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Authors: Jon Fasman

Tags: #Historico, Intriga

La biblioteca del cartógrafo (32 page)

BOOK: La biblioteca del cartógrafo
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—Pero ¿la gente no sigue refiriéndose al Octubre Rojo?

—¡Sí, sí! —exclamó Tonu al tiempo que se inclinaba hacia adelante, echándose ceniza de tabaco sobre el jersey azul—. Claro, completamente soviético. Cambiaron la semana de siete días por una semana de cinco días, porque los fines de semana eran para los holgazanes capitalistas, claro… y cada día era día de descanso para una quinta parte de la población. Daban tiras de papel de colores a cada ciudadano… otra vez la pasión rusa por el papel, así que un marido y su mujer, por ejemplo, tenían días Ubres diferentes si él era fontanero y ella maestra. Todo para incrementar la producción constante y además impedir que la gente celebrara las fiestas de antes, que claro está, eran las fiestas religiosas. Pero lo que pasó fue el caos, claro. Nadie sabía cuándo tenía que trabajar. Nadie podía pasar tiempo con familia. Así que intentaron hacer una semana de seis días, pero tampoco funcionaba, y al final, durante la guerra, volvieron al calendario como normal. Dijeron que para subir la moral, como regalo del Gran Líder a su pueblo. Tonterías…

Su pasión amainó, y durante unos instantes fumó en actitud plácida, despidiendo periódicas nubecillas de humo como una fábrica moribunda.

—Así que ya tiene mi fecha de nacimiento, y para Jaan puede poner 1923, ¿sí?

—Por desgracia, creo que no puedo. Para ello debería conocer la fecha oficial o bien limitarme a decir que se desconoce.

—Eso, sí, como quiera —murmuró él con un encogimiento de hombros mientras bamboleaba la cabeza—. ¿Qué más quiere saber?

—¿Dónde nació?

—Ah, eso puedo decir seguro, nació en la granja de nuestra familia, cerca de la ciudad estonia de Paide. ¿Sabe cómo escribe?

—Ya lo averiguaré. —De hecho, no tenía ni idea de dónde se encontraba aquel lugar, pero no estaba de más fingir cierta integridad periodística—. ¿Es usted su único pariente vivo?

—Sí, el único. Nadie más —asintió antes de rascarse la cabeza con una carcajada—. Nunca se casó, y yo tampoco, así que estamos solos.

Hannah todavía no se había sentado; seguía de pie en la misma postura expectante, observando nuestra conversación como si deseara que acabara cuanto antes, riendo cuando Tonu reía y llenando su taza de té en cuanto la vaciaba, como cuando yo había llegado a la casa. Por primera vez desde que la conocía, parecía incómoda. Cierta tensión en torno a las sienes y la mandíbula, así como su expresión de impaciencia contenida, conferían a su rostro un aire preocupado y nervioso.

—Si no le importa —dije a Tonu—, ¿podría decirme cómo se ganaba la vida su hermano?

—Paul, esa pregunta es una grosería. Era profesor, ¿no? —intervino Hannah con sequedad.

—No, no —exclamó Tonu—, es periodista y tiene que hacer preguntas groseras.

Me miró, enarcó las cejas con ademán burlón, como para subrayar que había ganado aquel punto, y se colocó el bastón atravesado sobre el regazo, haciendo girar la cabeza de plata sobre el muslo.

—Nuestra granja familiar era granja colectiva, pero el pueblo era tan pequeño que todos los trabajadores eran primos, viejos amigos, nietos y bisnietos de la gente que había trabajado en la granja durante siglos. Así que cuando los rusos se fueron, la familia recupera la granja. Y yo soy el hijo mayor, así que me la quedo yo. Y fue muy bien; es la granja de productos lácteos más importante de los países bálticos. Llevo vida sencilla, solo hago mi trabajo, paseo y leo. A Jaanja siempre ha gustado viajar, siempre quiso enseñar en América, así que cuando podía le daba lo que necesitaba.

