La biblioteca del cartógrafo (49 page)

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Authors: Jon Fasman

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: La biblioteca del cartógrafo
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Bebió otro trago de whisky; ya solo quedaba uno.

—Cuando Sara encontró la Tabla, Abraham la sujetaba contra el pecho —prosiguió al tiempo que rodeaba la botella con los brazos y se la oprimía contra el pecho con una sonrisa asomada a la barba aplastada y aspecto de indigente—. ¿Qué le parece?

—¿El qué? —pregunté, aferrando el arma con más fuerza.

Suspiró y puso los ojos en blanco.

—¿Qué pone en el dorso de la botella?

—No lo sé.

—¿Por qué no?

—Pues porque no me dedico a leer las etiquetas del dorso de las botellas de whisky y porque no puedo ver a través de la botella.

—Exacto. La razón por la que sabe lo que dice el preámbulo es que otro israelí debió de acompañar a Sara a la cueva y anotar lo que aparecía en aquel extraño objeto verde que su amigo muerto sostenía entre los brazos. Pero la Tabla tenía un reverso, el lado que Abraham oprimía contra su pecho, y esa es la cara que nunca se ha visto.

—¿Me está diciendo que esa valiosísima piedra, ese regalo que Dios o quien fuera hizo a Abraham y que según Jadid es tan famoso, solo la conocemos a medias porque nadie se molestó en mirar el reverso?

—Exacto —exclamó con una risita—. Qué absurdo, ¿verdad? Sencillo y evidente. Con toda probabilidad, no es que no se le ocurriera a nadie mirar debajo. Los israelíes eran tan curiosos como usted. Seguramente no tenían tantos periodistas para alimentar esa curiosidad, pero en fin… En cualquier caso, después de que Sara descubriera la Tabla, esta desapareció del mapa. Sara sabía qué era, o lo que es más probable, un rabino sabía lo que era y que se imponía mantenerla en secreto. No podía destruirla, por supuesto, y fuera quien fuese, tampoco podía protegerla por sí solo. Nadie puede hacerlo. Así pues, lo más probable es que eligiera a algunas personas allegadas en las que confiaba y entre todos empezaron a proteger la Tabla. No solo la protegían con su vida, sino que, con ayuda de la Tabla, alargaron sus vidas a fin de protegerla. Y desde entonces, la Tabla es un rumor. Un rumor inspirador, sin duda, pero también lo eran la Fuente de la Eterna Juventud, El Dorado, la ciudad perdida de Atlántida, la Cámara de los Leones Verdes… La existencia de la Tabla carecía de importancia siempre y cuando no la viera nadie salvo quienes querían mantenerla oculta.

—¿Qué quiere decir con eso de que alargaron sus vidas?

—¿Acaso no me ha estado escuchando? La alquimia es la ciencia de la transmutación. Piedras en diamantes, o dinero, o patos, u otras piedras. Lo que sea. Un cuerpo anciano en el de un joven, por ejemplo. O en mi caso, un rostro dañado en otro sano. Estaría más enfadado si creyera que mis heridas no tienen solución. Pero a lo que íbamos… La Tabla aparecía y desaparecía de escena. Cada pocas décadas, alguien afirmaba haberla «comprendido» por fin. Pero ahora, sobre todo en este país, la Tabla se ha tornado tan misteriosa que ni siquiera sus supuestos adeptos y descubridores llaman la atención. Cada tantos años aparece un libro o un documental televisivo sobre la Atlántida, y los niños aprenden que El Dorado atrajo a exploradores españoles al Nuevo Mundo. Pero por alguna razón, la Tabla se convirtió en el eco de la sombra del rumor de una reliquia. Y así habría seguido si su actual guardián no se hubiera aburrido y no hubiera empezado a codiciar bienes materiales.

—¿Jaan?

—Por supuesto. Supongo que una de las cosas que encontraron en su despacho era un itinerario. Un itinerario bastante aventurero, ¿verdad?

Asentí con la cabeza.

