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Authors: Jon Fasman

Tags: #Historico, Intriga

La biblioteca del cartógrafo (48 page)

BOOK: La biblioteca del cartógrafo
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Por el rabillo del ojo vi que tenía el puño hecho una porquería, sobre todo alrededor de los nudillos, que suponía habían chocado contra sus dientes. Me alegra decir que él estaba mucho peor. Tenía la barba aplastada, empapada y negruzca por la sangre, la nariz deformada como la de un cerdo, y cada vez que respiraba, de las fosas nasales brotaba más sangre y mucosidad. Amagué otro puñetazo, y cuando él se encogió, acobardado, le escupí.

Por fin le solté el cuello y cogí el arma. A través de la puerta del baño vi una toalla de lavabo y de repente recordé que soy la clase de tipo que ofrece una toalla de lavabo a un anciano desconocido, que soy la clase de tipo que se la ofrece aunque sea su propia toalla, que incluso soy la clase de tipo que primero moja la toalla con agua sin tener en cuenta lo que le haya hecho el ensangrentado desconocido ni pensar que luego tendrá que tirar la susodicha toalla a la basura.

Al cabo de un rato, no sé cuánto, tal vez treinta segundos o media hora, estábamos sentados frente a frente, pasado ya el subidón de adrenalina, y Tonu dijo algo que no alcancé a comprender. Le pedí que me lo repitiera y para divertirme lo apunté con el arma. Y realmente fue divertido.

—Durak —farfulló con voz pastosa, casi ininteligible, a pesar de lo cual sus ojos seguían brillando astutos—. Durak. En ruso significa idiota o estúpido. Pero también se dice cuando presencias un acto de buena suerte pura y dura, como colar una bola de billar con los ojos cerrados, por ejemplo, o ser el único superviviente de un choque de trenes. —Se llevó la toalla a la nariz con una mueca de dolor—. O lo que acaba de hacer. Su puntería. Durak.

—¿Y cómo lo sabe? A lo mejor siempre tengo esta puntería —repliqué, cerciorándome de que lo estaba apuntando con el extremo correcto del arma.

Lanzó una risita débil, más bien una serie de graznidos.

—¿Ah, sí? Entonces ¿cómo es que todavía le tiemblan las manos? ¿Cómo es que parece más asustado que yo?

Levanté el arma para apuntarle a la cabeza.

—¿Cree que tengo miedo?

—¿De usar eso? —Hizo una pausa como si en verdad lo estuviera meditando—. No. Para serle sincero, no lo creo, al menos de momento. Pero sé que no es usted un luchador ni un asesino.

—¿Y cómo lo sabe?

—Porque yo sí lo soy. Un asesino, quiero decir, y muy bueno, por cierto. —Escupió otro gargajo rojo y amarillo en mi toalla—. Lo que acaba de hacer ha sido la consecuencia directa de mi exceso de seguridad en mí mismo.

—¿Ha venido a matarme?

—Bueno, sí. ¿Me da otra toalla, por favor?

—No. ¿Ha venido a matarme?

—Por favor —gimoteó en tono casi conciliador—. Esta toalla está empapada. Y un poco de brandy, si tiene.

—Nada de brandy. Y si quiere limpiarse, use el abrigo. Así que ha venido a matarme.

—Sí, y si me da un poco de brandy, le prometo que me iré sin matarlo y no volveré jamás. Se lo prometo.

—Se irá sin matarme le dé el brandy o no. Yo tengo el arma.

—Cierto, tiene el arma y me iré sin matarlo. Tiene razón, bravo. Veo que empieza a acostumbrarse a esto de la violencia. Pero si no me mata, lo más probable es que vuelva aunque solo sea por vengarme de sus pésimos modales. ¿Dónde se ha visto negarle una copa a un anciano?

Me miraba casi sonriendo y con las manos levantadas en ademán de derrota.

