—Muy gracioso. Y tú, jovencito —me dijo Gomes—, será mejor que vuelvas arriba a rescatar a esa preciosa dama de sí misma. Como ha dicho el Gordo, la cerradura tendría que funcionar bien, y por otro lado, Joe se disponía a pagarte la silla rota, ¿verdad, Joe?
Jadid lanzó un suspiro, puso los ojos en blanco y sacó una abultada billetera llena de papeles y recibos del bolsillo trasero. Con expresión lúgubre me alargó un billete de cincuenta y me preguntó si bastaría. Le dije que sí, a lo que él asintió.
—Por cierto, hoy he conocido a un tipo que afirma ser el hermano de Pühapäev —comenté—, aunque no creo que sea verdad.
—¿Ah, sí? —exclamó Gomes—. ¿Y dónde lo has conocido?
—En casa de Hannah. Dice que ha venido a buscar el cadáver.
—Pero eso no significa que sea su hermano.
—Ni tampoco que no lo sea. Incluso los malos tienen hermanos —recitó Jadid, haciendo aletear las pestañas como una princesa Disney—. Bueno, Sally, será mejor que nos larguemos. Estos puebluchos me ponen los pelos de punta. Y no olvides comprarte una cerradura nueva mañana mismo. ¿Por aquí tenéis cerrajeros?
—Qué va, por lo general nos limitamos a clavar un tronco en la puerta antes de acostarnos, aunque es un poco jodido si tienes que salir a la letrina en plena noche.
Cuando entré en el piso encontré a Hannah de pie en el umbral entre el salón y la cocina, los brazos cruzados, la bolsa de la compra a sus pies y una expresión entre perpleja y enojada pintada en el rostro.
—¿Quiénes eran esos tipos? —preguntó en cuanto hube cerrado la puerta.
Jadid tenía razón; la cerradura funcionaba a la perfección, y el único indicio de que la habían tocado eran unos arañazos junto al ojo. Corrí los cerrojos y puse la cadena de seguridad.
—Unos amigos de Wickenden que me están ayudando con el artículo sobre Jaan.
Hannah levantó los brazos y los dejó caer contra los muslos.
—¿A cuántas personas vas a hablarles de este asunto? Creía que eras periodista. ¿Vas a escribir un artículo o lo único que quieres es ir por ahí poniendo verde a mi amigo delante de desconocidos?
—¿Quién ha dicho que lo estoy poniendo verde?
Hannah soltó un bufido, bajó la cabeza y me miró por entre las pestañas como un toro furioso.
—¿Quiénes… eran… esos… tipos? —repitió despacio y con la intensidad de un taladro.
Por un instante sostuve una discusión semicoherente conmigo mismo sobre la conveniencia de mentir o decir la verdad. Me decantaba por mentir, pero no se me ocurrió un embuste lo bastante bueno con suficiente rapidez. ¿Cuál podía ser mi relación con dos hombres que fuerzan cerraduras, cantan en latín, conducen un Crown Vic y llevan americanas sospechosamente abultadas bajo la axila? ¿Quiénes podían ser?
—Son dos detectives de la policía de Wickenden —acabé confesando, más que un poco avergonzado.
—¡Policías! —estalló Hannah—. ¿Has estado hablando con la policía? ¿Desde cuándo? ¿Por qué? ¿Qué están haciendo? ¿Qué te han dicho?
Avanzó hacia mí, luego se paró en seco, volvió sobre sus pasos y por fin se acercó tanto que habría podido besarla. Le apoyé una mano en el hombro, pero ella la apartó de un manotazo mientras me miraba con expresión enfurecida.
—He hablado con ellos esta tarde, por eso sé lo de Jaan y el abogado. Me han contado que lo detuvieron un par de veces.
—¿Y?
—Y nada. El grandullón es sobrino de mi antiguo profesor. Está suspendido y tiene tiempo para ayudarme.