—Mire, no todo el mundo es cínico. De hecho, el mundo está lleno de personas que saben qué es la Tabla y están dispuestas a pagar cantidades exorbitantes de dinero por su influencia.

—Pero si la Tabla es capaz de hacer lo que usted afirma, ¿no habría podido Jaan convertir briznas de hierba o ceniza o algo parecido en dinero?

El hombre lanzó otro suspiro. A su espalda, la luz lechosa y plateada del alba empezaba a filtrarse por entre las cortinas.

—Jaan había cambiado, se había vuelto mesiánico, paranoico. No es la primera vez que ocurre y sin duda no será la última, a pesar de nuestros esfuerzos. A fin de cuentas, el hecho de sobrevivir durante siglos a cuantas personas conoces por fuerza ha de tener algún impacto psicológico. Jaan quería cambiar el curso de la historia. Se hartó de ver a hombres de menor calado alcanzar la gloria terrena mientras él, guardián y poseedor de un tesoro capaz de reducir a polvo a cualquiera, vivía en el más absoluto anonimato. Perdió de vista su misión, perdió la fe, perdió…

Su voz se apagó con tristeza. Se restregó los ojos, mascullando entre dientes como un coche exhausto.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —inquirí con más timidez de la que pretendía mostrar—. Si fue hallada en manos de Abraham, ¿cómo llegó hasta usted? ¿Cómo fue a parar a Estonia?

—Por accidente, tal vez, o quizá fuera obra de la providencia. Quizá no exista diferencia alguna entre ambas opciones que la narrativa que imponemos a los acontecimientos. En cualquier caso, uno de los primeros guardianes de la Tabla, aunque digo «primeros» para no confundirlo más, ya que en realidad vivió muchos siglos después de que la Tabla fuera escondida, era un bibliotecario de Bagdad que se convirtió en geógrafo de la corte siciliana, a la sazón musulmana, por supuesto. También a él lo embargó una especie de fiebre viajera, un ansia de gloria terrena, como le sucedió a nuestro reciente guardián. Quería trazar un mapa del mundo (estamos hablando del siglo XII) y acabó naufragando en un poblacho gélido y remoto lleno de paganos. Por supuesto, sobrevivió, pues todos sobrevivimos tanto tiempo como deseamos, pero acabó cansándose. Nombró a nuevos guardianes para que lo sucedieran y acabó con su vida, dejando la Tabla tan lejos del centro del mundo como le fue posible, en un lugar seguro.

—¿Y allí se quedó?

—Y allí se quedó.

—¿Por qué la trasladó?

—Sí, ¿por qué? —repitió Tonu, estirando piernas y brazos ante sí—. Supongo que nos permitimos convencernos a nosotros mismos de que los cambios acaecidos en aquella parte del mundo significaban que la Tabla ya no estaba a salvo allí, y de que la indiferencia generalizada que este país muestra hacia la historia lo convertían en un lugar idóneo. —Se golpeó los muslos y apuró el whisky—. Pero estaba equivocado, y un botánico especialmente desagradable del que hice caso omiso y al que más tarde desmembré tenía razón, aunque ahora todo está resuelto. Evidentemente, teniendo en cuenta lo que acabo de contarle, no regresaremos a Estonia. Sin embargo, el mundo está lleno de parajes aislados en países ignotos donde podremos comprar la seguridad que necesitamos.

—¿Cuántos son «nosotros»?

—Oh, no muchos —repuso al tiempo que volvía a enjugarse la barba con la toalla.

Ya se había limpiado casi toda la sangre del rostro, y salvo un hilillo que le brotaba de la nariz y un pequeño corte en el labio superior, sus heridas habían dejado de sangrar. Señaló los anillos de humedad dejados por las tazas, las latas de cerveza vacías y las botellas de agua que cubrían la mesilla baja.

—Veo que comparte la indiferencia de mi difunto compañero por la limpieza. Pero respondiendo a su pregunta, no, no somos muchos.

—¿Uno por país?

