Aquí está la fuerza fuerte de toda fortaleza porque vencerá a todo lo sutil y en todo lo sólido penetrará.
Estaba en el fondo del mar, con anguilas eléctricas provocándome descargas en los oídos y gritando. Estaba tumbado en el desierto, abandonado para convertirme en festín de una jauría de hienas en celo. Un hombre gordo estaba sentado sobre mi cabeza, emitiendo la nota más aguda posible con un clarinete. Alguien me había llenado la boca con carne de caballo podrida mezclada con chicle recogido del suelo en una estación de metro, y luego me la había sellado. El tren empezó a emitir repetidamente la señal de cierre de puertas.
Me había bebido casi dos botellas de vino, y el teléfono estaba sonando.
Me incorporé a duras penas del sofá (todavía llevaba toda la ropa, incluso los zapatos) y levanté el auricular con la pinza de langosta que tenía por mano.
—Grrmpf —mascullé.
—¿Paul?
—Sí.
—¿Todavía trabajas para mí?
—Art, joder…
Tambaleándome, tropecé con el recipiente abierto de salsa y caí como un saco de patatas sobre el sofá, que se había teñido de granate y apestaba a vino.
—¿Estás enfermo? Si lo estás, Donna dice que te diga que te llevará un poco de sopa.
Me restregué el rostro seco y apergaminado, y cerré los ojos. Aun así, la habitación me daba vueltas. Todavía no tenía resaca; seguía borracho.
—Enfermo no, es que ayer tuve una noche durilla.
—Ah, comprendo —exclamó Art como si en verdad lo comprendiera—. Bueno, acaba de llamarme Eileen Coughlin. Quiere saber qué tal va el artículo, y no he tenido más remedio que decirle que no lo sé. —Se detuvo, y aunque yo sabía que tenía que decir algo, no supe qué decir—. ¿Y bien? ¿Qué tal va el artículo?
—Bien —repuse.
No estaba en condiciones ni de humor de resumirle los acontecimientos de los últimos días. En mi estado apenas era consciente de que tenía brazos.
—Vale, bien. Si va bien, pues bien. Pero deberías llamar a Leenie antes del fin de semana. Está muy interesada en el artículo y en ti. No dejes pasar esta oportunidad, Paul, te lo aconsejo.
Tampoco estaba de humor para escuchar consejos ni los merecía.
—Vale —me limité a farfullar.
—Bien, vale, vale, bien. Esto es como hablar con mi hija cuando tenía trece años. Oye, descansa y bebe mucha agua. Si puedes pasarte por aquí esta tarde, te daré algo nuevo, ¿vale? Austell dice que te echa de menos.
—Sí, ya me lo imagino —grazné—. Hasta dentro de unas horas, Art.
—Hazme caso: bebe agua, duerme, date un baño caliente y aféitate, por este orden. Repite el procedimiento si es necesario. Eso es lo que te enseñan en la facultad de periodismo.
—¿Ah, sí? Creía que solo enseñaban lo que significa «TK».
—Eso también, y otra cosa que te enseñan es que no conviene que un periodista se líe con su fuente.
—Art, yo…
—Solo te estaba tomando el pelo. Esto es un pueblo y todo se sabe. Tu vida personal no es de mi incumbencia y no pretendo entrometerme. Imagino que no lo vas a convertir en una costumbre, pero en cualquier caso, no te conviene granjearte ese tipo de reputación.
—Tomo nota.
—Me alegro. Venga, ánimo y hasta luego.
Después de varios vasos de agua y otros tantos de ginger ale, un largo baño con siesta incluida en mi bañera revestida de liquen y un afeitado excepcionalmente meticuloso con espuma mentolada, conseguí pasar de un estado de pura pesadilla a otro de mero horror. Al cabo de otros tres cuartos de hora, ya no tenía la boca pastosa ni el estómago lleno de cristales rotos y cargas de profundidad. De nuevo era casi un ser humano, y tal condición me pareció idónea para ir a la oficina.