—¿Suspendido por qué?
—Por pegar a alguien a quien no debería haber pegado en un control.
—Ah, genial. Es fabuloso, la clase de poli que conviene tener de tu lado.
—No es como piensas, y además, ni él ni yo estamos de ningún lado.
Callé y esperé a que dijera algo más, pero se limitó a mirarme con fijeza. Mi escasa capacidad de interpretar su expresión se esfumó como por ensalmo; no tenía ni idea de lo que le pasaba por la cabeza. Tenía la sensación de haber hecho algo malo; cualquier cosa que la trastornara era mala por naturaleza. Si hubiera podido pedir a Joe y Sal que lo dejaran correr, lo habría hecho, pero de repente se me ocurrió una pregunta.
—¿No quieres saber lo que le pasó a Jaan? ¿Cómo murió?
Hannah suspiró y se pasó la mano ahuecada por la frente antes de abrirla y mesarse el cabello.
—Claro que sí, por supuesto. Era amigo mío, no tuyo; no era un medio para conseguir un trabajo nuevo como lo es para ti.
—Para mí tampoco lo es, y lo que dices no es justo. Lo siento, pero no entiendo por qué te pones así. Estamos intentando averiguar qué le sucedió a Jaan, a tu amigo. ¿Qué tiene de malo?
—Paul… Mira, no quiero seguir hablando de esto. Me voy a casa.
Se puso el abrigo y descorrió los cerrojos.
—No, espera. ¿Por qué te vas?
Hannah se limitó a sacudir la cabeza.
—Luego te llamo —prometí sin demasiado entusiasmo.
¿Quién narices se habría inventado aquella frase presuntamente tranquilizadora?
—Haz lo que quieras —murmuró, casi sonriendo.
Cerró la puerta con cuidado; oí sus pasos alejarse, y al cabo de unos instantes, el portal se cerró.
Lo que habría querido era cenar y pasar una larga noche con Hannah. Contemplé la posibilidad de seguirla, pero aunque parezca mentira a estas alturas de la historia, tengo mi punto de orgullo. Había comprado los ingredientes para una cena de sibaritas, planeado la cena mientras volvía de Wickenden y saboreado mentalmente mil permutaciones del período postágape. Por supuesto, mi velada no coincidió con ninguna de ellas, sino que consistió en mojar ravioli crudos en el recipiente de plástico lleno de salsa arrabiata y acompañar tan patética comida con Montepulciano bebido a morro mientras miraba reposiciones de culebrones que no habían sido divertidos en su día y aún lo eran mucho menos ahora. En algún momento de la cadena interminable de familias dulzonas pero resistentes, eternos adolescentes disfuncionales que compartían piso y comentaban sus relaciones fallidas con otros eternos adolescentes, y manhattanitas quejumbrosas que se expresaban en clichés narcisistas, me quedé dormido en el sofá y desperté al son de la carta de ajuste (maravilla de las cadenas de poca audiencia) mientras el vino tinto me teñía la pechera de rosa.
El blanco es el color de las medianías: de los esposos no cornudos, no de los jóvenes enamorados; de los escritores desilusionados, no de los poetas adolescentes; de los castillos medio acabados, no de las casas medio acabadas.
GEORG NAGY,
La tragedia de Sorrati
18 de marzo de 1987
Amigo mío:
Le adjunto una de las monedas que nos envió a Abulfaz y a mí para su recuperación. Aceptaré su agradecimiento, pero por desgracia no puedo corresponderle; mis viajes con ese detestable cero a la izquierda a ese repulsivo país le han restado a usted muchos puntos a mis ojos. Es la tercera vez en tres años que me he visto obligado a abandonar mi hogar en misión de vanidad inspirada por el proyecto de Voskresenyov. Armenia y Turkmenistán constituyeron auténticas pruebas, pero siempre me había enorgullecido de no haber puesto los pies en suelo americano. El hecho de haber tenido que hacerlo y además con un hombre en cuya compañía jamás he pasado un instante fácil me resulta casi insoportable. De no ser porque yo soy yo y usted es usted, sin duda estaría furioso. Pero en cualquier caso, no importa. Mi antiguo compañero de viaje insistió en que esta división del tesoro fue idea suya, y esa fue la única razón por la que accedí. No puedo sino suponer que la solicitó por el mismo motivo por el que organizó tan desastroso viaje: la Cuestión Americana. Conoce usted bien mis opiniones al respecto, y este viaje no ha hecho más que confirmarlas.
