Para convertirse en Ostrov, Abulfaz se había afeitado el bigote, la barba y la cabeza entera. Llevaba una americana azul mal cortada con un pin de Lenin en la solapa, camisa blanca barata y una corbata roja raída y manchada. Arqueaba las cejas y bajaba las comisuras de los labios, rictus que le confería una expresión permanentemente desaprobadora y pedante. En aquel momento se volvió hacia Murat, quien se guardó los pistachos en el bolsillo y se apartó de la baranda.
—¿Nos vamos? —sugirió Ostrov.
—Por supuesto, camarada profesor. ¿Adónde quiere ir?
—Bueno, como sabe, he venido para conocer la artesanía tradicional de los turkmenos, en especial sus alfombras, de modo que…
—Por supuesto. ¿Desea ir a Tolkuchka? En tal caso dispondré el transporte.
—Por supuesto. Lo esperaré delante del hotel dentro de una hora. Supongo que tendré que pagar el transporte privado. Prefiero un coche, y a ser posible un coche que no se averíe hoy.
—Sí, señor, dentro de una hora.
Al cabo de sesenta minutos y treinta dos segundos, Abulfaz/Ostrov y Murat se embutieron en el asiento trasero de un Lada color violeta. El primo de Murat, un hombre de dimensiones descomunales y barba tan espesa y ancha que parecía envolver la mitad inferior de su rostro como una esfera, conducía el coche a juego con su convicción de que el destino no estaba en absoluto en manos de los seres humanos. La fuerza de voluntad, la cola industrial birlada en alguna base aérea soviética y alguna que otra goma elástica mantenían a raya los avatares automovilísticos. Abulfaz, que había ido en coche en lugares peores con conductores peores, no tenía miedo, pero Ostrov sí debía tenerlo, de modo que tensó los músculos hasta lograr que la calva le sudara y le aparecieran medias lunas oscuras en los sobacos de la camisa. Murat y su primo charlaban animadamente en una mezcla de turkmeno y ruso. El mastodonte se giraba a menudo en el asiento y gesticulaba con ambas manos mientras controlaba el volante con las rodillas.
Al doblar una curva a la velocidad máxima que alcanzaba el coche, estuvieron a punto de empotrarse en la parte trasera de un mugriento camión gris cuya caja abierta estaba llena de capas de color, múltiples colores de gran viveza y estampados complejos de esos que se ven cuando cierras los ojos con fuerza para protegerte del sol del mediodía. El primo tocó el claxon mientras mascullaba un juramento. Eran alfombras, centenares de alfombras sacadas de cuentos de hadas y canciones olvidadas para acabar cargadas en un traqueteante vehículo en aquel confín polvoriento y también olvidado de un país moribundo. Ostrov se restregó los ojos; Murat se echó a reír.
—Hermoso, profesor, ¿sí? Alfombras turkmenas, las mejores del mundo. ¿Esto es lo que ha venido a ver?
—Hermoso —convino Ostrov.
A la luz desértica de la tarde, el mercado relucía pintoresco, pero una vez dentro, Tolkuchka no tardaba en desprenderse de sus pretensiones de bazar oriental para convertirse en un mercado soviético, abarrotado de piezas de recambio, cigarrillos liados a mano y ropa informe de color beige. La reiteración y un exceso de artículos inútiles creaban una falsa ilusión de abundancia.
Al instante, Murat se convirtió en guía, protector, rastreador e intérprete de Ostrov, que tan solo necesitaba que Murat se sintiera a sus anchas y así bajara la guardia. Por tanto, Ostrov se dejó conducir asido por el codo, permitiendo que le ofrecieran pollos vivos, dientes de oro extraídos a cadáveres (o al menos eso esperaba), birretes cuadrados con bordados dorados, cepillos de pelo, hijas menores, radios de onda corta ilegales, ladrillos de hachís, rollos de tela grasienta, rollos de tela brillante y animales de ojos compungidos, todo ello sin abandonar en ningún momento su expresión de superioridad intelectual y étnica.
