—Sí, por supuesto —accedí—. ¿Quiere que lleve algo?
—No, por supuesto, aparte de grandes dosis de curiosidad y apetito. A mi mujer le habría encantado conocerte, pero por desgracia se ha ido esta mañana para participar en una conferencia en Cincinnati, de modo que la responsabilidad culinaria recae en mí. Ven a la facultad a las cinco y media. Lo más probable es que esté cerrada con llave, pero estaré atento a la puerta. Procura golpearla con fuerza. Hasta entonces.
—Hasta entonces.
Miré el reloj. Eran las tres y cuarto. Para llegar a Wickenden a tiempo, tendría que haber salido a las tres, teniendo en cuenta el tráfico de la hora punta. A través de la puerta cerrada de Art oí el chirrido que emitía la silla cada vez que su ocupante se levantaba. El cajón de su escritorio se cerró, y sus pasos se acercaron a la puerta. No había razón para quedarme a explicar al jefe por qué pasaba tan solo tres minutos en el despacho un día laborable, ¿verdad? Por supuesto que no. Para cuando se me ocurrieron los primeros contraargumentos, ya estaba a las afueras de Hartford, conduciendo hacia el este a ciento diez kilómetros por hora.
Entré en el aparcamiento de la facultad de historia cuando los últimos rayos de sol se ahogaban en el río Wickenden a mi espalda. No había ningún otro coche estacionado, lo cual me inquietó, pues había esperado ver al menos el de Jadid. Me protegí los ojos para mirar por las ventanas delanteras y vi que los fluorescentes del vestíbulo estaban encendidos, aunque supuse que siempre lo estaban. No había ninguna puerta abierta. La raída moqueta gris, la vieja escalera de madera, la pintura desconchada de la barandilla de hierro forjado y el silbido del viento contra el revestimiento de la fachada confería al edificio el aspecto de un anciano adormilado que roncaba. Llamé a la puerta, primero suavemente, luego con firmeza, insistente, con mucha fuerza y por fin ayudándome con la puntera del zapato. El profesor Jadid acudió a abrir ataviado con una camisa azul de cuello abierto y vaqueros bien planchados; era la primera vez que lo veía sin la sempiterna americana con corbata. Las gafas se bamboleaban colgadas sobre su pecho mientras bajaba la escalera. Tenía aspecto de abuelo joven y afable sin su armadura académica.
—Paul, me alegro mucho de volver a verte. Lamento haberte hecho esperar. ¿Hace mucho que has llegado?
—No mucho, la verdad. —Lo suficiente para romperme un par de dedos del pie, nada más—. Yo también me alegro de verlo.
—Estupendo. —Se hizo a un lado para dejarme entrar en el oscuro vestíbulo—. Mi despacho da al patio trasero. Es un rincón magnífico, tranquilo, totalmente desierto cuando cierra la facultad. Lo elegí precisamente por ese motivo, pero esta tarde, por desgracia, ha hecho que tardara mucho en oírte llamar. Me alegro de haberte oído por fin. Pasa, pasa.
Me rodeó los hombros con ademán paternal, me condujo al interior del edificio polvoriento y silencioso, y cerró con llave.
—Te diré por qué te he llamado —dijo, frotándose las manos, no sé si de satisfacción o por el frío—. No, a decir verdad, creo que será mejor que te lo enseñe. Supongo que no violaremos ninguna intimidad a estas alturas, ¿verdad?
—¿La intimidad de quién?
—Ah, buena pregunta. ¿La intimidad de quién? Pues la de Jaan, por supuesto. Es que él… Bueno, la verdad es que nunca se me ha dado bien hacer regalos. Subamos. Nuestro departamento, como casi todo en Humanidades, tiene una falta de espacio tremenda —explicó el profesor mientras subíamos la escalera—. Los profesores Ryerson y Zinoman, a los que contratamos a principios de este curso, comparten despacho, y aunque lo cierto es que se lo toman con filosofía, dudo mucho que les parezca una situación ideal, así que hoy he decidido empezar a vaciar el despacho de Jaan para que cada uno de ellos tenga su propio espacio el semestre que viene. Pero tropecé con un problema.
Me hizo parar delante de la puerta de Jaan. Advertí que Crowley había pegado la cubierta de su libro y tres críticas favorables en la puerta de su propio despacho.
—¿Te llama la atención alguna cosa en esta puerta?
Tenía cuatro lados, picaporte metálico, cerradura y una chapucera capa de pintura blanca, como todas las demás puertas del departamento.
—No.
—Ah, ya me lo figuraba. Mira hacia abajo, si no te importa.
Al obedecer vi dos ojos de cerradura de acero situados en las dos esquinas inferiores. Eran romboides y tan grandes que una llave de dimensiones corrientes habría quedado engullida en sus fauces. Jadid esbozaba la sonrisa satisfecha de un científico que acabara de completar un experimento excepcionalmente difícil y espectacular.
—Interesante, ¿verdad? Desde luego, yo no autoricé la instalación de esas cerraduras ni sé cuándo las hizo poner Jaan.
—¿Tiene las llaves?
—Por supuesto que no. Creo que no quería que nadie más que él entrara en este despacho.
