Sacó del baúl un grueso cinturón negro que parecía hallarse en constante y turbulento movimiento. Eran tres serpientes, cada una de ellas unida a la boca de la siguiente por la cola mediante toscos anzuelos dobles.
—El Aro de Munatir, Rey Serpiente selyúcida y antepasado lejano mío. Ayuda a presentar muchos semblantes al enemigo Pero tal vez un extranjero como usted no necesite un amuleto como este.
—Así es —repuso Ostrov, apartándose instintivamente de las serpientes.
La anciana volvió a guardar las inquietas serpientes en el baúl y se encaró con Ostrov, las manos entrelazadas sobre el regazo en un ademán solemne y desconcertantemente coqueto a un tiempo.
—¿Por qué ha venido? —preguntó en un tono a caballo entre la burla y la curiosidad sincera.
—Las Jaulas del Kaghan.
Al oír aquellas palabras, la anciana lanzó una risita y se cubrió la boca con una mano, un gesto que le quitó muchos años de encima cual brisa que barre hojas muertas.
—Es un gran honor. Incluso la mayor parte de nuestro pueblo las ha olvidado. Debería preguntarle cómo es que conoce su existencia, pero me da miedo que me conteste. En cualquier caso, no soy más que una pobre tendera. ¿Qué me dará por ellas?
—¿Las tiene?
La anciana suspiró y alargó el brazo, que desapareció hasta el hombro en el interior del baúl. Revolvió el contenido sin mirar, como si fuera ciega. Al poco arqueó las cejas y sacó una vasija de arcilla. Era ancha como la palma de una mano adulta y el doble de alta. La gruesa tapa estaba rematada por un pomo de factura tosca. Parecía hecha por un niño y secada al sol, sin esmalte, acabado ni ornamento alguno. Ostrov se preguntó cuántas personas habrían visto aquella vasija junto a la carretera y pasado de largo. Se preguntó cuántas veces habrían robado al clan sin llevarse aquel objeto en particular porque parecía insignificante. Se preguntó cuán distinto sería el mundo si alguno de los saqueadores hubiera conocido su valor.
—Enséñemela —ordenó a la mujer.
La anciana sostuvo la vasija en alto como si la inspeccionara y acto seguido se la acercó a Ostrov para que hiciera lo propio. A un gesto de asentimiento de Ostrov, la mujer levantó la tapa, encendió una cerilla y la dejó caer en la vasija. Las paredes del recipiente se calentaron y empezaron a brillar como un farol. La luz se reflejaba en las gafas de Ostrov y coloreaba las mejillas de la anciana como si derramara lágrimas relucientes. Ostrov alargó la mano, pero la anciana apartó la vasija.
—¿Ha venido por esto? —inquirió.
Ostrov asintió, y la mujer esbozó una sonrisa astuta antes de levantar de nuevo la tapa y apagar la luz.
—Esta luz es un sol diminuto. Una sola chispa arderá hasta que alguien la extinga adrede. Se puede transportar a cualquier parte y con cualquier tiempo.
—¿Cómo funciona? —quiso saber Ostrov, los ojos brillantes de algo parecido a la lujuria.
—Aquí es donde terminan las historias. No lo sé y no creo que lo sepa nadie. Puede que mi antepasada, visir y sanadora del último Kaghan, lo supiera, pero nadie más. ¿Qué más da?
Ostrov inclinó la cabeza con gesto galante.
—¿Dónde está la hermana?
—¿La hermana?
—Le he pedido las Jaulas del Kaghan, no la Jaula del Kaghan. Hay dos y quiero comprarlas ambas.
—Ah. —La anciana volvió a entrelazar las manos ante ella y bajó la cabeza antes de seguir hablando—. Debo confesarle que es usted el segundo extranjero que visita a una Vendedora de Leyendas, no el primero. De hecho, es el segundo extranjero que me visita esta luna. Vino otro, al que Murat también acompañó hasta aquí con su primo, aunque ese no llegó vigilado por esos tres leones con cuerpo de hombre. Apenas hablaba ruso y conocía la existencia de las Jaulas, aunque creía que solo había una. Solo compró una. La Jaula de la Luna.
—¿Y usted se la vendió? ¿Separó a las hermanas?
—Pues sí. Es que tenía una deuda, una deuda muy importante que me legó la bisabuela de mi bisabuela. Él se avino a considerarla saldada a cambio de la Jaula.
Por primera vez en muchos años, Abulfaz estaba asombrado.
—¿Quién era? ¿Adónde se la llevó?
—No llegó a decirme su nombre. Dijo que era inglés y que cultivaba plantas. Algunas de ellas eran muy especiales y solo crecían a la luz de la luna, y según me dijo, los días de verano son muy, muy largos en Inglaterra.
Objeto 10: Una vasija redonda de barro, de 10 centímetros de diámetro y 20 centímetros de altura. No está esmaltada ni pintada, tan solo hecha de arcilla basta y con las huellas dactilares del fabricante aún visibles en la cara exterior. Es una de las dos Jaulas del Kaghan y emite una brillante luz amarilla, por lo que recibe el nombre de Jaula del Sol. Su hermana, hecha de arcilla negra, emite una fría luz plateada y recibe el nombre de Jaula de la Luna.