—¿Cómo se compra aquí? —preguntó a Murat.
—De muchas maneras, camarada profesor. A veces con moneda extranjera, sobre todo los turistas, pero sobre todo a base de trueques. ¿Lo pregunta porque…?
—Porque creía que casi todos los artículos de calidad se enviaban a Moscú, como ese montón de alfombras o esas piezas de seda granate.
—Sí, muchos se envían allí, pero la gente se guarda cosas para ellos mismos o para vender o cambiar aquí. Y no olvide que aquí la gente viene de todas partes, de todas partes, de todas partes. Y hoy parece lleno, pero mañana vendrán muchos miles más cuando los miles que están aquí hayan vendido lo que tienen para vender.
—¿De todas partes?
—Pues sí… Bueno, no literalmente de todas partes, pero sí de toda la región, de toda Asia Central.
—¿Y rusos de Asia Central?
—Ah, sí, sí —dijo Murat con una risita mientras se frotaba los dedos de una mano contra los de la otra con ademán nervioso—. No hay rusos, solo usted. Usted es el ruso del día —añadió el guía con una carcajada forzada.
—Ah —murmuró Ostrov mirando en derredor y procurando que su expresión de turista inquieto no denotara la curiosidad que sentía—. ¿Y qué pasaría si usted se alejara de mí? ¿Si me dejara solo en medio del mercado, vestido como voy y con el aspecto que tengo?
—No vale la pena pensarlo. No pienso dejarlo solo.
—Ya lo sé, pero lo pregunto por curiosidad.
—Ah… Bueno, mire detrás de usted. Despacio.
Ostrov se dio la vuelta. Tras él, un hombre de torso ancho, bigote espeso y una sola ceja apalizaba a otro con un amortiguador de coche. Una mujer tocada con un pañuelo color arena a la luz de la luna permanecía impasible ante varias hileras de sacos de arpillera llenos de especias que se asaban lentamente al sol. Al percibir el aroma del clavo, Ostrov recordó los dedos manchados de su abuela. En un momento dado, la brisa cambió de dirección, y el profesor olió sumac y tomillo, za'atar, lo que le recordó a su tío, panadero medio árabe, y el pan caliente y especiado que partía con las manos. Los cuentacuentos y los vendedores de especias, se dijo, ejercían un poder antinatural sobre la memoria, por lo que convenía eludirlos.
En aquel instante percibió que una gota de líquido caliente le salpicaba la mano. Oyó un chillido espeluznante y vio una lluvia de sangre brotar de un cordero recién sacrificado. Con una serie de cortes y tirones, el matarife le arrancó el pelaje como si de un guante se tratara. Murat le dio una palmadita en la espalda y señaló con un gesto casi imperceptible a un grupo de tres hombres, todos ellos altos, delgados, de porte casi majestuoso, nariz larga, ojos verdes y piel curtida, que estaban de pie entre el matarife y el vendedor de especias, observando a Ostrov en silencio.
—¿Lo ve? Sus amigos. Sus nuevos amigos —rió Murat—. Estamos en la Unión Soviética, así que todos somos hermanos en el socialismo, pero por supuesto, usted, camarada profesor, es el hermano mayor, el favorito de los padres.
—¿Y?
—Pues eso, que a lo mejor los hermanos pequeños queremos un poco de espacio. No podemos tener alejados a los rusos, la verdad, pero lo intentamos si quieren venir aquí. Tienen que venir escoltados por uno de nosotros, porque si no tendrían que traer un batallón de soldados, y aun así quizá la cosa acabaría mal para ellos.
—¿Esos hombres van armados?
—¿Armados? ¡Esto es Asia Central, todo el mundo va armado! Mire —indicó Murat al tiempo que se abría la túnica y dejaba al descubierto una Walther sujeta al costado—. Pero usted no se preocupe. Iremos donde quiere ir y no le pasará nada.
