—¿Y?
—Pues que no. Pero era un sitio extraño; me ha dado mala espina.
—Ah, sí, Clougham, no me extraña —terció Austell a mi espalda—. Siempre han sido un poco raros en ese pueblo. Es que durante la guerra de 1812 y luego durante la guerra ruso-japonesa…
—Eh, Austell —atajó Art—, ¿qué te parece si me invitas esta noche a la copa que me debes? Déjame hablar un momento con el chico y enseguida estoy contigo, ¿vale?
El rostro de Austell se iluminó.
—¿En el Líder Intrépido, a tomar jerez delante de mi chimenea? Vaya, vaya, toda una ocasión. Voy a llamar a Emily para decírselo.
Y cual perro obediente en pos de un palo, salió disparado del despacho de Art.
Art sacudió la cabeza con ademán exasperado aunque afectuoso antes de indicarme que continuara.
—Había algo raro en ese sitio. El camarero, Eddie el Albanés…
—¿Eddie el Albanés? —me interrumpió Art con una carcajada—. Pero ¿qué has hecho, quedarte colgado en un relato de Damon Runyon? ¿Dónde se ha visto un albano que se llame Eddie? —Se detuvo para encender otro cigarrillo—. Bueno, ¿y qué ha pasado?
—Eddie no quería hablar. Me ha dejado muy claro que no quería volver a verme.
—¿Estás bien?
—Sí, sí. No sé si me gustaría volver allí solo, pero quiero saber por qué se ha mostrado tan hostil. La cuestión es que parecía saber que Pühapäev había muerto, ¿sabes? Cuando lo dije, ni siquiera levantó la mirada, sino que siguió lavando vasos, y el otro tipo, un hombre flaco que bebía con Pühapäev, dice que frecuentaba el bar desde hace diez años.
—¿Y?
—¿Cómo que y? El mismo tío, el mismo bar, el mismo camarero, diez años, y ni siquiera levanta la mirada cuando le digo que Pühapäev ha muerto. Venga ya, no es que sea un bar muy concurrido precisamente. No sé, me ha parecido algo raro.
—Puede ser, o puede que sea simplemente un tipo raro.
—Puede, pero me ha parecido más hostil que raro. De hecho ha llegado a decir que me mataría si mencionaba el bar.
—Bueno, es una forma como cualquier otra de darse publicidad. Mira, si crees que hay algo, ve y averígualo —instó Art—. De verdad, a por ello, y si puedo ayudarte en algo, me lo dices. Pero desde este lado de la mesa, te digo que lo más probable es que no haya nada.
—Vale. Ah, otra cosa. Un antiguo profesor mío me ha dicho que Pühapäev había tenido algunos problemas con la justicia.
—¿De qué tipo? ¿Fiscales?
—No… Llevaba encima una pistola y una noche se cargó a un gato desde su ventana.
—¿Que se cargó a un gato? —repitió Art, incrédulo—. Esto se está poniendo cada vez más estrafalario. ¿Lo has confirmado con la policía de Wickenden?
—Todavía no; iba a llamarlos esta tarde. El sobrino de mi profesor es policía allí.
Art se mesó el cabello.
—¿Lo ves? Por eso creo que tenemos que meterte en un periódico de verdad. Se nota que empiezas a ponerte nervioso y a sentir curiosidad, y esas son las mejores cualidades de un periodista. Mañana decidiremos si quieres seguir indagando o si prefieres seguir con lo de siempre.
Asentí, y Art se levantó para ponerse el abrigo.
—Ah, por cierto, se me había olvidado comentarte algo —dije—. El poli gordo…
—Bert.
—Eso, Bert. Me dijo que recibieron una llamada en plena noche para informar de la muerte de Pühapäev. Alguien más dio parte. ¿Tienes idea de quién pudo ser?
Art se detuvo con el abrigo a medio poner.
—Buena pregunta… No tengo ni la más remota idea. —Volvió a quitarse el abrigo—. Espera un momento, voy a llamar al Panda.
Activó el altavoz del teléfono, marcó el número y esperó a oír la voz profunda y precisa del forense.
—Hola, Panda, ¿tienes la sala de espera llena de clientes o puedes dedicarme un momento?
—El mundo, amigo mío, es mi sala de espera llena de clientes, y a ti siempre puedo dedicarte todos los minutos que necesites.
—Estoy aquí sentado con Paul Tomm, periodista de primera.
—Vaya, el experto en Shakespeare. ¿Cómo está?
—No se queja. ¿Y cómo estás tú?
—Tampoco me quejo. ¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros?
Art me indicó por señas que guardara silencio.
—Panda, nos gustaría saber quién dio parte de la muerte de Jaan Pühapäev.
—Sabes bien que eso es información policial y que debería guardar silencio y remitirte a las autoridades.
Art suspiró e hizo una mueca.