De camino al periódico tenía que pasar por la escuela Talcott, y hasta que tuve la verja principal a la vista fingí que no iba a entrar para ver a Hannah, al igual que fingí que era mera casualidad que pasara por allí a la hora del almuerzo, cuando sabía que estaría libre. Sin embargo, un experto en el autoengaño sabe cuándo desistir, de modo que entré en el recinto de la academia.
La recepción era un hervidero de inactividad. Tres anodinas secretarias de edad indeterminada se sentaban ante tres mesas de madera idéntica equidistantes entre sí. La de la izquierda contemplaba su escritorio con mirada compungida; la de la derecha hablaba por teléfono en voz baja; la del centro me miró con ojos totalmente desprovistos de expresión. Tenían aspecto de dormir envueltas en bolas de naftalina y de sobrevivir a base de tila floja, como manifestaciones platónicas de la perfecta secretaria de escuela privada de Nueva Inglaterra. Saludé con gesto amable (o al menos eso creo) a la del centro, que se recogió un mechón invisible tras una oreja arrugada pero escrupulosamente limpia sin quitarme los ojos de encima. Le pregunté dónde podía encontrar a Hannah Rowe. La mujer carraspeó, cogió una mota de polvo invisible de su mesa y la depositó con toda pulcritud en el cajón superior.
—Siga al señor Heatherington —indicó, señalando a un hombre que estaba de pie ante una hilera de buzones.
Al oír su nombre, el hombre se irguió de repente y nos miró con expresión inquisitiva antes de avanzar hacia mí con la mano extendida. Estrechársela fue como tocar una bolsa mojada llena de ramitas. Di las gracias a la secretaria, pero la mujer estaba concentrada en borrar algo de una ficha y no me hizo ni caso. Seguí las coderas del señor Heatherington por varios pasillos y una escalera. Al llegar a la planta superior señaló una puerta de doble hoja al final de otro pasillo. No había abierto la boca, y si hubiera creído en fantasmas, aquel hombre habría reafirmado mi fe, pero como no creía en ellos, me limité a quedar desconcertado, y lo cierto es que el señor Heatherington todavía se me aparece a veces en sueños, siempre como una figura enigmática en extremo.
Desde el otro lado de la puerta indicada me llegaron risas, la de Hannah y la de un hombre. Dentro vi a Hannah en compañía de un tipo repulsivamente guapo, de esos que no estarían fuera de lugar en una pasarela ataviados con gruesos jerseys de lana, presentándose a algún cargo público o trabajando unos años como profesor de ciencias enrollado pero inofensivo antes de ingresar en la facultad de medicina. Me miró con un aire condescendiente que todo el mundo, salvo los más listos y los más paranoicos, habrían tomado por una expresión afable.
—Paul, ¿qué haces por aquí? —exclamó Hannah con voz neutra.
—Iba de camino al trabajo y he decidido entrar para hablar un momento contigo.
Me sonrió un instante antes de dedicar otra sonrisa cómplice a la dentadura blanca sentada junto a ella.
—Lo siento —se disculpó sin sentirlo en absoluto—. Paul, este es Chip Gregson, uno de nuestros profesores de ciencias. Chip, este es mi amigo Paul. Chip y yo estábamos planificando el calendario.
Chip arqueó las cejas a modo de saludo, pero no se levantó ni me tendió la mano.
—Lo siento, no era mi intención interrumpiros a ti y a Chip, pero querría hablar contigo un momento…
—De acuerdo —suspiró—. Chip, ¿podemos quedar después de la octava? ¿Todavía estarás? —preguntó a su compañero con una sonrisa.
—Sí. Si no estoy aquí, estaré en el primer campo entrenando con los defensas. Ven a buscarme.