Mientras Murat se ataba de nuevo la túnica, Ostrov se acercó a los tres hombres y empezó a hablar. Murat se quedó boquiabierto, pero al cabo de un momento vio que los cuatro hombres se estrechaban las manos con sonrisas algo reservadas y gestos de asentimiento. Ostrov se situó ante los otros tres. Murat lo vio meter la mano en el bolsillo de la chaqueta y estrechar las manos de los desconocidos con cautela y firmeza antes de llevarse la mano al corazón y hacer una ligera reverencia. Cuando se volvió, Murat lo vio por un instante como una persona distinta, con la cabeza más erguida y una expresión mucho más dura que el desdén habitual en el rostro, pero cuando se reunió con él, volvía a ser el Ostrov de antes.
—¿Qué ha hecho? —farfulló el guía, trastornado; Abulfaz no sabía si Murat estaba furioso o aterrado—. ¿Los ha provocado? Le he dicho, camarada profesor, que por su propia seguridad debe tener cuidado con ellos y no llamar su atención. ¿Qué ha hecho?
—Ahmot, Uham y Mundir son ahora mis protectores.
—Mi primo y yo somos sus protectores —espetó Murat—, y usted nos ha insultado, ha insultado nuestra casa.
—Nada más lejos de mi intención, pero necesito un seguro por si decidiera usted abandonarme a mi suerte.
—¿Por qué? ¿No le he mostrado mi arma? ¿No ha visto a mi primo a diez pasos de nosotros, vigilando, vigilando? ¿Por qué también ellos?
—Murat, quiero que me lleve con su primo.
—¿Qué? Está aquí mismo, puede…
—No, su otro primo. Quiero que me lleve hasta la Vendedora de Leyendas.
Tras pasar ante el cuarto puesto de especias, todos ellos regentados por mujeres de idéntica expresión neutra e idénticas bufandas incoloras envueltas dos veces y media en torno a sus cabezas de mediana edad, Abulfaz empezó a creer que el mercado era un laberinto de espejos. Había un cordero y un matarife, un vendedor tuerto de halcones, y Murat lo conducía en círculos concéntricos cada vez más alejados del centro de actividad del mercado. Por fortuna, sus tres protectores los seguían; no tenía más que arrojar las gafas al suelo para que rebanaran el pescuezo a Murat y lo llevaran a un sitio seguro para cobrar la cuantiosa recompensa que Les había prometido. A lo largo de su carrera, Abulfaz había comprobado una y otra vez los milagros que podían obrarse conociendo aunque tan solo fueran los rudimentos de la lengua local, desplegando un poco de encanto y disponiendo de una provisión inagotable de retratos de Benjamin Franklin en verde y negro.
Murat tomó aliento, volvió la cabeza y escupió. Luego soltó el brazo de Ostrov para enjugarse la boca con la manga, pero en cuanto lo hizo, Ahmot lo empujó con rudeza y le ordenó por gestos que volviera a asir el brazo de Ostrov.
—¿En qué idioma habla con ellos? —inquirió Murat.
—Tayiko. No lo hablo bien, pero por lo visto mis conocimientos bastan.
—¿Entiende algo cuando mi primo y yo hablamos en turkmeno?
—Un poco, aunque no tanto como debería. Quizá después de ver a su primo podría usted darme clases.
—Quizá, por el precio adecuado. Si puede convertir a esos hombres en sus guardaespaldas, quizá pueda conseguir cosas más difíciles que aprender un idioma. ¿Cuántos habla?
—Más de los que podría llegar a imaginarse.
—No me extraña. Aquí casi todos los hombres hablan dos idiomas, el turkmeno y el dialecto turkmeno de su clan. Los más cultos, como yo, también hablan ruso. Vemos que los uzbekos que vienen aquí hablan cuatro o cinco. Todo el mundo en este país sabe algo más aparte de turkmeno. Todo el mundo tiene más, gana más, todo el mundo siempre, siempre y para siempre.
