dijo que mi dolor era señal de la bondad que me caracterizaba. Me brindó la oportunidad de pertenecer a algo que iba más allá de mí misma, la posibilidad de consagrar mi vida a algo más importante de lo que jamás podría haber imaginado.
Y por todo ello, ahora me encuentro aquí. «Aquí» es una ciudad que usted, lector, probablemente no habrá visitado nunca, pero aún no veo motivo alguno para revelar su nombre. Y aquí es donde esperaré a Tonu. Y aquí es donde Hannah Rowe desaparecerá. Habrá llegado a la ciudad tras una ardua semana. Habrá venido en busca de paz e introspección. La ciudad está rodeada de montañas boscosas surcadas de senderos. Tal vez sufrirá un accidente en una tortuosa pista de montaña situada en lo alto de una cañada. Tal vez una noche saldrá de un bar con un desconocido para no regresar jamás al hotel. Quizá se esfume sin más, como a veces sucede. Envidio a Huckelberry Finn el placer de atender a su propio funeral, pero lo mejor es cortar por lo sano. En ocasiones me pregunto si hice bien, y a veces me asalta una sensación de duda, de reproche. Pero al poco se me pasa. No es más que una sensación, y se me acaba pasando.
En esta como en cualquier otra empresa de altura que emprenda mi agradecimiento va en primer lugar para Zachary, Sally, Benjamin y Rebecca Fasman, por su apoyo e inspiración. Si bien este libro se inspira en demasiados libros como para mencionarnos a todos, sí debo dictar A Dictionary for Alchemical Imagery, de Lindy Abraham, como fuente muy especial. Gracias a Peter Jonson, Sylvia Sellers-García y John Williams por leer y mejorar mis primeros borradores, y también a Mildred Newmark, mi tía abuela, que con su ojo de águila descubrió varios errores que de no ser por ella se me habrían escapado.
Jim Rutman y Meredith Blum son los principales responsables de que este libro esté en manos de los lectores, en lugar de seguir siendo un manuscrito guardado en el fondo del cajón de los calcetines. Explicar aunque solo fuese en parte lo que significó su apoyo sería muy largo, así que mi profundo agradecimiento a Jim por su sinceridad, a Meredith por su sensibilidad editorial y a ambos por su entusiasmo, fe, diligencia e ingenio.
Gracias, también, a todos los de Penguin a ambos lados del charco: Ann Godoff, Simon Prosser, Sophie Fels, Liza Darnton, Juliette Mitchell, Bruce Giffords y Maureen Sugden. No podía pedir mejor apoyo editorial.
El Moscow Times de Moscú me dio un hogar mucho antes de que me lo mereciera; gracias y mi profundo respeto a toda la redacción, en particular a Lynn Berry, Sunny Bosco, y Joy Ziegeweid.
También en Moscú, tuve la increíble buena suerte de conocer a Jeffrey Tayler, que me aclaró muchísimas cosas de Rusia que de otra manera hubiesen quedado a oscuras. Su generosidad, afecto, curiosidad, valentía y humor seguirán siendo un modelo para mí mientras continúe escribiendo y viajando.
Por último, una nota para mi yo futuro: si tu hijo, dos meses después de conocer a una chica, te dice que se marcha a una isla diminuta sin electricidad, agua corriente, o forma de dejarla. Y que además lo hace con la chica, el hermano, los padres, los primos, las tías y los tíos, no te espantes. Puede que salga bien. Muchas gracias a George y Paula Krimsky por asegurarse de que saldría bien, y por sus innumerables actos de bondad, grandes y pequeños. Pero, por encima de todo, gracias por haber criado a una hija extraordinaria, porque sin ella nunca hubiese ido a Rusia o escrito este libro. La biblioteca del cartógrafo es para Alissa. Yo también.