La biblioteca del cartógrafo (15 page)

Read La biblioteca del cartógrafo Online

Authors: Jon Fasman

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: La biblioteca del cartógrafo
3.11Mb size Format: txt, pdf, ePub

Me dedicó un guiño cansado, se levantó, se puso su deformado abrigo verde y palmeó cada bolsillo como parte del ritual.

—Me voy a casa a llorar. Luego iré a ver a Ananya. Nos vemos mañana por la mañana.

EL NEY PLATEADO DE FERAHID

Hermes, Thot y Mercurio, raudos e ingeniosos, amados pese a su inconstancia. El instruido galeno bautizó a la progenitora de mi arte en honor del miembro griego de aquel triunvirato. El metal en sí mismo es tan previsible en sus propiedades y naturaleza, pero no en sus acciones concretas, como cualquiera de estos dioses. A su modo se asemeja a la mujer, al agua y a la música, que crean, sostienen y confieren sabor a la vida.

HAMID SHORBAT IBN ALI IBN SALIM FERAHID
,

De los objetivos de la música y el sol

Objeto 4: Flauta vertical de forma cilíndrica, 28,3 centímetros de longitud y 2,1 centímetros de diámetro, con seis orificios en un lado y uno para el pulgar en el obverso. Justo debajo de la boquilla se ve una luna tallada al estilo persa, así como una inscripción en farsi que dice «Plata, pero no nuestra plata». La flauta consiste en un cilindro hueco de plata relleno de mercurio y sellado en ambos extremos y alrededor de los bordes de los orificios.

El instrumento es el más famoso de la pareja; su sobrenombre persa se traduce como «Facilitador deslizante de locura». «Deslizante» hace referencia a la ausencia de notas fijas que produce este ney; cuando el mercurio fluye a lo largo del cuerpo de la flauta como reacción al calor y la presión de los dedos del intérprete, el peso del instrumento se redistribuye y como consecuencia de ello la tonalidad y el timbre de los sonidos varían.

Ghazi Yafar Sharaf
describe el momento en que Ferahid hace entrega del ney a Ismail: «Ferahid ofreció a Ismail, fruto del árbol genealógico más noble de los samanís, una segunda flauta, en esta ocasión de plata, con una luna tallada y una inscripción junto a la boquilla. "Con esta flauta pueden emitirse más notas que con cualesquiera otras tres de distintos tamaños", explicó a su señor. "No obstante, ello requiere una firmeza de espíritu reflejada en la firmeza de los dedos del intérprete." Dicho aquello, tapó todos los orificios con los dedos y sopló por la boquilla. En efecto, el sonido resultante tembló sin apaciguarse. Con una reverencia alargó el instrumento a Ismail, quien lo contempló con la benevolencia y el gentil buen humor por el que con tanta justicia se lo recuerda. "Músico —dijo—, ¿me concederás a tu única hija si logro emitir una sola nota de claridad sostenida y te pido su mano?" Una vez más, el músico accedió sin vacilar. "Músico —repitió Ismail—, ¿tienes una sola hija?" Ferahid repuso que Dios tan solo le había concedido un único hijo varón. Ismail, Guirnalda de Bujara, señor de todo el mundo, dejó la flauta sobre la mesa más cercana a su trono y sonrió».

Al igual que su gemelo, el ney de plata representa tres metáforas:

1. De valor ligeramente inferior al oro, la plata simboliza que el proceso alquímico está a punto de finalizar; representa el esfuerzo más que el triunfo.

2. Si el sol es el padre, la luna es la madre, y como tal encarna los principios frescos, receptivos y puros del proceso.

3. El mercurio, con frecuencia denominado argent vive, simboliza la transformación o la propia alquimia. Informe y rápido, el mercurio es posibilidad pura y poco digna de confianza; requiere una mano firme por el conocimiento más que una fuerza para domeñarla.

La ironía de que el propio Mercurio fuera, entre otras cosas, dios del comercio y de la riqueza, no escapaba a la mayor parte de los alquimistas.