—¿Quiere que le cuente un chiste sobre idiomas? —propuso Ostrov.
—Un chiste. Sí, vale.
—¿Cómo se le llama a un ruso que habla cuatro idiomas?
—No lo sé.
—Sionista. ¿Y un ruso que habla tres?
—No lo sé.
—Espía. ¿Y dos? ¿No lo sabe? Nacionalista. ¿Y solo uno? Internacionalista.
—No me parece muy gracioso —refunfuñó Murat.
—Creía que una persona de las provincias internacionalistas de la Madre Rusia sabría apreciar el humor.
—¿Intenta causarme problemas por hablar mal de la Unión Soviética? Porque le digo claramente que amo la patria y creo que estamos construyendo el camino hacia un futuro hermoso, unidos bajo la bandera roja del socialismo.
—Sí, por supuesto, y yo creo que cada invierno Papá Noel y la Reina de las Nieves salen del bosque para repartir regalos entre todos los niños buenos.
Murat se pasó la lengua por los labios resecos y observó al hombre al que guiaba. Era más alto que Murat, y también de formas más redondeadas, con un rostro tan falto de carácter y detalles, de defectos y atractivo, que se antojaba incompleto. Se burlaba de los principios soviéticos con temeridad, pero llevaba una acreditación soviética que le daba derecho a inspeccionar un mercado que por lo visto le interesaba bien poco. Procedía de una ciudad de provincias situada en el sur de Rusia, pero acababa de trabar amistad con tres tayiko que, a la más mínima provocación, lo habrían matado. Y por si fuera poco, estaba al corriente de algo que había permanecido oculto no ya en el clan de Murat, sino dentro del círculo más restringido de su familia, durante muchos siglos.
Delante de un puesto vacío, Murat besó a una anciana que alrededor del cuello llevaba seis pequeñas jaulas, cada una con un escarabajo negro enorme, de antenas largas y aspecto amenazador.
—Traen suerte —explicó Murat—. Estos jorens se sueltan en el umbral de la casa. Si salen, la casa estará bendecida por siete cosechas y siete inviernos. Si entran, hay que seguirlos mientras recogen los espíritus que acechan dentro, y después de que hayan recorrido toda la casa, hay que quemarlos. Mi tía es la única de nuestro clan que tiene permiso para cazarlos en el desierto.
La mujer hizo un brusco gesto de asentimiento a un muchacho de expresión mezquina que intentaba desplumar a un pollo vivo encerrado en una jaula; el muchacho cogió el collar que la mujer le entregó antes de acompañar a los hombres a una pequeña yurta improvisada detrás del puesto.
La anciana invitó a los hombres a sentarse sobre una alfombra estampada en vermellón, verde musgo y triángulos de oro bruñido. Se sentó frente a ellos, sacó una alfombra circular con flecos de un baúl colocado a su espalda y la extendió en el suelo ante sí. Luego observó a los hombres con expresión expectante y cauta.
—¿Sabe quién soy? —preguntó Ostrov en ruso.
—Sabía que hoy vendría un forastero —repuso ella.
Su voz poseía el timbre apaciguador de una flauta de madera, como si apenas la usara y por ello fuera más joven que el resto de su cuerpo.
—Aparte de eso no es asunto mío, pero hace muchas generaciones que nadie de mi linaje comerciaba con un forastero. No sabía que ninguno de ustedes supiera que existimos, pero suponía que conocía usted mi ignorancia y yo a mi vez sospechaba que usted suponía mi falta de conocimiento. Se trata de una cadena, y como la mayoría de las cadenas de información, es infinita e inane a un tiempo. Pero también es prometedora en tanto que responsable del tema de nuestra primera conversación, y me induce a ofrecerle esta cadena.