Me pregunté qué probabilidades había de que se rompiera una pierna «entrenando con los defensas». Chip apuró su taza de té, avanzó hacia mí con paso atlético y me dio una palmada en la espalda al pasar.
—Encantado, colega —dijo.
—Igualmente.
En cuanto salió, me senté junto a Hannah.
—Bonitos hombros —comenté.
Hannah no dijo nada ni me miró siquiera. Quizá había elegido el momento menos propicio para mostrarme sarcástico. Le acaricié la barbilla, y ella permitió que le levantara el rostro hasta que nuestras miradas se encontraron.
—No entiendo nada —murmuré—. ¿Podrías ponerme al corriente, por favor? Dime qué he hecho mal o qué te ronda por la cabeza.
Siguió en silencio.
—¿Sigues trastornada por lo de Jaan?
Una expresión afligida le surcó el rostro y se asentó en él. Daba la impresión de que estaba intentando por todos los medios llorar o bien contener el llanto.
—¿Puedo hacerte una pregunta, Paul?
—Claro.
—¿Por qué te importa?
—¿El qué?
—Todo este asunto. Jaan, lo que le ha ocurrido, yo…
—Bueno, lo primero es fácil. Jaan es un personaje interesante. Mira…
Me giré hacia ella e intenté poner orden en mis ideas mientras contemplaba las anillas olímpicas que las tazas de té habían dejado sobre su mesa.
—Era un profesor que apenas daba clase; tenía contactos con ladrones de joyas; cuesta imaginar una vida más enclaustrada que la de dar clase de historia báltica en la Universidad de Wickenden y vivir aquí en Lincoln, pero Jaan no solo llevaba un arma encima, sino que la disparó en dos ocasiones, librándose ambas veces de las consecuencias gracias a la protección del departamento de historia y de la universidad, a la que por cierto donaba todo su sueldo y más. ¿Cómo vivía? ¿Cómo es que conocía a alguien como Vernum Sickle? ¿De qué tenía miedo? Quiero saber quién era.
Hannah no parecía impresionada. En momentos como ese desearía contar con un guionista mejor que me escribiera las frases, porque la verdad era que necesitaba ayuda.
—Además —añadí más despacio—, alguien dejó una amenaza, un diente humano ensangrentado, clavado en mi puerta, y eso me cabrea. Mira, nunca he sido valiente, nunca me ha hecho falta, pero me cabrea que alguien me amenace en lugar de respetarme lo suficiente para explicarme por qué no debería publicar el artículo y cuáles serían las consecuencias si lo publicara, a fin de que yo pudiera tomar mi propia decisión con conocimiento de causa. La segunda pregunta también es fácil de responder.
—No digas ninguna estupidez —me advirtió con los ojos brillantes.
—Es que es una pregunta muy fácil —insistí.
De repente apretó el pecho y los hombros contra mí, me apoyó las manos en la espalda desnuda, bajo la camisa, y me besó como un animal hambriento antes de empujarme al suelo y colocarse a horcajadas sobre mí. Luego me giró el cuerpo hasta que estuvimos encarados, yo sobre el costado derecho y ella sobre el izquierdo, tendidos en el suelo de linóleo que olía a décadas de desinfectante y tiza.
—No entiendo nada —admití en voz baja—. ¿Qué estás haciendo?
—No me lo preguntes, por favor. ¿Harías algo por mí?
—Claro.
—Deja que Jaan descanse en paz durante un par de días.
—¿A qué te refieres?
Hannah se incorporó. La melena se le había llenado de polvo, de modo que la sacudió.
—Prométeme —insistió, apretándose de nuevo contra mí— que dejarás a Jaan en paz durante un par de días. Después puedes hacer lo que quieras.
—¿Por qué?
—¿Lo harás? Por favor, si no por Jaan, por mí. Por favor.
Suspiré, me levanté y me senté en una silla junto a su mesa.
—¿Solo un par de días?
—Dos. Dale un respiro a Jaan y luego haz lo que tengas que hacer, todas las preguntas que quieras.
