—Por supuesto.
—Bien. Vamos a ver. Jaan Pühapäev, residente en Connecticut, carnet de conducir de Connecticut, dos incidentes y bastantes cargos. Tenemos dos cargos por llevar arma oculta, dos por perturbación del orden, dos por disparar el arma en cuestión y uno por perturbación del orden bajo los efectos del alcohol, que fue cuando lo detuvieron. De todo ello se libró con multas y prisión menor.
—¿Cuándo pasó?
—Pues… un momento. Vaya mierda de ordenador —masculló al tiempo que golpeaba bien la mesa o bien el aparato traidor—. Aquí está. Primer cargo: 12 de enero de 1995, segundo: 24 de agosto de 1998. Después no hay nada. Supongo que eso significa que el profesor murió como ciudadano oficialmente rehabilitado —observó con una ironía que indicaba que pensaba lo contrario.
—Puede ser. En cualquier caso, muchísimas gracias por tomarse tantas molestias.
—No es molestia tratándose de un amigo del tío Abe. Pero como le he dicho, si quiere usar la información, llámeme. Cuando aparece información policial sobre Wickenden en un periódico de Wickenden, la gente se pregunta cómo ha llegado hasta allí.
—No se preocupe, lo haré, pero recuerde que no estoy en Wickenden, sino en Lincoln, Connecticut.
—Lincoln, Connecticut —repitió—. ¿Y dónde coño cae eso?
—A unas dos horas al oeste de Wickenden, cerca de las fronteras de Nueva York y Massachusetts.
—Ah, bueno, pues si escribe ahí, use mi nombre, mi foto, mi número de la Seguridad Social y lo que le dé la gana —exclamó con una risita—. Era broma —añadió tras una pausa.
—Ya me lo imagino.
—Estupendo. Bueno, que lo pase bien en la tierra de Defensa.
Los amigos con los que me crié en Brooklyn mostraban la misma actitud. En cuanto sales de la ciudad, estás en medio de la nada. Una vez pasadas las afueras residenciales, es como si te adentraras en el Tercer Mundo. Mi hermano, criatura de asfalto, era buena prueba de ello. Resumí la conversación telefónica a Art, que se rascó la barba, se reclinó en la silla y buscó inspiración en el techo.
—A ver si me aclaro: Hay a un tipo muerto —empezó mientras extendía el pulgar derecho—, pero nadie sabe cómo murió —índice derecho—. Nadie sabe quién dio parte de la muerte —dedo medio—. No parece un robo que se saliera de madre —dedo anular—. A la policía local no le importa el asunto, y la policía estatal y federal no tiene motivos para intervenir —mano derecha abierta con la palma hacia arriba—. Pero era un profesor que apenas daba clases y encima llevaba arma. No tenía amigos, familia ni nada.
—Sí, es un buen resumen. Y no olvides el detalle del teléfono público.
—Eso —murmuró Art—. Dejémoslo de lado por el momento. Bueno, ¿tienes que hacer más llamadas?
Negué con la cabeza.
—Bien. Son casi las siete y media, y le debo una copa a Austell. Como me vuelva a obligar a beber ese jerez acetónico… Joder. En fin, quiero que mañana por la mañana vengas a hablar del artículo con una amiga mía, ¿vale?
—De acuerdo. ¿Quién es?
—Ya lo verás mañana. No pongas esa cara de escéptico, que se te va a quedar así y nunca podrás encontrar otro trabajo que no sea de periodista.
Nuestro oro es un cuerpo perfecto, que nada anhela, que emula a Dios; nuestro azufre es un cuerpo imperfecto y activo, que desea a su esposa y hace de hombre. Todas las cosas terrenales comienzan por este matrimonio.
HAMID SHURBAT IBN ALI IBN SALIM FERAHID
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De los objetivos de la música y el sol
En el andén, Yuri había tomado un trago de despedida con todos los miembros de su familia y dos con su padre, quien sostenía que los ojos le lloraban por culpa del vodka y el viento, pese a que se encontraban de cara a la pared y bajo los aleros del tejado de la estación. Cuando caminaban hacia, el tren, su madre lo había cubierto de besos afectuosos. Una y otra vez le remetía la camisa, le anudaba la bufanda y lo arrebujaba en su abrigo, de modo que al llegar al tren estaba prácticamente momificado dentro de la ropa.
En cuanto el traqueteo del tren se tornó más regular, Yuri cayó en un sueño ebrio y pesado. Al despertar, el paisaje típico de Moscú, con sus chatas fábricas de ladrillo a medio construir o semiderruidas, los abedules plantados precariamente ante los mastodónticos bloques de pisos, el cableado eléctrico y las calles que se alejaban en sentido radial de las vías en dirección al centro de la ciudad, había dado paso a interminables bosques de abetos salpicados de vez en cuando por pueblecitos compuestos de algún que otro camino de tierra y entre doce y quince dachas iluminadas y agolpadas como fumadores chismorreando en la taberna.