—Mi negocio depende de la confianza, como el suyo —señaló—. Si habla con una persona en nombre del periódico, por pequeño e insignificante que sea, y le promete no citar su nombre, ¿cumple su promesa? Sí, porque tiene que pensar en su reputación. Pues a mí me pasa lo mismo. Si prometo no volver jamás, no vuelvo. Además, me he replanteado la necesidad de su muerte inmediata y creo que su muerte futura servirá. Si me sirve una generosa ración de brandy, le explicaré por qué.

Señalé con el arma el estante inferior de la librería, donde guardaba el whisky, media botella de Beam Black.

—No tengo brandy, solo eso. Pero sírvase; iré a buscarle otra toalla.

Desenroscó el tapón con dedos torpes y bebió a morro. Yo me levanté y entré en el baño sin dejar de apuntarlo, pero Tonu parecía más interesado en pulirse mi whisky que en perseguirme. Saqué otra toalla del armario y abrí el grifo, pero en lugar de mojar la toalla allí, la sumergí en el retrete antes de dársela. Al verlo restregarse con ella la masa sanguinolenta en que se había convertido su rostro, le deseé una buena infección.

—¿Quién es usted y quién lo ha enviado a matarme? —pregunté.

Tonu bebió otro trago de la botella.

—En cuanto a la primera pregunta, mi nombre no significaría nada para usted, aunque puedo asegurarle que no me llamo Tonu. Me dedico a encontrar cosas, a devolver cosas a su lugar y a deshacerme de las personas que se las han llevado. Con respecto a usted… bueno, por lo general me gustan los finales limpios, pero como le decía, creo que podemos alcanzar ese objetivo sin recurrir a más violencia. En cuanto a quién me envía, creo que deberíamos empezar por el principio.

Volvió a encender la pipa y me miró como un profesor a punto de regañar a un alumno que le resulta divertido aunque sabe que no debería ser así.

—Es usted mucho más valiente y tenaz de lo que había… bueno, de lo que todos habíamos esperado. Imagino que también usted está sorprendido —comentó antes de llevarse la toalla a los labios ennegrecidos por la sangre coagulada.

—Puede, pero no sé si debo sentirme ofendido o complacido.

El anciano lanzó una carcajada.

—Ni lo uno ni lo otro, la verdad. Es una mera constatación.

—¿Basada en qué?

—Joven estadounidense, privilegiado, culto, blandengue, quizá, ¿y esforzándose tanto para un periódico con apenas unos centenares de lectores? Al principio creímos que acabaría aburriéndose de la investigación y llegando a la misma conclusión que cualquier otra persona normal, es decir, que un anciano había muerto solo. Luego consideramos que clavarle un diente podrido en la puerta lo asustaría, y más tarde, que…

—Así que fueron ustedes. Pero ¿quiénes son ustedes? ¿Y de quién era el diente?

Tonu se detuvo con la botella a medio camino de su boca, volvió la mirada al techo como si esperara una respuesta y por fin se encogió de hombros.

—El diente pertenecía a un conocido nuestro bastante entrometido y codicioso. En cuanto a quienes somos, le diré que he escuchado la expresión «hacer la obra de Dios» en varias ocasiones desde mi llegada a América. ¿Le resulta familiar?

—Claro.

—Bueno, pues eso es lo que hacemos, la obra de Dios.

—¿Y eso qué significa?

—¿Qué cree que significa?

—Lo que creo es que estoy harto —repliqué, apuntándole a la cabeza— y que no he descartado aún la idea de dispararle.

—Lo cierto es que la ha descartado hace rato —rió Tonu—. Pero en fin, hacer la obra de Dios, tal como yo lo entiendo, significa hacer cosas que merezcan la aprobación de Dios, ¿verdad?

—Sí.

—Obras de caridad, ministerio. A veces se emplea la expresión con cierta ironía, pero en términos generales es lo que significa, ¿no?

—Acabo de decirle que sí.

—Hacer la obra de Dios significa trabajar para Dios, trabajar junto a Dios.