—Qué afortunado era al tener un hermano tan generoso. ¿Así que usted le pagaba los gastos y también le permitía donar dinero a la Universidad de Wickenden cada año?

Tonu respiró hondo antes de responder.

—Sí, para mí no es problema. Jaanja quería regalar algo a una universidad tan maravillosa.

—Sí que es maravillosa. Yo me licencié allí.

—¡Ah, sí! ¿Lo ve? Una universidad que convierte a sus alumnos en buenos periodistas… Por eso Jaanja quería darles dinero.

Vacilé un instante antes de formular la siguiente pregunta. La expresión de Hannah había pasado de la incomodidad a la suspicacia, y cuando alcé la mirada hacia ella, abrió los ojos con disimulo y me hizo un gesto subrepticio con la cabeza para pedirme que pusiera fin al interrogatorio. A la entrevista. A lo que fuera aquello. Solo que me quedaba una pregunta.

—Además de pagarle los gastos de manutención, ¿alguna vez costeó los honorarios de un abogado para su hermano?

Por un breve instante, la expresión de anciano afable se trocó en una penetrante mirada de odio. De repente recordé dónde lo había visto por primera vez, en el Lobo Solitario. Era el viejo sentado solo al final de la barra, el único que no había abierto la boca. Ahora él sabía que yo sabía que su hermano era otra cosa, algo más de lo que aparentaba, y por la furia contenida de su rostro supe que él sabía que yo lo sabía. Al poco entornó los ojos, volvió a abrirlos, entreabrió la boca en la sonrisa vacua de antes y se rascó el muslo con gesto ausente mientras me observaba.

—¿Abogado? Nunca sabía lo que Jaanja hacía con su dinero, pero ¿por qué pregunta?

—Bueno, según alguien del departamento de historia de Wickenden, tuvo algunos problemas con la ley.

—¡Paul! —espetó Hannah con tal sequedad que di un respingo—. Tonu ha venido desde Estonia para hacerse cargo de los restos mortales de su hermano, no para oír hablar de los problemas que pudo haber tenido. ¿Acaso todo eso tiene importancia a estas alturas?

—Mi trabajo consiste en averiguar esta clase de cosas. Y sí, puede que tenga mucha importancia, porque…

—Pues no veo por qué —me atajó Tonu al tiempo que se levantaba despacio y con ayuda del bastón—. Ya le he dicho lo que necesita saber, ¿sí? Ahora este anciano tiene que volver a la comodidad de su habitación.

Hannah le ayudó a ponerse el abrigo y el sombrero.

—¿Tiene suficiente comida? ¿Qué comerá?

—Creo que hay una pequeña taberna cerca del hostal. Comeré hamburguesas americanas y escucharé a Elvis Presley en una de esas máquinas de discos y luego dormiré en mi enorme cama americana.

—No sabía que el Lobo Solitario sirviera comidas —me arriesgué.

Tonu dejó de ajustarse el abrigo y exhaló un suspiro de impaciencia.

—No, en el sitio donde me vio la primera vez no sirven comidas —replicó, mirándome de hito en hito—. Estaba allí, ya que no lo pregunta aunque tiene ganas, porque Jaanja había escrito sobre el bar en sus cartas. Quería saber cómo era la vida americana de mi hermano, así que fui a tomar un brandy. Pero no entiendo por qué todo eso tiene que salir en la necrológica de mi hermano y le pido que si quiere escribirla, lo haga deprisa para que me pueda llevar un ejemplar cuando vuelva a casa. También le pido que respete la santidad de los muertos y no hable mal de él.

Besó a Hannah tres veces en las mejillas y le deseó buenas noches con una cortés reverencia. A mí me dedicó un murmullo huraño antes de salir de la casa y rodearla con paso dificultoso. Hice acopio de valor para soportar el torrente de reproches por haber ofendido al invitado de Hannah, por mi curiosidad impía y por docenas de cosas más que pudiera haber hecho u omitido sin siquiera darme cuenta.

