Read La biblioteca del cartógrafo Online

Authors: Jon Fasman

Tags: #Historico, Intriga

La biblioteca del cartógrafo (50 page)

BOOK: La biblioteca del cartógrafo
13.57Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Pero la policía ya lo sabe —gimoteé, patético—. El hombre que me ha traído a casa…

—¿Se refiere al detective Jadid? El detective Jadid fue fotografiado forzando la cerradura de una vivienda situada a dos horas de su jurisdicción —constató Tonu, sacando una cámara diminuta del bolsillo—. Las fotografías ya han sido enviadas al señor Sickle, abogado del difunto reclamante. Jadid también fue fotografiado al salir de un bar en Clougham con el arma desenfundada; el propietario del bar también ha desaparecido, por así decirlo. Por una extraña coincidencia, poco antes de su desaparición, también el propietario del bar había tenido ocasión de acudir al señor Sickle en busca de consejo. Estas fotografías estarán sobre la mesa del comisario Pereira a primera hora de la mañana, si es que no han llegado ya.

Descorrió la cortina para permitir que el aire matutino entrara en la habitación. Era un día claro y soleado, y la luz bañaba la estancia como el agua lava una herida.

—Sé tan bien como usted que Joseph Jadid es un buen policía al que le gusta su trabajo. También sé que tiene muy mal genio y la virtud infalible de enojar a sus superiores. Lo más probable es que conserve su empleo, pero nunca más volverá a implicarse en este asunto. Esa es la condición que ha impuesto el señor Sickle para silenciar la cuestión y mantener alejada a la prensa.

Dicho aquello se sacó un papel del bolsillo de la chaqueta, y cuando lo desdobló vi que era de calidad excepcional, grueso y tramado, con una filigrana visible a la luz de la mañana. No sé por qué recuerdo aquel detalle.

—«El detective Jadid deberá evitar perturbar o mancillar en modo alguno el recuerdo de Jaan Pühapäev, miembro respetado de la comunidad académica de Wickenden y residente destacado de Lincoln, Connecticut.» Es la carta del señor Sickle al comisario Pereira.

—¿Y ahora qué? —inquirí tras un largo silencio de derrota.

—¿Ahora? Bueno, como ya le he dicho, no tengo ninguna intención de matarlo, ni tampoco ganas, la verdad, después de nuestra conversación. Lo que suceda a partir de ahora depende tan solo de usted. Si se siente obligado a escribir sobre esta historia o seguir investigando, no puedo impedírselo, aunque lo más probable es que ello les granjee penas penitenciarias a usted, Joseph Jadid y Hannah Rowe, cuando menos por allanamiento de morada. Pero ¿quiere un consejo?

—Claro, ¿por qué no?

Había creído que estaba un poco chalado al oírlo hablar de esmeraldas, cristales secretos y vida eterna. Aun cuando sus chorradas alquímicas no fueran más que una cortina de humo, eran choradas de primer orden, y yo no soy más que un productor y consumidor de chorradas.

—Siga el consejo de su amiga y déjelo correr. Es usted joven; tiene más capacidad de olvidar y curarse de lo que cree, sobre todo ahora, tan enamorado y privado de sueño como está. —Tonu se detuvo y me miró de hito en hito antes de bajar la vista para comprobar cómo sostenía el arma (suelta y apartada de él hasta que alzó de nuevo la mirada y yo el bastón)—. Además, todo el mundo pierde alguna que otra vez, incluso yo, como ve. Y en este caso, también usted. —De nuevo se interrumpió y de nuevo no le disparé—. Si me permite una reflexión en voz alta, parece usted un joven serio e inteligente. No entiendo por qué se queda en este pueblo.

—Bueno, está Hannah. O estaba…

—Ya, pero no volverá a verla jamás.

—¿Cómo dice? ¿Cómo lo sabe? Solo porque…

—Sin duda anoche olería humo al llegar a Lincoln…

—Sí.

—El piso de la señorita Rowe fue pasto de las llamas por causa de un cortocircuito. Una tragedia.