Fecha de fabricación: Véase «El ney dorado de Ferahid».

Fabricante: Véase «El ney dorado de Ferahid».

Lugar de origen: Véase «El ney dorado de Ferahid».

Ultimo propietario conocido: Véase «El ney dorado de Ferahid».

Valor aproximado: Véase «El ney dorado de Ferahid». 

El viento lo llevó en su vientre, la tierra fue su nodriza.

Salí de la oficina en cuanto Art se fue. No me apetecía hablar de la muerte con Austell. Emprendí el cuidadosamente diseñado «paseo sin rumbo» que Art me había mostrado al trasladarme a Lincoln. Salir por la puerta trasera del despacho, bajar la pendiente, adentrarse en el bosque y seguir el río hasta el puente que lo cruza cerca de la gasolinera que marca el límite del centro de Lincoln. Cuando alcancé el ecuador del paseo empezó a llover, no una llovizna insignificante que pudiera tomarse por neblina, ni tampoco un chaparrón cuyo paso pudiera esperar bajo un árbol, sino la típica lluvia constante y fría que caracteriza el final del otoño en Nueva Inglaterra, esa que te cala hasta los huesos y oscurece cielo y tierra. Pasé por mi casa, situada frente a la gasolinera, me cambié de ropa, me puse un anorak y cogí un paraguas.

Cuando regresé a la redacción la encontré vacía (gracias a Dios), y sobre mi mesa había un sobre con mi nombre. Lo abrí y saqué una hoja de papel con el sello del condado de New Kendal en la parte superior y un post-it amarillo que decía: «PT -Ver documento adjunto si estás interesado. En caso contrario, hazle un favor al Panda y échale un vistazo de todos modos. Por favor, déjalo sobre mi mesa cuando termines. Buena suerte con la profesora de música. Recuerda que la vida es corta. Hasta mañana. AR».

Bajo el sello empezaba el informe de la policía de New Kendal sobre la muerte de Vivepananda Sunathipala. La fecha y hora escritas junto a la firma indicaban que el informe se había presentado a las 22.03 horas de la noche anterior. El sello horario de la esquina superior derecha mostraba que lo habían enviado por fax a Art Rolen a las 9.59 horas de aquella misma mañana. Me pregunté a quién conocería en el cuerpo policial de New Kendal. El informe explicaba que el Panda había sido atropellado por un coche de modelo reciente, de dos o cuatro puertas, pintado de negro, gris, azul marino o violeta, con uno o más conductores, varones o mujeres. Cinco testigos habían visto a cinco conductores de características distintas. Dos enfermeros habían visto a un forense muerto en la calle. Todos coincidían en que el coche no se había detenido, en que apenas si había aminorado la marcha después de atropellar al Panda.

La segunda muerte sin explicación con que me topaba en los últimos dos días, más que en todos mis veintitrés años de vida juntos. Relacioné a Pühapäev y el Panda por una simple cuestión de circunstancia, pero al poco me pregunté si de hecho no existiría alguna conexión entre ambas muertes. Desde luego, resultaba extraño que el único hombre de Connecticut en examinar con detenimiento al primer fallecido muriera al poco. Pero ¿consideraría alguien más que era extraño, o creería la gente que no se trataba más que de dos muertes casuales, unidas por el único y tenue vínculo de que guardaban cierta relación con mi trabajo?

Firmaba el informe un tal teniente Haynes Johnson, al que llamé para comprobar si tenía algo más que añadir. Pero cuando le dije que llamaba de un periódico, me pasó con el relaciones públicas, quien me recordó que «la información relativa a una investigación en curso, sea o no relevante para dicha investigación, no se hace pública hasta que las autoridades puedan cerciorarse de que hacerla pública reportará algún beneficio dirigido a la detención del sospechoso o los sospechosos». Todo un logro sintáctico. Le di las gracias, colgué, dejé el informe sobre la mesa de Art con una nota («AR: He hecho lo que me has dicho. Muchas gracias. Espero que tú, Donna y la familia del Panda estéis todo lo bien que cabe esperar. PT»), y salí de nuevo a la lluvia para entrevistar a una profesora de música.