—Sí, ¿y?

—Pues eso es lo que hacemos, solo que en lugar de trabajar para Dios, hacemos la obra de Dios —puntualizó antes de tomar otro trago de whisky.

Calculé que quedarían tres tragos en la botella.

—Ah, claro —exclamé con una carcajada—, eso lo explica todo, gracias. —El hombre no esbozó siquiera una sonrisa comprensiva—. Imposible —continué—. Eso es una blasfemia. Además, ¿por qué iba…?

—¿Una blasfemia? Sin lugar a dudas. ¿Imposible? Imposible, imposible… ¿Sabe una cosa? Ya no sé qué significa esa palabra —bromeó—. No, imposible no.

Cogió la pelota que le había arrojado y que ahora estaba en el suelo junto a él. Había una mancha de sangre entre las costuras, probablemente el punto que se había estrellado contra su nariz. Pensé que iba a guardársela o a lanzármela.

—Deje la pelota —ordené.

—¿Qué? Un poco paranoico, ¿no le parece? Ya le he dicho que no tiene nada que temer. Solamente quería comprobar…

—¿Quiere hacer el favor de dejarla? Pásemela rodando.

Esperó unos segundos, se encogió de hombros, sonrió y me la pasó.

—¿Sabe lo que es la alquimia? —inquirió, volviendo el cuerpo hacia mí.

Me volví hacia él. Tal vez habría dado un respingo de sorpresa de no estar tan agotado. Habría dado mis colmillos, que se encontraban y aún se hallan, por cierto, en excelente estado, por ver a Anton Jadid entrar en aquel momento por la puerta. Necesitaba ayuda.

—No… Quiero decir, he oído hablar de ella, claro. Algo que ver con la Edad Media.

Contemplé la posibilidad de hablarle de lo que habían encontrado los Jadid, pero decidí que prefería oírlo de sus labios.

—Pues yo diría que sabe algo más que eso.

—La verdad es que no.

—¿No? ¿Nada? ¿No encontraron usted, su amigo el policía y el erudito profesor nada en el despacho de Jaan que les diera alguna pista?

Guardé silencio con la esperanza de que mi expresión no revelara nada, pero siempre he sido un jugador de póquer mediocre.

—¿En serio? Vaya, vaya. No puedo obligarlo a decir nada que no quiera decir, al menos de momento. Explicar en qué consiste la alquimia es tan difícil, exactamente tan difícil, de hecho, como explicar en qué consiste el mundo. —Se acarició la cabeza con aire pensativo, pero las manos le quedaron manchadas de sangre, por lo que se las limpió en mi sofá con cara de asco—. La explicación concisa es que la alquimia es el estudio, la ciencia y el proceso de la transmutación. La transmutación deliberada de cualquier cosa en cualquier otra cosa.

Se reclinó en la butaca como si eso lo explicara todo y bebió otros dos tragos de whisky.

—¿Como plomo en oro, por ejemplo? —inquirí con el rostro lo más inexpresivo posible.

Rió con cierta condescendencia.

—Bueno, sí, por ejemplo. Nadie esperaba que ese logro en particular hiciera tanto furor. Pero durante siglos, todo farsante ambicioso y codicioso que sabía leer montaba un chiringuito de «alquimista». Jóvenes dilapidaban fortunas familiares, reyes y príncipes mancillaban su reputación, dramaturgos y poetas se reían de nosotros, pero cuando usted…

—Perdón, pero ¿«nosotros»?