Empecé a levantarme de la silla y volví a apuntarlo con el arma.

—Está bien —se apresuró a afirmar al tiempo que intentaba tranquilizarme con un gesto—. Está bien, al igual que su inusual casera. Se encuentra estupendamente, pero el golpe de perder a su amigo y su hogar en un espacio tan corto de tiempo ha sido demasiado para ella, por lo que sus vacaciones de Navidad se han adelantado.

—¿Qué quiere decir? ¿Dónde está?

—Como ya le he dicho, no es de su incumbencia. Por supuesto, sería una lástima que su nombre quedara mancillado de algún modo ahora que no puede defenderse.

Me acerqué a él y le oprimí el cañón contra la sien. Cuando vi que hacía una mueca y se lamía los labios, apreté con más fuerza.

—¿Realmente quiere hacerlo?

Seguí apretando el bastón contra su cabeza hasta que lo oí gemir. Entonces, al notar que la adrenalina volvía a adueñarse de mí y de que estaba a punto de cometer una locura, lo aparté de repente y volví a sentarme.

—¿La han matado?

—No, por supuesto que no la hemos matado. Cómo íbamos a matar a una joven tan hermosa, seria y comprometida con sus causas. Posee una belleza intemporal, ¿no le parece? Un temperamento intemporal. Eterno, podría decirse incluso —añadió con un guiño—. No, le doy mi palabra de que está sana y salva, si bien los acontecimientos de la última semana han representado un gran desgaste emocional para ella. En fin, no importa, porque como ya le he dicho, no volverá a verla jamás.

EL SOL Y SU SOMBRA

Así como el ala la tierra evade

Así como el dos supera el uno

Así como el día la noche define

Así la sombra y su sol.

JOHN DEVERE (16.° CONDE DE OXFORD),

The Tragic Tale of Posthummus Leonatus,

His Most Lamentable Death

En el imaginario popular, los inviernos moscovitas son abominables, interminables, carentes de sol, de alegría y de color, un desierto yermo bajo un cielo que pasa del negro al gris para volver a sumirse en el negro como un paciente en su cama de hospital. De hecho, mientras que la llovizna persistente y gélida de otoño y primavera convierte la ciudad en el interior de un pulmón tuberculoso, el invierno despierta Moscú como un bofetón. Durante tres o quizá cuatro horas al día en los días buenos, de diciembre a febrero, la ciudad brilla a la luz más perfecta del mundo. En los mejores días, durante la noche ha nevado, cubriendo el hollín, la ceniza de los cigarrillos, los escupitajos, la cerveza derramada y los papeles desechados en un manto centelleante. Las avenidas anchas estarán más calladas de lo habitual, y las estrechas de las zonas antiguas bullirán de actividad.

Así fue la mañana en que Voskresenyov visitó Moscú por última vez. En el pasaje Soimonovski, cerca de Netristriyevskaya, se apeó del asiento trasero del Zil con chófer, chocando con una madre acompañada de dos niños de mejillas sonrosadas. Voskresenyov se disponía a sacar su maletín del coche, mientras que la madre vigilaba a su hija para que no se precipitara a la calzada.

Tras chocar contra él, la mujer lanzó una exclamación ahogada y se llevó la mano al cuello. Al comprender quién era (el coche, el uniforme, las medallas, el maletín de cuero auténtico), abrió los ojos de par en par y echó la cabeza hacia atrás. Pero en cuanto recobró la compostura, lo miró de hito en hito con expresión casi desdeñosa, y en lugar de rodear a sus hijos con los brazos para protegerlos, se limitó a tenderles la mano. Los niños asieron una cada uno, y los tres contemplaron a su presa, quien contempló la posibilidad de dedicarles una sonrisa conciliadora, pero al final decidió limitarse a sostener su mirada. ¿Qué se había hecho del respeto? ¿Por qué aquella mujer no abrazaba a sus hijos, lo saludaba con actitud servil y se alejaba a toda prisa? Al inclinarse para recoger el maletín del asiento, Voskresenyov no pudo contener una sonrisa. Cuando se incorporó, de nuevo con expresión pétrea, la mujer lanzó algo a medio camino entre el suspiro y el escupitajo, y acto seguido se marchó con sus hijos.