Cuando torcí a la izquierda por Orchard Street, esquivando a duras penas las ramas bajas que se cernían sobre la calle, Allen Olafsson conducía en sentido opuesto en el coche patrulla del pueblo. Me miró con ojos entornados a través de los dos parabrisas para intentar discernir quién era. Cuando nuestros coches casi se tocaban, me dedicó una leve inclinación de cabeza y media sonrisa para indicar que me había reconocido, me hizo luces, se desvió y detuvo el coche a un lado de la calle antes de bajar la ventanilla. Paré mi coche a su altura.

—Es la segunda vez que nos vemos en este barrio —comentó con voz neutra—. ¿Qué le trae por aquí?

Estuve tentado de replicar que no era asunto suyo, pero nunca está de más tener a la policía local de tu parte.

—Una entrevista.

—¿Una entrevista? ¿Y quién vive aquí que merezca la pena ser entrevistado?

—En la casa de la señora DeSouza vive una profesora.

—Mary DeSouza, ¿eh? Un personaje muy raro. ¿La entrevista tiene algo que ver con nuestro difunto amigo?

—Sí, tiene que ver con su necrológica —expliqué.

No veía motivo para mencionar al forense, el informe policial y la investigación para un periódico de Boston; siempre es mejor simplificar.

—¿Ha encontrado algo en la casa? —pregunté al policía.

—Qué va —negó Al al tiempo que se quitaba la gorra y se pasaba la mano por el ralo cabello pajizo—. De hecho, ni siquiera he entrado. Solo paso con el coche de vez en cuando, para asegurarme de que no desaparece nada y de que no vuelve nadie, aunque no sé si sirve de algo. —Esbozó una sonrisa afligida—. Entre nosotros, Bert cree que pierdo el tiempo, pero me hace sentir mejor y me da una excusa para salir de la oficina.

Asentí sin decir nada, con la esperanza de que tomara mi silencio como una invitación para dar por concluida nuestra conversación. Así fue.

—Bueno, no le entretengo más —dijo—. Pero una cosa… Si se entera de algo interesante sobre ese tipo, ¿me lo hará saber? Yo haré lo mismo, para que tenga… ya sabe, una fuente.

No sabía a ciencia cierta si se estaba cachondeando de mí, pero accedí. Me tendió la mano y se la estreché. Luego se alejó, con la luz del techo centelleando y la sirena apagada.

La calle moría a escasos metros de distancia. A ambos lados de la calzada, el humo seguía brotando de las chimeneas de las dos casas de piedra, que como la otra vez estaban a oscuras. El columpio de Pühapäev continuaba en el mismo estado lamentable, y la lluvia había transformado su jardín delantero en un paisaje lunar salpicado de cráteres y barro. Aparqué delante de la casa de madera de tres plantas, la única de la calle que mostraba indicios de estar habitada, y me dirigí a la puerta principal. Debajo del timbre, un adhesivo blanco decía DeSouza, con una flecha que señalaba hacia arriba, y Rowe, con una flecha que señalaba hacia la fachada lateral de la casa. Seguí la flecha, pisé un charco, me encaminé a la puerta lateral y resbalé con algo tirado en el sendero que se estrelló contra la puerta con un golpe embarazosamente fuerte. Era una enorme llave inglesa. La recogí justo cuando la puerta se abría.

Era más baja de lo que la señora Rolen me había dado a entender, tan solo un par de centímetros más alta que yo, pero su delgadez y su larga melena la hacían parecer más alta. Tenía el cabello castaño claro, ojos grises y facciones angulosas, diáfanas. No era un rostro bello, pero adquiría profundidad cuanto más lo contemplabas. Los cambios de humor y de pensamiento lo surcaban como agua y se zambullían veloces bajo la superficie. Por supuesto, eso sucedió más tarde, pero aun aquella primera vez me descolocó.