En cuanto a la veracidad de mi relato, estoy convencido de no haber sido jamás deshonesto, mientras que el engaño es una de las múltiples prácticas desagradables con que mi compañero de viaje se gana la vida.
Nos reunimos, tal como estaba dispuesto, en uno de los numerosos y repulsivos bares que abundan en el aeropuerto de Bruselas. Yo estaba preguntándome, como hago siempre que tengo ocasión de visitar Bélgica, por qué la nación más aburrida del mundo se dedica a producir una variedad tan notable de cervezas. ¿Acaso los belgas creen que con ello pueden mitigar su esencia gris? No es así. ¿Acaso consideran que con ello prestan un servicio valioso al planeta? No es así. Si el orgullo de una nación puede tragarse a vasos, y más concretamente, vasos específicos para cada cerveza, entonces esa nación no merece mención. Le ruego que no saque a relucir al rey Balduino, al que nadie recuerda, ni a Tintín, que a fin de cuentas es un personaje de cómic creado por un hombre demasiado estúpido (aunque sus seguidores sustituyen la palabra «estúpido» por «bonachón» o «confiado») para comprender que los nazis se aprovechaban de él. El mundo no perdería nada si Bélgica quedara engullida por Francia, Alemania o (qué hermoso sueño) el mar del Norte.
En fin, que ahí estaba yo, saboreando plácidamente una Leffe, cuando un hombre vestido como un desgraciado del East End que por fin ha apostado al caballo correcto se sentó frente a mí. Tardé unos instantes en comprender que se trataba de Abulfaz. Se había blanqueado el pelo, lucía un ridículo bigotillo y llevaba unas patéticas gafas de montura dorada con lentes en forma de televisores. En cuanto lo saludé me informó de que ni aun a solas debíamos emplear nuestros verdaderos nombres. Yo debía llamarlo Riley, y él a su vez me llamaría Parker. Por supuesto, no se daba cuenta de que yo salía mejor parado del trato (a fin de cuentas, ¿quién querría hacerse pasar voluntariamente por irlandés?), aunque su acento era más propio de la BBC que de la vieja Irlanda o siquiera de Kilburn). Mantener aquella farsa estrafalaria delante de una camarera con dientes de conejo y un par de continentales gordinflones me parecía excesivo, pero él insistió en que debíamos «representar nuestros papeles en todo momento», en aras de la continuidad y porque «nunca se sabe quién puede estar escuchan do». Sí, dijo eso textualmente, como en una de esas películas de espías horteras que pasan los domingos por la tarde. Me pareció más sencillo desistir que protestar, de modo que desistí.
Durante el interminable vuelo, Riley también insistió en que leyera el dossier (dijo «dossier», no «material» ni «los papeles», sino «dossier») que había preparado sobre las monedas de Mediko, creyendo que yo era tan inculto, ignorante y burdo como él Le revelé que uno de los artículos (una birria poco original publicada en una de esas revistas especializadas que nadie lee. obra de una estudiante de posgrado griega a la que su padre contratista había costeado la carrera) se había redactado bajo mi supervisión y que mi nombre aparecía cuatro veces en el apartado de bibliografía. Esta vez fue él quien desistió.