—Sí, nosotros, lo cual me incluye a mí y a su difunto vecino. Los alquimistas, como se denominan a sí mismos, pero nosotros no, y me refiero ahora a las figuras de la historia popular y los idiotas que existen aún ahora en tiendas cochambrosas, rodeados de cristales y amuletos cubiertos de símbolos inescrutables… Pues bien, los alquimistas siempre han creído que podían avanzar trastabillando mediante el método de ensayo y error para alcanzar al fin su objetivo. El objetivo en sí cambia según la época. Por ejemplo, en la actualidad nadie se dedica al estudio de la alquimia para hacerse rico, mientras que antaño esa era la única razón para emprender tan ardua empresa. Los objetivos de hoy son la «iluminación», el «conocimiento cósmico», la «armonía» u otras tonterías por el estilo. Pero también estos acabarán dando lugar a otros. Sea cual sea el curso que sigan, supongo que en teoría existe la posibilidad de que uno de estos idiotas avance algún pasito a ciegas, pero dicha posibilidad es mucho más remota que, por ejemplo, lo típico del mono que se sienta ante el ordenador y tecleando, tecleando acaba escribiendo Hamlet. Nadie tiene tiempo ni paciencia ilimitados, y siempre albergan la gran esperanza de que están a un pasito, de que el éxito los aguarda a la vuelta de la esquina si reafirman su fe y hacen un pequeño esfuerzo adicional. Y ahora —dijo Tonu o como quiera que se llamara—, ¿por qué no me habla de lo que encontraron en el despacho y la casa de Jaan?

—Encontramos muchas cosas en ambos lugares. Libros, papeles, moquetas, polvo, mucho polvo, cerraduras sofisticadas…

—Sí, cerraduras. Y también cajas fuertes, ¿verdad?

—Sí, también cajas fuertes, pero no…

—Y en ambas encontraron un polvo verde brillante, ¿verdad?

Guardé silencio.

—Y su amigo el erudito profesor sabía de dónde procedía ese polvo.

Pronunció aquella frase con una leve elevación final, de modo que quedó a caballo entre la afirmación y la pregunta.

—Lo que encontraron —prosiguió— es polvo de un libro de instrucciones para la vida, un manual que nos explica cómo ser nuestros propios dioses en miniatura. Explica…

—Lo que encontramos —atajé— fueron vestigios de una enorme y valiosísima gema. También descubrimos que Jaan tenía contactos más que circunstanciales con ladrones de joyas.

—El robo no tiene nada que ver con lo que nos ocupa. Lo que encontraron es mucho más valioso de lo que puede alcanzar a imaginar. ¿Sabe dónde se descubrió la Tabula Smaragdina, por ejemplo?

—No.

—Contra el pecho de Abraham, que yacía muerto en su cueva. La encontró Sara. Sin duda sabrá lo que dice la Tabla.

—El profesor Jadid me leyó una traducción, pero la verdad es que no recuerdo muy bien el texto; no tenía sentido para mí—confesé, concluyendo que era absurdo seguir haciéndome el tonto.

—No me extraña; es lo que suele suceder con las malas traducciones. Asimismo, lo que le leyó, lo que afirman explicar todas las traducciones oficiales y los millones de interpretaciones estúpidas de la Tabla no es más que el preámbulo.

—¿De qué lengua está traducido?

—¿El preámbulo? Del arameo. Pero el contenido de la Tabla está escrito en una lengua en desuso desde hace muchísimo tiempo, desaparecida incluso de la memoria humana. Tal vez un experto en lenguas semíticas inusualmente avispado fuera capaz de entender algunas palabras sueltas, pero el significado se le escaparía.

—¿Y a usted no?

—No, pero es que a mí me enseñaron esa lengua, y yo se la he enseñado a otras personas. Unos cuantos la empleamos para comunicarnos y la protegemos con mucho cuidado.

—¿Y Jaan formaba parte de ese grupo?

—Sí. Siempre tuvo facilidad para los idiomas. Pero existe una razón más importante por la que el cuerpo principal de la Tabla nunca se ha traducido.

Se detuvo y me miró. Por extraña que fuera la historia, la narraba con maestría; sabía cómo cautivar a su público, dónde insertar detalles oscuros, cómo sonsacarme información que no quería divulgar…

—La razón es que nadie lo ha visto jamás —anunció con una sonrisa que confería a su boca aspecto de anguila ensangrentada.

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