Fecha de fabricación: Apenas ningún detalle de la factura de la Jaula deja traslucir nada acerca de la fecha de fabricación. El ceramista era primitivo o bien torpe, ya fuera por naturaleza o por elección. O bien no sabía nada acerca de esmaltado o bien decidió no utilizar dicha técnica; la ornamentación constituía un concepto desconocido para él o bien no resultaba apropiada para esta creación; o no conocía la cocción al horno o por el contrario, se decantó por el secado al sol. La capacidad de la vasija de captar, emitir, intensificar y conservar la luz es, por supuesto, del todo sui generis.
Fabricante: La leyenda sitúa las Jaulas en la corte de los kaghanes jázaros. El título «kaghan» procede del vocablo hebreo cohén, que significa «sacerdote», o bien de término tártaro jan, que significa «dirigente». La etimología elegida dependerá de si se cree que los jázaros abrazaron el judaísmo o el islam (o bien el cristianismo, la alternativa más probable desde el punto de vista histórico, aunque también la menos interesante desde la perspectiva lingüística). El estado jázaro desapareció en torno al siglo X (una vez más, el proceso exacto de su desaparición y los destinos de sus habitantes varían en función de la fe abrahámica), pero
Al-Idrisi
situaba su corazón entre el Volga y el Don, cerca de la actual ciudad rusa de Rostov del Don.
Representantes de las tres religiones mencionan las Jaulas en sus escritos acerca de los jázaros. Salomón Benjamín ben Benjamín, un rabino andaluz, también compositor, teólogo y teórico del color, narró que «el kaghan al que llamaríais Yusuf y yo, José, me preguntó si podía hallarse sobre la tierra una cualidad de luz más duradera que la del sol o la luna, que se extinguen cada noche, y más fiel que el fuego, que puede rugir y morir como un anciano cuya única hija se casa con un infiel. Le repliqué que el sol es eterno y la noche no constituye más que la ceguera de la tierra, pero rehusó mi argumento y me mostró dos recipientes de barro, uno claro y otro oscuro, ambos demasiado toscos para ser dignos de un califa, e introdujo en cada uno de ellos un junco encendido. La vasija clara empezó a brillar como la mejilla de una doncella enamorada para luego adquirir el destello que se observa en los ojos de un hombre que ha hallado la solución a un problema complejo y por fin cobrar el fulgor de un sol niño en pleno aprendizaje. La otra emanaba un brillo duro, cual mujer orgullosa perseguida por un erudito ardiente, pero pobre, plateado como un lago en plena noche, como la hija de la luna».
Un clérigo de Trípoli conocido tan solo por el nombre de Sa'ad fue enviado con mil soldados, doscientas cincuenta mujeres y doscientos cincuenta muchachos a la tierra de los kaghanes. Por desgracia, el más prometedor y bien nacido de sus soldados murió en la corte del kaghan, «pues al ver aquellas lámparas que emulaban las esferas celestes, mi amado Ibrahim se ofendió, recordando la prohibición coránica contra toda imitación de las creaciones divinas, e intentó destruir las vasijas con la parte plana de su espada. En cuanto se abalanzó sobre ellas al tiempo que alargaba la mano para desenvainar el arma, veinte flechas disparadas por arqueros invisibles y ocultos en los infinitos recovecos de la sala del kaghan lo derribaron. Expliqué al kaghan por qué razón había muerto Ibrahim de aquella forma, y el rey infiel quedó impresionado en grado sumo por una fe que libera a sus adeptos de todo temor a la muerte. Su visir sostenía que los seguidores de nuestra fe satisfacen la necesidad humana de vivir aterrorizados sustituyendo el miedo a la muerte por el miedo a la transgresión, pero que la muerte solo llega una vez, mientras el hombre, al ser mortal y repulsivo, transgrede a cada paso».
Los obispos Dulcinio y Sandromes también visitaron al kaghan en algún momento del siglo IX de nuestra era, cuando los jázaros se hallaban enzarzados en una gran guerra con los ejércitos árabes que avanzaban desde el sur del Cáucaso. Dulcinio, martirizado en Uro y convertido en santo patrón de los hombres díscolos y lacónicos que caminan mirando al suelo, así como de los editores de manuscritos, refirió enigmáticamente al emperador Tiberio que «el kaghan puede sostener en sus manos la luz del sol y la luz de la luna, pero no alberga aún en su corazón la luz de Jesucristo Nuestro Señor, y tal es la luz que yo le llevaré, tornándolo tres veces bendito sobre la tierra».
Se desconoce el fabricante.
Lugar de origen: El estado jázaro se encontraba en las regiones del Cáucaso y el Volga. Sus fronteras precisas se desconocen, aunque a buen seguro comprendía algunas partes de Rusia y quizá también zonas de las actuales Georgia, Armenia, Azerbaiyán, Nagorno-Karabaj y el este de Turquía.