—Por favor —dijo, sonriendo.

—¿Cien? ¿Doscientos?

—¿Tiene intención de escribir un articulito sobre nosotros?

—me pinchó.

—¿Por qué no? Siempre he querido probar suerte con la ficción.

—Le aseguro que esto no es ficción —rió—, y de todos modos…

—¿Algo de lo que me ha contado es verificable? Es una historia apasionante y usted, un narrador excelente, pero estoy seguro de que aún es mejor ladrón de joyas, como Jaan o como quiera que se llamara.

—Y de todos modos —prosiguió alzando la voz, aunque no con enfado, sino más bien en tono risueño—, no creo que haya tenido en cuenta su situación. Ni la suya ni la de su amiga, la señorita Rowe.

Oírle mencionar a Hannah me hizo caer en la silla como si acabaran de asestarme un puñetazo en el estómago. En retrospectiva no entiendo por qué no lo había esperado.

—¿Qué tiene que ver ella con todo esto? —pregunté cauteloso, como si temiera volcar algo.

—Absolutamente todo —exclamó Tonu, golpeando la mesa con la palma de la mano para recalcar sus palabras—. No habríamos podido hacer lo que hemos hecho sin ella, se lo aseguro. Imagino que en sus pesquisas tan tenaces habrá averiguado los encontronazos de Jaan con la ley y su relación (que nosotros también cultivamos ahora) con Vernum Sickle. Jaan vivió los últimos años asustado de nosotros, disparando su arma por la ventana, comprando cerraduras más adecuadas para una cámara acorazada que para el hogar de un profesor… Tuvo suerte de no suscitar más sospechas de las que suscitó; de hecho, todos somos afortunados por ello. ¿Cree que Jaan nos habría dado la bienvenida de saber que íbamos a por él? Podemos vencer la vejez y la enfermedad, pero desde luego, no estamos hechos a prueba de bala ni somos inmunes a la violencia física, como usted mismo ha demostrado esta noche.

—Pero sigo sin entender…

—¿Qué tiene todo esto que ver con Hannah? Posee un gran corazón, carente del cinismo prematuro que afecta a tantos de sus coetáneos —comentó, agitando un dedo ante mí con aire burlón.

No me quedaban más respuestas que el estoicismo y el asesinato, y en ese momento me decanté por lo primero.

—Llevábamos bastante tiempo observándolo —continuó— y advertimos que las únicas visitas que recibía eran las de su encantadora vecina. Así pues, organicé varios encuentros casuales con ella. Eso fue, vamos a ver… hace varios meses. Participaba activamente en las actividades estivales de la iglesia, dando clase de música y natación a los niños. Es una joven muy altruista la señorita Rowe, y entre nosotros, está bastante orgullosa de su altruismo y siempre ansiosa por ayudar.

Lancé un bufido asqueado.

—Así que usted le dijo… ¿Qué le dijo? ¿Que tenía que ayudarles a matar a su amigo?

—No, por supuesto que no, nada tan brutal, ni mucho menos. Poco a poco le revelé quiénes éramos, quién era Jaan y qué planeaba hacer. Le expliqué, detalle por detalle, por qué y cómo su misión era ayudarnos, que debía dejar a un lado sus sentimientos de amistad, aunque solo fuera por una noche.

—¿Y ella les creyó? —pregunté, aunque más bien sonó a afirmación temerosa, pues Hannah creía en todo, según me había confesado ella misma.

—Convino en que no podíamos permitir que la Tabla saliera al mundo exterior, tal como pretendía Jaan. Al mismo tiempo, no estaba preparada… ni lo está, para los aspectos más desagradables de nuestro trabajo. Jaan le dio una llave de su casa. Hannah consideraba una obra cocinar para él y hacerle la colada, y a él le encantaba tener una asistente tan guapa. Le ordenó que escondiera la llave, por supuesto, y que lo avisara antes de usarla, lo cual ella hizo todas las veces… salvo una. —Hizo una larga pausa antes de proseguir—: Si le sirve de consuelo, todos lamentamos la muerte de Jaan —aseguró—; Hannah más que nadie. A fin de cuentas, fueron sus sentimientos de culpabilidad los que provocaron todo este embrollo.