La ausencia de pronombres personales en aquella frase debería haberme sorprendido.
—Vale.
—¿De verdad?
—De verdad. Puedo tomarme un par de días libres. De todas formas, tengo otros artículos que escribir.
Se sentó en mi regazo y me sostuvo la cabeza entre sus manos.
—Sé que te debo una explicación, pero te ruego que me creas cuando te digo que lo que te pido es lo mejor por el momento. Lo mejor para Jaan, lo mejor para todos los que lo apreciaban, lo mejor para mí…
—No lo haría por nadie más —puntualicé.
—Gracias, Paul. Paul…
Dejó mi nombre suspendido entre nosotros como una burbuja de jabón que no se rompió hasta que Hannah se levantó de mi regazo.
—Tengo que ir al periódico.
—Y yo tengo clase dentro de cuatro minutos. ¿Por qué será que la única pieza de música clásica que les gusta a los adolescentes es el Bolero?
—¿Qué es el Bolero?
—No tienes remedio. Prométeme que aprenderás algo de música —pidió con expresión inusualmente seria.
—¿Me enseñarás?
—Me gustaría. Sí, quiero hacerlo.
—¿Qué está pasando?
Hannah me besó dos veces y dejó la mano apoyada sobre mi mejilla durante un instante.
—Tengo que ir a clase. ¿Me llamas luego?
—Cuenta con ello.
—Eres tan digno de confianza… Gracias. Por todo.
Realmente tenía intención de dejar el asunto, lo juro por Dios. Contravenía todos mis instintos, pero lo habría hecho porque podía saborear a Hannah en lo más profundo de mi garganta cada vez que la veía. Si ello significaba ocuparme de otros artículos, lo que de todos modos debía hacer, y dejar correr el asunto de Jaan durante un par de días (a fin de cuentas, nos encontrábamos en el período relajado entre publicación y publicación), pues de acuerdo. Podía aceptarlo, y Art también, claro que él no se enteraría.
Pero lo que ocurrió fue que al entrar en la redacción del Carrier, apenas tuve tiempo de saludar a Austell con la mano antes de contestar al teléfono, que estaba sonando.
—Sí, quisiera hablar con Paul Tomm, por favor.
—Soy yo.
—Ah, magnífico, ya me lo parecía. Soy Anton Jadid.
—Profesor, me alegro de tener noticias suyas. Gracias de nuevo por la comida del sábado.
—Fue un placer, un auténtico placer. La verdad es que llamo porque me gustaría volver a invitarte a comer.
—Por supuesto. ¿Cuándo?
—Esta noche.
—¿Esta noche?
—Sí. Lamento avisarte con tan poca antelación, pero he descubierto algo que creo que te interesaría mucho.
—¿Relacionado con el profesor Pühapäev?
—Relacionado muy estrechamente con Jaan, sí, señor. Preferiría no hablar de ello por teléfono. ¿Podemos quedar esta tarde en la facultad, hacia las cinco y media? Me disculpo de nuevo por avisarte con tan poco tiempo y por convocarte tan temprano, pero sería lo mejor.
¿Podía quedar con él? Supongo que la promesa que le había hecho a Hannah era falsa, y no me engañaba (al menos, no más allá de un engaño superficial y autoimpuesto) respecto a los motivos que me habían inducido a hacérsela. Creo que en su momento tenía intención de cumplirla, pero no era una intención demasiado sólida. En primer lugar, todas las razones que le había dado para querer seguir trabajando en el artículo eran ciertas. En segundo lugar, Jadid y su sobrino se habían tomado molestias extraordinarias para ayudarme; no podía decirles sin más que lo dejaba correr todo. Y en tercer lugar, sé que no queda bien parecer ambicioso, pero ese detalle deontológico es mucho más fácil de cumplir cuando no tienes carrera alguna, mientras que yo ansiaba el empleo de Boston.