Último propietario conocido: Tras la absorción casi completa de los jázaros por el judaísmo, el cristianismo, el islam o simplemente la historia, el paradero de las Jaulas desapareció de los escritos. La gente todavía hablaba de ellas, pero su tamaño y su poder aumentaba y se hacía más vago con cada relato oral. En la corte selyúcida, la Jaula del Sol se convirtió en el nombre de una constelación, mientras que las nubes finas que envolvían la luna de otoño por tres costados empezaron a recibir el nombre de Jaula de la Luna. Tras la dispersión de los selyúcidas, solo quedaron ecos incorpóreos de las Jaulas, historias acerca de historias acerca de un referente original sepultado en algún lugar del desierto y engullido por la inmensidad de la estepa. Cada clan de cultivadores de trigo con recuerdos ancestrales de conquistas, cada clan de pastores y nómadas que alguna vez había gobernado a sus vecinos se recordaba como dueño original de las Jaulas y consideraba su desaparición como símbolo de su preponderancia perdida. Después de que los británicos y los rusos partieran Asia Central como si de un palillo se tratara, y sobre todo después de que los rusos transformaran a aquellos guerreros y exploradores en homo sovieticus en el fuego putativo de la historia (los fuegos metafóricos siempre parecen funcionar mejor cuando tienen cerca fuegos reales para calentar los atizadores), las Jaulas se convirtieron en el monstruo del lago Ness de la investigación histórica sobre Asia Central, un relato de fantasmas urdido en torno a los Pitt-Rivers y el pub Eagle and Child de Oxford.
Si bien el mundo les perdió la pista, las Jaulas cayeron en manos de un solo clan, cuyo nombre es impronunciable en cualquier lengua, pero cuyo linaje se remonta más allá de toda duda hasta Oghuz Jan, el conquistador turco que gobernó un imperio que si extendía desde el mar de Arabia hasta el río Irtysh, y que según la leyenda planificaba las batallas con ayuda de un lobo solitario gris. Las mujeres de dicho clan eran curanderas, «hombres astutos», como las habría denominado Robert Burton, psiquiatras y charlatanas que conocían un sinfín de historias míticas y folclóricas, así como remedios de nombres grandilocuentes cuyo único poder curativo residía en la sugestión. La última de aquellas Vendedoras de Leyendas era titular de documentos soviéticos que la identificaban como Yomtuz Muramasov. Ella y sus sobrinos Murat y Mahmut, junto con tres ciudadanos tayikos no identificados, fueron hallados muertos en una yurta a las afueras del bazar de Tolkuchka en agosto de 1985.
Valor aproximado: Imposible de determinar. Cabe la posibilidad de que Yomtuz las cambiara por un Lada moribundo o que pidiera por ellas el Kremlin entero. Para determinar un precio es necesario examinar objetos comparables, pero en este caso no existen.
Así lograrás la gloria del mundo entero. Entonces toda oscuridad huirá de ti.
Durante el trayecto de casa de Hannah a la mía hice varios intentos fallidos de conversar con ella. Hannah respondía con monosílabos y sin dejar de mirar por la ventanilla. Intenté mostrarme despreocupado, pero lo cierto era que sentía una curiosidad inquieta tanto por Hannah como por la posibilidad de encontrar otra parte del cuerpo clavada a mi puerta. Me planteé insistir en que nos quedáramos en su casa, pero no sabía cómo abordar el asunto con cortesía. También pensé en hablarle del diente y el símbolo que había visto en el marco de su puerta, pero no parecía estar de humor para hablar. Concluí que si hacía falta alguna explicación, me limitaría a improvisar, y que si algo o alguien nos amenazaba… en fin, intentaría no salir corriendo. Esos columnistas para menores de treinta años, la cosecha más reciente de representantes de la cultura popular en las secciones sobre estilo de vida de los periódicos, te dicen cómo presentarte a tus suegros, cómo reconciliar las diferencias religiosas con tu pareja y cómo enfrentarte a tu novia paranoica cuando hurga en tu correo electrónico. Que yo sepa, ninguno de ellos ha escrito sobre lo que debes hacer cuando te encuentras un diente humano y un símbolo extraño en tu puerta, y no sabes si tu novia está de tu parte o de parte del dentista.
—¿Cuál es tu piso? —me preguntó Hannah cuando aparcamos detrás del edificio.
Señalé la tercera planta, donde se veía una luz encendida tras las cortinas siempre corridas.
—Veo que eres de los que malgastan electricidad —comentó con una leve sonrisa; parecía más cansada que enfadada.
—Es mi cocina; supongo que esta mañana estaba un poco despistado. Como recordarás, anoche no dormí mucho.
Hannah volvió a sonreír, esta vez con más convicción. Me besó la comisura de los labios mientras me acariciaba el rostro con los dedos, y cuando bajamos del coche insistió en llevar la bolsa de la compra pese a mis protestas.
En la acera de enfrente, dos tipos barrigudos y con bigote que llevaban chaquetas con el emblema del instituto de Lincoln acababan de salir asidos del brazo y con paso tambaleante de la taberna Colonial. Ambos reían con demasiada fuerza para estar serenos. De repente, uno de ellos se giró como si le hubieran disparado y vomitó en la caja abierta de una camioneta que llevaba un rifle de caza sobre un soporte en la luna trasera.