—Querrá decir asesinato, que lamenta haber asesinado a Jaan. ¿Y qué quiere decir con eso de que sus sentimientos de culpabilidad provocaron todo este embrollo?

—Asesinato, muerte… Pura cuestión semántica. En cualquier caso, lo que hicimos era necesario, al igual que lo que hizo Hannah. Lo innecesario fue que intentara limpiar su conciencia llamando a la policía.

—¿Fue ella quien dio parte de la muerte?

—¿Quién si no? Por supuesto, después de hacer la llamada comprendió que se encontraba en una situación muy delicada, y desde entonces se ha mostrado mucho más dúctil y serena. De cualquier modo, tuvo el instinto de supervivencia suficiente para elegir una cabina aislada y telefonear en plena noche. Pero…

—¿Cómo que instinto de supervivencia? —lo interrumpí—. Antes ha dicho que lo único que hizo ella fue apartarse de su camino. No fue ella quien lo mató, ¿verdad?

—Claro que no. Pero la concienzuda señorita Rowe dejó que el estado de Connecticut le tomara las huellas digitales el otoño pasado durante una iniciativa para facilitar la identificación de niños en casos de secuestro, Dios no quiera que suceda. Tomaron las huellas de todos los menores de trece años de su escuela, y para dar ejemplo, Hannah fue la primera para mostrar a los niños que no había motivo para asustarse. Temía que la policía acabara interrogándola si concluían que Jaan había muerto en circunstancias sospechosas, y temía, con razón, debo añadir, flaquear bajo la presión del interrogatorio. Por fortuna, contábamos con la incompetencia de unos policías de pueblo y nuestra propia eficiencia al conseguir que la muerte de Jaan pareciera lo más natural posible. A pesar del forense tamil, cuya muerte, por supuesto, lamentamos…

—¿Panda? ¿Fueron ustedes?

Se encogió de hombros.

—Digamos que ahora mismo me conviene que crea que fuimos nosotros. Los accidentes pasan, y como tales a veces incluso benefician a quien no lo merece.

—Y a veces no son accidentes.

—Cierto, a veces. Corno iba diciendo, aparte del malogrado forense, solo una persona consideró sospechosa la muerte de Jaan. Solo una persona fue lo bastante imprudente para meter las narices en asuntos que no eran de su incumbencia. De hecho, se volvió tan curioso que incluso entró en casa del muerto en compañía de un policía violento suspendido. Y supongo que cualquier parte interesada encontraría fácilmente las huellas de esa persona, es decir, las suyas, en la casa, ¿verdad? —Permanecí impasible—. Usted, que ha trabajado con gran diligencia, inusual diligencia, podría decirse, en una necrológica para un periódico insignificante. Usted, que ha sido visto con la señorita Rowe, entrando y saliendo de su casa, pasando una cantidad inusitada de tiempo teniendo en cuenta que se conocieron hace tan solo una semana. ¿Me sigue? Yo soy un ciudadano extranjero que viaja con pasaporte falso. La única forma de que me encuentren es que decida dispararme con esa arma. Supongamos que Jaan hubiera legado todos sus bienes a la señorita Rowe, y que dichos bienes fueran mucho más cuantiosos de lo que parece… Imagínese el escándalo que podría armarse.

—¿Realmente se lo dejó todo a Hannah?

Tonu lanzó un suspiro exasperado.

—Lo hizo, no lo hizo… Si decide hacer pública esta historia, entonces lo hizo. Así que ya ve, más le habría valido hacer caso de su petición y dejar correr el asunto. Debería haberlo hecho en su momento, pero ahora lo hará de todos modos —afirmó, seguro de sí mismo—. La única diferencia es la carga que ahora acarrea sobre sus hombros con todos esos sucesos desagradables que no le conciernen.

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