Cada vez que miraba por la ventanilla, se decía: «Esto es lo más lejos que he estado nunca de casa», y después de pasar un rato escribiendo o leyendo, volvía a mirar y pensaba: «No, esto es lo más lejos que he estado nunca de casa». Cada vez que contemplaba el paisaje, experimentaba una punzada de nostalgia por el Yuri de cuarenta minutos antes, el que aún no había visto todo aquello que el nuevo Yuri veía en aquel momento. Cambiaba de ser a intervalos irregulares, y para cuando cambió de tren en Novosibirsk al cabo de cuatro días, se consideraba un hombre infinitamente más mundano que el muchacho del barrio de Yamoskvarache al que había dejado en casa casi cien horas antes.
Su viaje duró otros tres días. Los bosques casi míticamente interminables, tan inmensos que las ciudades rusas se antojaban meras formalidades, incursiones vacilantes en aquella nada infinita e indomable, dieron por fin paso a las montañas. Más adelante, las montañas se convirtieron en llanos cada vez más desérticos hasta llegar a la estepa, planicies y colinas blancas sobre una tierra constante, inmutable, con un horizonte tan lejano y visible que más parecía un concepto que una realidad.
Durante una parada a las afueras de Aktogay, Yuri vio un escorpión encaramarse al tren antes de que la provodnitsa, una mujer de proporciones formidables, lo arrojara al andén a escobazo limpio. Le contó que un uzbeko le había dicho que los escorpiones dan buena suerte, por lo que supo de inmediato que no era cierto y ordenó a todas sus subordinadas que montaran guardia junto a las puertas armadas con escobas, ya que a los escorpiones les gustaba colarse en los vagones. Le advirtió que si tenía la mala fortuna de que lo mordiera un escorpión, el único remedio consistía en empapar un paño musulmán en vodka macerada con hipérico durante tres minutos y oprimir con él la herida durante treinta y tres minutos, a fin de que la hierba absorbiera el veneno del cuerpo y lo pasara al paño. A continuación era necesario quemar el paño a conciencia y dispersar las cenizas.
Como respuesta a aquellas palabras, el único contacto humano que había tenido durante todo el viaje, Yuri asintió obediente y en silencio. Cuando por fin llegó a Leninabad y vio al cabo aguardándolo con expresión expectante junto a la entrada de la estación, sintió un reparo repentino a regresar al mundo de la interacción humana.
—¿Ingeniero Kulin? —preguntó el cabo, a lo que Yuri asintió—. ¿Me permite ver sus documentos, por favor? Pasaporte interno y propusk.
El propusk era el papelito indispensable cuyo sello y firma oficiales convertían la información que contenía en una verdad incuestionable. Si un propusk afirmaba que su titular medía tres metros y portaba el sello oficial del partido y la firma del subdirector de Especificaciones de Estatura, entonces era cierto sin lugar a dudas.
El propusk de Yuri decía que no era estudiante de posgrado de lingüística, sino un ingeniero asignado a «supervisar la planificación previa para la posible creación de un museo de cultura socialista tayiko». A todas luces, una de las personalidades que Yuri había desechado durante el trayecto a Leninabad era la de aspirante a lingüista para dar paso a la de ingeniero. El joven entregó los documentos al cabo con actitud tan indolente y autoritaria como pudo.
El cabo poseía la constitución recia de los campesinos, de cabello claro y tez rubicunda, y una expresión vaga que tendía a la jovialidad titubeante, como si siempre temiera perderse algún chiste. Él y Kulin, también rubio y ataviado con uniforme militar, destacaban entre los hombres delgados, morenos, de facciones angulosas, barba y turbante que atestaban el andén. Al cabo parecía incomodarlo dirigir exigencias a un hombre culto, aun cuando fuera más joven que él. Devolvió los documentos a Yuri con un saludo militar y lo condujo hasta un coche aparcado, donde pudo volver a adoptar la actitud servil en la que se sentía más a gusto.
—Le han asignado un alojamiento privado en los barracones de los oficiales en Leninabad —anunció con orgullo a Yuri—. Me llamo Kravchuk y seré su conductor mientras esté aquí.
El vehículo, un Zhiguli destartalado y salpicado de barro, traqueteó por la carretera medio asfaltada que conducía hasta el puesto de avanzada. Cuando llegaron a los barracones, un lúgubre conjunto de edificios grises que parecían absorber el color de cuanto los rodeaba, así como el de las personas que los habitaban, Yuri tenía la sensación de que lo habían arrastrado por el suelo durante quince kilómetros. En la cantina de oficiales dio cuenta de la clásica cena a base de albóndigas, cuyo principal ingrediente, por descontado, era el pan seco, ensalada de col grasienta, ensalada de remolacha grasienta, ensalada de zanahoria grasienta y patatas grasientas, todo ello regado con cantidades generosas de crema agria algo fétida y eneldo. Los hombres que lo rodeaban comían en bulliciosos grupos o bien permanecían sentados en furioso, pétreo y reprimido silencio.
—Usted debe de ser nuestro invitado, el ingeniero.