—Van a cambiarle el nombre a esta calle —anunció una voz conocida a espaldas de Voskresenyov.

—Lubin, gracias por reunirse conmigo, y en el lugar de siempre, ni más ni menos.

—Bueno, al menos cerca —puntualizó Lubin.

Rozó el antebrazo de Voskresenyov y señaló hacia adelante para indicar que debían echar a andar. Siguieron la callecita hacia el noroeste, en dirección opuesta al río, hasta llegar a Metrostroievskaya, donde torcieron a la derecha. A diferencia de muchos hombres rusos, Lubin era contrario al contacto físico y a exteriorizar las emociones en exceso. Por regla general, él y Voskresenyov se saludaban tan solo con un apretón de manos y una inclinación de cabeza.

—¿Qué quiere decir con eso de «cerca»? Estamos pero que muy cerca. ¿Entramos?

Dom Pertsova se alzaba ante ellos, roja y llamativa, como una casa de pan de jengibre. Los paneles de cuento de hadas que revestían el exterior y las serpientes enroscadas que soportaban uno de los balcones laterales encantaban a Voskresenyov, que no pudo contener una sonrisa al verlos.

—Cuesta creer que estuvieran a punto de derribarla —comentó.

—De hecho, iban a derribar toda esta zona. Metrostroievskaya, Kropotkinskaya… todas las callejuelas entre la estación de Kropotkinskaya y la de Park Kulturi, para construir un Palacio de los Soviéticos. Sobrecogedor, sí, trágico incluso, pero nada sorprendente. En cualquier caso, me alegro de que no tuvieran ocasión de hacerlo —dijo Lubin.

—Querrá decir que yo no tuviera ocasión de hacerlo —corrigió Voskresenyov.

Lubin se encogió de hombros con expresión afable y señaló la iglesia blanca de cúpulas blancas que se levantaba ante ellos. St. Ilia Obideni, donde ellos y un sinfín de contactos gubernamentales clandestinos más se habían reunidos miles de veces durante los años soviéticos. Puesto que los ciudadanos temían ser denunciados por entrar en las iglesias, los templos se convirtieron en lugares de reunión muy seguros para los funcionarios del gobierno; todo ciudadano de a pie que informara de algo resultaría de inmediato sospechoso por mostrar un interés indebido en un lugar de culto; en cuanto a las reuniones entre miembros del gobierno, el propio carácter ilícito de dichas reuniones hacía que fueran seguras para todos los implicados. Aquella iglesia en concreto poseía una belleza extraña, una paz algo destartalada y curtida por el incienso que la convertía en uno de los sitios de encuentro más populares.

—Fíjese —indicó Lubin, señalando la iglesia.

—Ah.

Un flujo ralo pero constante de feligreses, hombres y mujeres, ancianos y jóvenes, pobres y menos pobres, entraba y salía del templo, algunos santiguándose con fervor, otros con cierta torpeza, como si el gesto aún les resultara extraño.

—En Estonia también pasa, y en Letonia. Y en Lituania y Ucrania aún más.

—Sí, no lo dudo. En fin, ¿por qué no damos un paseo?

—Por supuesto.

—Por cierto, ya que no me lo ha preguntado —dijo Lubin tras caminar unos minutos en silencio—. Esta calle, Metrostroievskaya, se llamará Ostozhenka.

Poseía los modales escurridizos y ambiguos de quien se había pasado la vida entera manipulando y estudiando las reacciones de los demás.

—¿Cómo dice?

—Esta calle… Antes se llamaba Ostozhenka y así volverá a llamarse. La calle donde nos hemos encontrado será Vsejsviatski, no Soimonovski. Por supuesto, aún es secreto, pero los nombres prerrevolucionarios empiezan a utilizarse de nuevo. Primero fue Sverdlovsk, claro está, a causa de ese bufón borracho. Con toda probabilidad, la siguiente será Leningrado. Los nombres de las calles son los que de verdad te hacen ser consciente de todo. En fin… ¿Sabe? No sabía que tenía usted un hermano.