—¿Por qué? ¿Y cómo vamos a entrar?
—Bueno, responderé en primer lugar a la segunda pregunta… Ya he entrado. Tengo entendido que ayer Joseph te hizo una demostración de su habilidad para forzar cerraduras, y por lo visto no te hizo demasiada gracia.
—Se lo ha contado, ¿eh? No, la verdad es que no estuvo tan mal, al menos en teoría. Quiero decir que me alegré de verlo, pero luego quizá… en fin, da igual.
—Hum —masculló Jadid, mirándome por encima de las gafas—. Joseph tuvo la impresión de que tu acompañante reaccionó con mucha menos ecuanimidad que tú.
—No creía que hubieran estado suficiente rato en mi casa para darse cuenta —repliqué, a la defensiva.
—Claro, claro. Joseph puede llegar a ser muy observador en los pequeños detalles, sobre todo de índole personal, una facultad valiosísima en su profesión. Quizá en este caso se equivocara —intentó contemporizar—. Sea como fuere, Joseph ha conseguido abrir estas cerraduras, pero le ha llevado casi una hora, lo cual, según su listón olímpico, significa que son casi infalibles. Y mira —añadió al tiempo que empujaba la puerta y me hacía entrar en el despacho, inusualmente frío y mohoso.
Seis largos cilindros de acero, cada uno de entre tres y cinco centímetros de diámetro, atravesaban el reverso de la puerta del despacho, tres de ellos unidos por una barra situada a la izquierda, y tres por otra barra a la derecha. Los seis cilindros encajaban en otros tantos cilindros de acero, tres en cada lado del marco.
—Cada cerradura controla tres de estas resistentes barras —explicó el profesor, deslizando la mano a lo largo de una de ellas—. Joseph dice que estas cerraduras son las que suelen instalarse en las cámaras acorazadas de los bancos, aunque por lo general van montadas en una puerta de acero. Supongo que una puerta así habría resultado demasiado llamativa para una facultad de historia. Pero en cualquier caso, es la primera vez que Joseph veía un sistema así instalado en un despacho privado. ¿Por qué crees que lo tenía?
—No tengo ni idea. ¿Para hacer gasto?
—Sin duda guarda relación con eso. De hecho, pocas empresas de esta zona instalan esta clase de cerraduras. Joseph dice que llamará a las que hay en Wickenden y alrededores para comprobar si alguna ha acudido a esta dirección. Imagina que los coleccionistas de arte muy ricos, por ejemplo, podrían tener cerraduras similares en sus casas, pero la razón por la que supone que no ha visto ninguna hasta ahora es que funcionan lo bastante bien para que la policía no tenga ocasión de investigar delitos relacionados con los objetos que protegen. Por supuesto, Joseph es Joseph, y a veces exagera un tanto para quedar bien, pero creo que en lo fundamental tiene razón. Toda persona que puede permitirse una cerradura tan compleja e inexpugnable como esta no solo tiene intención de proteger, sino que por lo general consigue proteger los objetos guardados tras ella.
—¿Y qué objetos guardaba Jaan?
—Ah, esa es una pregunta no solo fascinante, sino en mi opinión, también crucial y mucho más trascendente que la muerte de un profesor. De hecho, puede parecer… en fin…
Se volvió hacia el interior del despacho, y yo seguí su ejemplo. Ojalá pudiera decir que vi un cadáver colgado del techo, una puerta secreta al fondo o enormes sacos de cocaína con sus correspondientes básculas, pero lo cierto era que parecía un despacho de profesor cualquiera, con sus estanterías atestadas de libros y papeles, una enorme mesa desordenada con más montañas de papeles, un ordenador y una máquina de escribir eléctrica sobre una mesita auxiliar. El único detalle peculiar era que solo había una silla en todo el despacho y estaba colocada tras la mesa, lo cual parecía indicar que Pühapäev había prescindido de las horas de visita.
—¿Qué va a hacer con sus cosas? —pregunté.
—Supongo que el departamento se las quedará, a menos que alguien venga a reclamarlas. No tiene familia, ¿verdad?
—De hecho, he conocido a su hermano.
Jadid se volvió hacia mí con ojos brillantes y una expresión menos sorprendida de lo que habría esperado.
—¿Su hermano? ¿En serio? ¿Se parecen?
—La verdad es que no, si no me falla la memoria. Los dos eran ancianos, blancos y llevaban barba, pero ahí acaba la semejanza.
—Ah —suspiró el profesor con una sonrisa distraída mientras golpeteaba la jamba con la puntera del zapato—. Pero eso no demuestra nada. ¿Te forjaste una impresión de él?
—No especialmente, aunque la verdad es que no le gustó que le hiciera preguntas.
—Por supuesto que no, por supuesto que no. Bueno, bueno… Echa un vistazo a los libros y dime si ves algo extraño.
Los libros estaban escritos en tantas lenguas que no tenía modo de averiguar si había algo extraño en ellos o no. Encontré algunos en inglés, Poly-Olbion, de Michael Drayton; Brief Lives, de John Aubrey; The Patterne of All Wisdome, de Geoffrey LeMetier; Collected Chymica, de sir George Ripley; Arabs of the North Sea, de Herve Tiima; Pálido fuego, de Vladimir Nabokov.