Delante de Yuri se había plantado un hombre de mediana edad, de mirada perspicaz, constitución musculosa y uniforme militar salpicado de medallas y galones. Llevaba el cabello algo más largo de lo que era habitual entre los soldados, y se conducía con un porte demasiado relajado para resultar marcial. Yuri se levantó.
—Ingeniero Kulin, señor. Pero si no le molesta que se lo pregunte… Llevo uniforme militar. ¿Cómo ha sabido que soy un civil y no un militar destinado aquí?
—Ajá —exclamó el hombre, inclinándose hacia el rostro de Kulin al tiempo que señalaba su plato—. Sus hábitos alimenticios lo delatan. Corta la carne con cuchillo y tenedor, y se lleva la comida a la boca con el tenedor. Asimismo, come las ensaladas con el tenedor, y su cuchara sigue donde la ha colocado el asistente. Estos hombres, los hombres alistados… —continuó con un gesto que indujo a Kulin a pasear la mirada por el barracón—. Casi todos ellos utilizan el dorso del tenedor para empujar la mayor cantidad posible de comida sobre la cuchara y luego llevársela a la boca. No es imposible encontrar un recluta con buenos modales en la mesa, pero sí conseguir que conserve esos buenos modales después de la instrucción. Usted también ha servido en el ejército, ¿verdad?
—Sí, señor, en la república de Tayikistán.
—¿Y su listón social no bajó?
Kulin guardó silencio y bajó la vista involuntariamente.
—Claro que no se habría atrevido a volver a casa de su madre con esos modales, ¿cierto?
—No, señor.
—En fin, he venido a darle la bienvenida, no a chincharlo. Soy el coronel Voskresenyov. Me alojo en un barracón privado a apenas cien metros del suyo. Por favor, no dude en acudir a mí si tiene algún problema durante su estancia.
—Gracias, señor, lo haré.
—¿Juega al ajedrez, Kulin?
—No, señor.
—Lástima. En fin, buen provecho y buenas noches.
Una vez en su alojamiento, Yuri preparó sus utensilios para el día siguiente. Papel, lápices, manuales de conversación tayiko-ruso y uzbeko-ruso (hablaba ambas lenguas con fluidez, pero le habían enseñado a llevar ambos libros y referirse a ellos de forma evidente), una fotografía que no soportaba mirar y que esperaba ardientemente no tener que usar, y una bolsita acolchada de terciopelo que cabía en un bolsillo oculto de su maleta. Verificó el nombre y la dirección del hombre con el que debía reunirse, así como los términos del intercambio. Trocar dos instrumentos musicales por una vida humana se le antojaba extraño y cruel, pero por otro lado, tal como le habían recordado, él no era un militar. Si todo salía bien, volvería a subir a un tren con rumbo a Moscú al cabo de dos días, estaría instalado en su cubículo de la biblioteca al cabo de una semana y ocupando un puesto importante en el Ministerio de Cultura para cuando terminara su tesina en el mes de junio.
Tras un abundante desayuno a base de huevos escalfados, pan negro, gachas saladas y té, Kulin y Kravchuk subieron de nuevo al coche y se dirigieron hacia el norte.
—Bien, camarada ingeniero…
—Por favor, Kravchuk, llámeme Yuri si no le importa. No soy un soldado.
—Pero ¿sirvió en el ejército?
—Sí, en Dushambé, aunque en los tres años que pasé allí, nunca llegué hasta la región de Ferghana.
—Si usted lo dice, cam… Yuri. Yo no soy más que un mujik de Jarkov —masculló antes de lanzar un resoplido contundente y una risita que parecía mofarse de sí mismo—. A mí lo que me va es la llanura y la tierra negra. Tengo entendido que ayer conoció al coronel.
—Sí, un hombre muy cortés.
—Cortés —repitió Kravchuk con incredulidad—. Eso será si le caes en gracia. Es un tipo extraño, pero al fin y al cabo, es del Báltico, así que un poco…
Extendió la mano con la palma hacia abajo y la agitó. ¿Un poco desequilibrado? ¿Un poco loco? ¿Un poco homosexual?
Kulin carraspeó.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—¿Qué día es hoy? 25 de septiembre de 1979, ¿no? Pues entonces, once meses, dos semanas y tres días, para ser exactos —repuso con una carcajada seguida de un eructo—. En fin, tengo un amigo que trabaja de tipógrafo para un general y dice que pronto nos trasladarán a Afganistán por invitación de nuestros hermanos socialistas, según dice el general.
Kulin hizo una mueca. Pasearse por aquella tierra como un emperador era una cosa, pero como parte de sus estudios había leído relatos sobre el ejército británico en el paso de Jaibar, y le preocupaba que Afganistán fuera otra cosa bien distinta.
—Si no le importa que se lo pregunte, Yuri, ¿por qué lo han enviado aquí? Quiero decir, ¿para qué necesitamos un museo precisamente aquí?
—La verdad, cabo, no lo pregunté. Mi superior me ordenó presentarme en este lugar. La sección local del partido quiere documentar y exponer los logros culturales que la revolución soviética ha traído al valle de Ferghana. Mi labor consiste en evaluar la adecuación del emplazamiento propuesto para el museo y luego regresar a casa.