En pocas palabras, la historia de las monedas es la siguiente: Medea, como sin duda mi compañero desconocía antes de empezar a prepararse para esta misión, está considerada como una de las matriarcas de ciertas ramas arcanas de la botánica, y numerosas plantas de propiedades medicinales, terapéuticas o recreativas con origen en el Cáucaso le deben su nombre. Según la leyenda, a menudo la fuente más fiable en mi campo, estas dos monedas fueron responsables de los florecientes jardines del rey David el Constructor, que gobernó Georgia a finales del primer milenio. Fueron entregadas como obsequio a cierto geógrafo árabe a quien todos conocemos y que prestó un servicio innombrable pero valioso en relación con la poco agraciada hija del rey, un muñón de árbol hueco y lleno de pintura color bermellón, un asno macho en fase de excitación incipiente y cuatro pañuelos. Cuando el geógrafo anunció su intención de llevar las monedas a Bagdad, la única condición que le puso David fue que el geógrafo las devolviera a Katusi pasadas trescientas lunas. Podemos conjeturar sin temor a equivocarnos que David no auguraba las glorias que seguirían en Bagdad y Sicilia; de hecho, nadie las vaticinó. Habría sido imposible, y desde entonces, ninguna proeza imaginativa en jardinería, salvedad hecha quizá de los diseños de Capability Brown, ha logrado igualarlas. El hecho de que el geógrafo cumpliera su parte del trato sin ser consciente de ello constituye una de las coincidencias (o pruebas) más extrañas de la historia botánica, árabe, numismática o caucásica.
Después de dejar de intentar aleccionarme, Riley dedicó el resto del vuelo a embellecerse. Por lo visto, los académicos vuelan en clase turista, pero gastan cientos… no, miles de libras en trajes elegantes. Y el suyo era de lo más refinado; de tres piezas, por descontado, de fina seda verde oscuro, con una aguja de zafiro y un pañuelo rojo asomado al bolsillo de la pechera. El efecto resultaba absurdo, a caballo entre dandi Victoriano y lugarteniente de Al Capone (solo le faltaba el bastón), pero lo cierto es que parecía muy orgulloso de sí mismo.
Cuando iniciamos el descenso, una horda de colegialas estridentes y sus acneicos compañeros se apiñaron en una hilera de asientos junto a la ventanilla. Nunca he entendido la ternura sentimentaloide que los niños parecen inspirar en algunas personas. Los niños, y para mí ello incluye a cualquier persona menor de cuarenta años, son criaturas espantosas, brutales, tozudas y ruidosas que exudan feromonas y fluidos en todas direcciones. En cualquier caso, imagino que aquellos mocosos esperaban divisar la Estatua de la Libertad o tal vez a algún superhéroe saltando de un edificio. Quizá intentaban captar el destello del oro que pavimenta las calles. Pero lo único que se veía era calle tras calle de cajas de cerillas, cosas destartaladas y deprimentes (aun desde aquella altitud) que no habrían alegrado Luton ni Slough.
Por fin escapamos de aquel inmenso ataúd plateado y nos abrimos camino hasta la aduana, donde nos franquearon el paso sin apenas echarnos un vistazo. ¿Se lo imagina? En Armenia y Turkmenistán, me acribillaron a preguntas. De dónde venía, qué hacía, qué papeles llevaba… y como consecuencia de ello estuve a salvo durante todo el viaje. Imagino que aquí se limitan a fiarse de la intuición para saber si eres de los buenos o de los malos. Pase, pase, y no olvide ingerir su ración de ocho hamburguesas diarias, y se acabó. En lugar de inspeccionar nuestros documentos, o sea, en lugar de hacer su trabajo, los agentes de aduanas se deshacían en atenciones hacia un Adonis de tres al cuarto, todo dientes, uñas perfectas y cabellera peinada al estilo nido de pájaro ladeado. Riley me explicó que se trataba de un actor de la televisión norteamericana. Incluso sabía el nombre de la serie en la que salía, dato que por supuesto me apresuré a olvidar.