Por el contrario, Hannah cerró la puerta, cerró los ojos y apoyó la cabeza contra el quicio. Creí que estaba llorando. Presencié cómo se desmoronaba su coraza de reserva y compostura, y cuando por fin levantó el rostro, observé que intentaba recomponerla a toda costa. Finalmente me miró con una sonrisa, pero era una sonrisa frágil, quebradiza.

—Oh, Paul, qué desastre.

—¿A qué te refieres?

—Nada, solo que… No sé, Paul. Has leído Hamlet, ¿verdad?

—Claro.

—Hice el papel de Ofelia en un montaje de la universidad. Viví un año empapada en esa obra. ¿La recuerdas bien?

—No, por desgracia. ¿Por qué?

—¿El discurso del rey cuando se aparece?

Me tomó la mano, entrelazó los dedos con los míos y al poco me soltó. Asentí vacilante. En su rostro se pintaba una expresión solemne, cansada y preocupada que la hacía parecer mayor; sus ojos parpadeaban en lugar de brillar, su tez había palidecido, y sus rasgos habían cobrado una agudeza que le conferían un aspecto enfermizo.

—¿Recuerdas cómo acaba?

—No.

—Cita final de Hamlet.

—Pues no… ¿Qué pasa, Hannah? ¿Quieres sentarte? He traído comida y vino por si te apetece tomar algo. ¿Qué pasa?

—¿Cómo sabemos cuándo hacemos las cosas bien y cuándo tan solo tenemos buenas intenciones?

Apretó los puños y los labios al tiempo que bajaba la cabeza. Cuando volvió a levantarla, su aspecto se había normalizado, y sugirió que fuéramos a mi casa para que le preparara la cena allí.

—Vale, pero ¿estás segura de que te encuentras bien?

—Sí, de verdad, creo que solo tengo hambre. Y hablar con Tonu me ha hecho comprender de golpe que Jaan ya no está y que lo echo de menos.

—¿Y nada más? Hannah, estoy preocupado por ti. Esta mañana he encontrado…

Se inclinó hacia adelante y me besó, deslizándome una mano por la mejilla y el cuello.

—No tienes por qué preocuparte —aseguró, sosteniéndome el rostro entre las manos y mirándome de hito en hito—. No lo olvides; nunca debes preocuparte por mí. —Con la presión de sus manos me hizo asentir antes de soltarme y colgarse de mi brazo—. ¿Nos vamos? Nunca he estado en tu casa y tengo hambre. No sabía que se te daba bien la cocina.

—No sé si se me da bien. Los ingredientes los pongo yo, pero del resultado no me responsabilizo.

LAS JAULAS DEL KAGHAN (FUEGO)

El Fuego Interior es amor divino. Lo descubrí tras quemarme la mano con una manifestación del fuego exterior mientras intentaba encender mi pipa colgado boca abajo de una viga del techo.

C. MORTMAIN,

Not Alone the Dragon

«De la palabra árabe ashk, que significa amor. Esta es la ciudad del amor.» El guía sonrió e inclinó levemente la cabeza al volverse hacia su jefe, que miraba hacia abajo, en dirección al balcón de piedra, en lugar de contemplar el panorama que se extendía más allá. Un escorpión negro del tamaño de una granada correteaba a los pies de los hombres. El guía lo importunó con el bastón, propinándole cinco golpecitos rápidos pero inocuos antes de lanzarlo por los aires con un experto golpe de muñeca.

—Jugador de hockey en la academia. Equipo de oficiales.

El guía blandió el bastón sin dejar de mirar a su jefe de soslayo para comprobar si estaba complacido. En su rostro se dibujaba una sonrisita servil y falsa, y jugueteaba sin cesar con un hilillo que pendía de su túnica, haciéndolo girar entre los dedos, tirando de él y alargándolo al tiempo que la manga se acortaba. Las montañas de Kopet Dag se alzaban a lo lejos como montículos de papel violeta arrugado. La ciudad aparecía perpetuamente cubierta por una capa de polvo, siempre algo desenfocada, de líneas danzantes a causa del viento. Las calles y las casas discurrían en una parrilla precisa al más puro estilo soviético, sin rastro alguno de imaginación ni inventiva urbanística.