—¿Hannah Rowe?

—¿Paul Tomm? —replicó en el mismo tono.

No sabía si me estaba tomando el pelo o tan solo respondiendo con musicalidad a mi saludo. Bajó la mirada hacia la llave inglesa que sostenía en la mano como si de un ramo de flores se tratara. Me sonrojé.

—Sabía lo de los griegos que traen presentes, pero nunca me habían hablado de periodistas que traen llaves inglesas. Eres Paul, ¿verdad?

Asentí, y Hannah me invitó a entrar tras quitarme la llave inglesa y volverla a arrojar con despreocupación al sendero.

—Llegas un poco pronto —comentó y se apresuró a agitar la mano cuando empecé a disculparme—. Solo es una constatación, no un motivo de disculpa. ¿Te apetece un poco de té?

Repuse que sí, y ella me indicó que me sentara en uno de los dos sillones verdes colocados en un rincón, alrededor de una mesa redonda de madera. Me dirigí hacia uno de los sillones, y al quitarme la chaqueta volqué la mesa. Una curiosa mezcolanza de trastos, entre ellos algunos objetos de cerámica, un naipe y varias cosas que parecían trabajos de arte infantil, cayeron al suelo con estruendo. Hannah se echó a reír, y yo volví a sonrojarme.

—Paul Tomm, vamos a tener que instalarte en un lugar seguro. Me parece que tendría que haber puesto esquineras de espuma en los muebles.

Me ruboricé tanto que las orejas me ardían. Sentí deseos de salir corriendo y volver a empezar desde el principio. Me quedé de pie junto a la mesa volcada, con la chaqueta empapada en una mano y el cuaderno en la otra, petrificado, humillado.

—Era broma… no hace falta que te ruborices —intentó tranquilizarme al tiempo que me cogía el anorak y lo colgaba sobre un radiador—. Siéntate y relájate. No, no recojas nada, solo pon la mesa bien y siéntate aquí —ordenó, apoyándome las manos en los hombros para conducirme hasta el sillón.

Instintivamente, levanté el brazo para tocarle la mano, ya fuera a modo de agradecimiento o de disculpa, no lo sé. En cualquier caso, ella me la oprimió con cortesía cuando me senté.

—Ahora quédate aquí mientras pongo un poco de música y preparo el té. ¿Qué te apetece escuchar?

—La verdad es que no entiendo mucho de música. No tengo preferencias, pon lo que quieras.

Hannah sonrió y pulsó un botón del equipo de música colocado en el rincón. Las notas de un violoncelo, suntuosas, tristes, quejumbrosas y expresivas, llenaron la estancia. La pauta que trazaban no era exactamente una melodía; su ritmo deliberadamente irregular parecía imitar el habla humana. Nunca había oído nada parecido. Me llenaba el cerebro, obligándome a estar pendiente de cada compás.

—¿Qué es? —pregunté en voz alta para que me oyera desde la cocina.

—Marais. Un dúo de viola de gamba llamado Les Voix Humaines, pero arreglado para violoncelo. Pretende sonar como una voz humana. A mí me suena a poema, o a plegaria.

Al poco dispuso una bandeja con una tetera, dos tazas, un cuenco de terrones de azúcar y un plato de galletas sobre la mesa recién despejada.

—¿Lo ves? En el fondo me has hecho un favor sin proponértelo. ¿Dónde habría puesto la bandeja si no hubieras despejado la mesa?

Se sentó frente a mí y me dedicó otra de sus sonrisas deslumbrantes. La miré durante un instante demasiado largo para resultar cortés, luego cogí el cuaderno y me saqué dos bolígrafos del bolsillo de la pechera.

Other books

Nickel Mountain by John Gardner
There's a Hamster in my Pocket by Franzeska G. Ewart, Helen Bate
An Enlarged Heart by Cynthia Zarin
Is Fat Bob Dead Yet? by Stephen Dobyns
Indecent Proposal by Molly O'Keefe
Whispers by Robin Jones Gunn