—No estoy seguro. Por desgracia, no sé nada más que inglés y una pizca de holandés.
—Yo leo sin problemas en ocho lenguas y en seis más con ayuda del diccionario, pero entre estos libros he contado más de treinta lenguas, tales como el árabe, el chino, el ruso, el urdu… Hay varios escritos que parecen árabes, pero que emplean diacríticos distintos. Hay obras en coreano, húngaro, finlandés… ¿Conoces a alguien que sepa hablar o leer tantas lenguas?
—No.
—Yo tampoco. Aprender tantos idiomas llevaría décadas, y una persona tardaría quizá siglos en leer todos los libros que contiene este despacho. No obstante, eso no demuestra nada. Pero la cuestión es que de los que sí puedo leer, ni uno solo, a excepción del volumen sobre los árabes del mar del Norte, quienes, al menos que yo sepa, no existen, ni uno solo de ellos, repito, guarda relación alguna con la historia báltica, su presunta especialidad. Y mira esto —agregó, acercándose a la estantería más alta y ancha del despacho—. ¿Sabes qué hay detrás de estos libros? ¿No? Pues una ventana.
—¿Y?
—La política de la facultad gira en torno a las ventanas. Un sociólogo podría escribir un magnífico ensayo sobre las ventanas como símbolo de categoría en el universo académico. Cada despacho tiene dos ventanas. Los profesores tardan años en poder instalarse en una habitación con vistas, mientras que Jaan ocultó deliberadamente la suya. Por supuesto, no tiene demasiada importancia, ya que esta ventana da a un callejón y tiene magníficas vistas a los contenedores del restaurante mexicano La Tortilla. Examiné la ventana desde el callejón y vi que la cortina estaba corrida. Una cortina corrida (y como puedes comprobar, una cortina robusta que parece encolada a la pared alrededor de la ventana) y una estantería inmensa que protege la ventana. Otra precaución inusual, ¿no te parece? Quizá prefería trabajar en penumbra, pero no lo creo probable, ya que dejó la otra ventana, la que hay detrás de su mesa, al descubierto.
—¿Disparó desde esa?
—Sí, pero por lo visto más tarde introdujo ciertas modificaciones. Coge este libro, por favor. —Sacó de la librería un voluminoso libro en hebreo encuadernado en cuero rojo con letras doradas y me lo alargó—. Coge este libro y arrójalo por la ventana.
Me quedé inmóvil con el libro en la mano, sin saber qué hacer. El rostro de Jadid resplandecía de energía, y su perpetua sonrisa felina se había ensanchado bajo los ojos relucientes y las mejillas tersas.
—Venga, dame el libro. No pretendía presionarte, pero lo cierto es que no tenías por qué preocuparte.
Avanzó hacia la ventana y arrojó el libro contra ella. El lomo del volumen quedó algo hendido, pero la ventana permaneció intacta. El profesor golpeó el vidrio con los nudillos, provocando un sonido sordo, como si golpeara una piedra.
—Plexiglás. A prueba de balas, diría yo, de unos diez centímetros de grosor. No creo que un arma de calibre normal pudiera atravesar esta ventana. Y mira —indicó al tiempo que se inclinaba hacia el marco y deslizaba un dedo por él—. Está sellado, no solo pintado. Este despacho es una auténtica fortaleza.
De los tejanos de Jadid brotó una melodía electrónica, «Sueño con Jeanie la de Melena Castaña». El profesor se sacó del bolsillo un teléfono móvil, lo cual me asombró tanto como si hubiera sacado un vial de crack. Echó un vistazo a la pantalla para averiguar quién llamaba y asintió satisfecho.
—¿Joseph? Sí, muy bien, gracias. ¿Y tú? Estupendo, estupendo. ¿Qué? ¿En serio? Vaya, ¿qué…? De acuerdo. No, no, está aquí conmigo, en el despacho de Jaan. Creo que he encontrado… ¿Tú también? Estupendo, estupendo. Iba a enseñarle lo mío a Paul esta noche durante la cena. ¿Te apetece acompañarnos? Claro que sí. En mi casa, sí, ahora mismo nos vamos. Pues hasta ahora. De acuerdo, adiós.
Cerró la pestaña del teléfono y se volvió hacia mí.
—Era mi sobrino: detective, sibarita, memoria andante y ladrón de truenos.
—¿A qué se refiere?
—Yo creía saber en qué andaba metido Jaan, pero no quién era en realidad. Tenía muchas ganas de exponerte mi teoría esta noche, pero ahora Joseph cree haber averiguado algo similar. Mi descubrimiento guarda relación con esta caja fuerte —explicó, señalando una pequeña caja negra y cúbica situada bajo el escritorio de Jaan; tenía la puerta abierta y estaba vacía—. Joseph ha tenido la amabilidad de abrirme. Ven a echar un vistazo.
Me agaché y escudriñé el interior de la caja. Jadid señaló dos pequeñas protuberancias cilíndricas en los rincones superiores del fondo.