—Ni yo que tenía usted un hijo.

—Ah, sí —exclamó Lubin, alisándose la corbata con orgullo paterno—. De hecho, tengo tres. Uno es médico y está ampliando estudios en Berlín, otro es fiscal aquí en Moscú, y luego está Sasha, que sigue sus pasos.

—Solo en el terreno profesional, Lubin. Ni siquiera conozco al muchacho, pero dudo mucho que el hijo de un hombre de la KGB se dedique a «seguir los pasos» de nadie.

—De acuerdo, no hace falta que se ponga así —espetó Lubin, aunque sin enojo—. No me parece que esté usted en posición de juzgar a nadie.

—Le ruego que me perdone; no pretendía ofenderlo.

Lubin asintió en señal de aprobación.

—Admiro a las personas que cuidan de su familia, sobre todo hoy en día. ¿No alberga ninguna duda acerca de Sasha?

—Ninguna. ¿Ni usted acerca de Tonu?

Lubin alargó a Voskresenyov un fajo de copias de documentos oficiales.

—Aquí lo tiene. Tonu Pühapäev, miembro ejemplar de una granja ovina de Hiiumaa, acaba de ser nombrado presidente de la Explotación Láctea Colectiva de Paide. Compruébelo usted mismo.

Voskresenyov cogió las copias de mala calidad y las hojeó con ansia.

—¿Y esta es la que se privatizará?

—Sí, dentro de menos de un año; la ha comprado un consorcio de empresarios finlandeses y suecos. Dicen que será la granja de productos lácteos más grande del Báltico. Probablemente también suministrará a parte de Escandinavia. Dado el bajo coste de la mano de obra soviética, incluso de la Estonia ex soviética, también debería convertirse en una de las más rentables. Tuvimos que luchar con uñas y dientes para meter a Tonu. Cuando los estonios huelen dinero son peores que los judíos. ¿Qué me dice de usted?

—Tal como acordamos… Mire aquí —indicó Voskresenyov al tiempo que señalaba la modesta casa de madera situada en la acera de enfrente—. La madre de Turguenev vivía en esa casa de madera. Ha sobrevivido a todos los incendios, toda la destrucción, todas las barbaridades del urbanismo soviético, y aquí sigue, tan sencilla y hermosa como siempre, sin tan siquiera una placa que la adorne.

Lubin lanzó un suspiro de impaciencia y desplazó el peso del cuerpo de un lado a otro mientras caminaba, según observó Voskresenyov.

—Como iba diciendo, renunciaré a mi puesto después de esta conversación. Tengo potestad para nombrar a mi sucesor, no como comandante de las fuerzas bálticas, por supuesto, que pronto dejarán de existir, sino como general del ejército ruso. Y tal como le prometí, Aleksandr Anatolievich Lubin se convertirá en el general más joven del ejército. Por supuesto, no puedo garantizar su destino, pero si es Moscú lo que quiere, creo que lo conseguirá.

—¿Y no hay forma de cerciorarse? —inquirió Lubin con cierta inquietud.

Era la primera vez que Voskresenyov lo veía comportarse con codicia, y contemplar a aquel hombre de expresión pétrea y escurridiza abrir los ojos de par en par, lamerse los labios y apretar los dientes le confirió una agradable sensación de superioridad.

—Sasha y yo no hablamos tanto como deberíamos. Si supiera que soy responsable de este arreglo, no se lo tomaría nada bien, de eso estoy seguro. Es un poco impulsivo, como su madre.

BOOK: La biblioteca del cartógrafo
13.57Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Bitten by Desire by Marguerite Kaye
El Reino del Caos by Nick Drake
The Accidental Duchess by Madeline Hunter
The Lord of Opium by Nancy Farmer
And Kill Them All by J. Lee Butts
Breakwater by Shannon Mayer
A Question of Honor by Charles Todd
Sea Witch by Virginia Kantra
Sinfully by Riley, Leighton