—Ciudad nueva, señor. Todo nuevo. Un terremoto destruyó la auténtica Ashgabat hace casi cuarenta años.

—Eso he leído, pero no recuerdo haber oído hablar de ello en su momento.

—No, en aquellos tiempos no… nunca…

—En los países socialistas no había terremotos —atajó el jefe con una sonrisita astuta.

—Por supuesto que no. El Águila de Hierro nos guiaba hacia un futuro glorioso, y estábamos construyendo el estado ideal de relaciones en la tierra, trabajando en armonía con la naturaleza, dominándola. ¿Cómo iba la naturaleza a volverse en contra de nosotros? ¿Lo recuerda?

—Por supuesto.

—Y si me permite preguntárselo, ¿dónde estaba usted entonces?

—De hecho, todavía no había nacido, pero doy clases en el departamento de conceptos dialécticos e históricos marxistas-leninistas en Rostov del Don, y he leído mucho sobre aquella época. Tiempos difíciles, sobre todo en estas repúblicas.

Más por costumbre que por necesidad, el guía miró por encima del hombro antes de concentrarse de nuevo en su jefe. Chasqueó la lengua con nerviosismo por el hueco donde le faltaban los tres dientes superiores delanteros. La gente nunca hablaba abiertamente de aquellos asuntos. La nueva franqueza que, según se rumoreaba, había aparecido en los círculos oficiales de Moscú y Leningrado todavía no se había abierto paso hasta la desolada capital de aquella región meridional dejada de la mano de quien fuera.

—En tal caso, ¿debo dirigirme a usted como «profesor», «camarada» u algún otro tratamiento?

—Como quiera. Profesor Ostrov me parece bien.

De hecho, no estaba nada bien; era la primera vez que trabajaba como ruso, y si bien hablaba la lengua con fluidez, su acento caucásico no cesaba de colarse en su habla. Esperaba que la gente lo confundiera con un deje meridional, razón por la que afirmaba proceder de Rostov del Don.

Por descontado, respaldaba tal afirmación, al igual que todas las demás que pronunciaba el profesor Ostrov, con los imprescindibles documentos firmados, sellados, computados y reconfirmados. Al eliminar la religión, la Unión Soviética había sustituido los iconos, aquellas figuras de ojos hundidos, expresión compungida y difuminada a causa del incienso que colgaban de las paredes de las iglesias por toda suerte de papeles y tampones de goma. Al registrarse en el hotel Turist había entregado a la dejurnaya una carta sellada del Instituto Técnico de Rostov del Don que lo identificaba como un historiador de visita en Ashgabat para contemplar las obras de los heroicos turkmenos expuestas en el bazar de Tolkuchka. La encargada lo había mirado con la superioridad cansina del funcionario provincial ejerciendo su mezquina parcela de poder, y por fin, arrastrando los pies por el pasillo como una tortuga en busca de su caparazón, lo había acompañado a su habitación mientras le anunciaba cuándo dispondría de agua caliente y le recordaba que debía dejarle la llave cada vez que saliera del hotel.

El Instituto Técnico de Liderazgo Popular de Ashgabat deseaba hacer los honores al distinguido visitante procedente de Rusia, de modo que le proporcionó un guía. Ostrov rehusó la primera visita hasta que le enviaron al hombre con el que debía reunirse, Murat, que en aquel momento abría pistachos con las muelas y escupía las cáscaras balcón abajo por el hueco abierto entre sus colmillos. El hecho de que Murat no supiera que su jefe había viajado a Ashgabat para verlo a él facilitaba mucho las cosas. Ostrov observó que el guía apuntaba a un transeúnte.

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