—Sí, lo sé, pero ¿no podrías decírmelo? Te prometo que no lo publicaremos y que tu nombre no aparecerá en ninguna parte, pero nos está costando horrores averiguar nada, y el periodista de primera empieza a ponerse nervioso.
—Amigo mío, por ti soy capaz de hacer cosas que no haría por nadie más, aunque solo porque eres el único hombre a este lado de Brighton Beach que representa algún desafío para mí ante un tablero de ajedrez. —Oímos el susurro de unos papeles al otro lado de la línea—. Ah, aquí está. Llamada telefónica a las 3.23 horas, procedente del número 860-555-7217. Fue una llamada anónima, lo siento.
—Mierda… En fin, gracias de todos modos, amigo. Nos veremos pronto.
—Eso espero. La próxima vez, tú y Donna tenéis que venir a casa a cenar conmigo y con Ananya. Jugaremos al ajedrez mientras las damas beben, ríen y dormitan en el sofá. Y antes de cortar la conexión, en cuanto al artículo del periodista de primera… voy a conservar el cadáver hasta que alguien lo reclame, si es que alguien llega a reclamarlo. De lo contrario, puede que lo corte en pedacitos si la universidad no se me adelanta. Es posible que entonces esté en posición de contarte algo más. Por el momento, tan solo diré que posee una piel inusualmente tersa para ser tan anciano. Y hay otro detalle que merece ser investigado, algo que no puedo… No, no diré nada más, esperaremos al dictamen del bisturí. Será pronto. Y creo que tú o el experto en Shakespeare volveréis a llamarme mañana, ¿verdad?
—Te llamará él —aseguró Art—, ¿verdad, chico?
—Por supuesto —asentí.
—¿Has oído? Ha dicho por supuesto. Cuatro sílabas para decir que sí.
—Cuatro sílabas que jamás volverá a recuperar. La próxima vez, experto en Shakespeare, limítate a decir sí y reserva las otras tres sílabas para decirle a tu dama que la quieres. Reina a Torre Cuatro, Arthur. Me llamaréis mañana.
Y dicho aquello colgó.
Art me pasó el teléfono y se reclinó en su silla.
—Creía que le llamaríamos mañana.
—A Panda no, chico, sino al número que te ha dado.
De periodista de primera nada.
Marqué el teléfono, que sonó doce veces antes de que dejara de contar y unas cuantas más antes de que lo cogieran. En el primer momento, lo único que oí fue una especie de susurro, como si alguien hubiera sacado el teléfono por la ventanilla de un coche. Al poco, algo o alguien golpeó el micrófono tres veces seguidas de una pausa y otros tres golpes.
—¿Oiga? ¡Oiga! —grité.
—Este no. Este no. Este no. Este no. Este no…
Una voz profunda y monótona siguió recitando aquel mantra mientras yo observaba a Art tirar la ceniza de su cigarrillo con la uña del pulgar. Me aparté el auricular del oído y cuando me lo volví a acercar, el mantra había cambiado.
—La encontraré. La encontraré. La encontraré.
Di un golpecito sobre la mesa de Art para captar su atención y le alargué el teléfono. Se lo acercó al oído y me miró con expresión extraña.
—¿Qué te parece? —pregunté.
—Pues en mi tierra lo llamamos señal de línea desocupada —repuso al tiempo que me devolvía el aparato.
En efecto, mi interlocutor había colgado.
—¿Qué pasa, que se ha cortado o algo?
—No —denegué, desconcertado—. No, ha contestado un tipo que no paraba de repetir «Este no» una y otra vez.
—Ajá —masculló Art con aire escéptico—. ¿Por qué no vuelves a marcar? Pero no pulses el botón de rellamado; marca otra vez.
La tranquilidad y la expresión escéptica de Art casi me hicieron dudar de lo que había oído, pero aun así volví a marcar el número, y esta vez contestó un hombre.
—Sí —dijo una voz fastidiada.
—Sí, esto… ¿Acaba de contestar al teléfono? —pregunté.
—No, gilipollas, estoy hablando por una lata de sardinas. ¿A ti qué coño te parece?
—No, no ahora, sino hace un momento. ¿Quién ha contestado hace un momento?
—¿Cuándo? ¿Quiere decir ahora mismo?
—Sí.
—Nadie. Aquí no ha llamado nadie. Me he llevado un susto de puta madre cuando ha sonado el teléfono. ¿Qué cojones quieres?
—Llamo del Lincoln Carrier. Me gustaría hablar con alguien sobre Jaan Pühapäev.
—¿Pu qué? ¿Y ese quién coño es? —espetó la voz, ahora enfadada en lugar de fastidiada.
Sonaba a hombre con bigote. Oí un claxon; el teléfono se encontraba al aire libre.
—Anoche llamó alguien desde ahí para informar de una muerte. Estoy intentando…
—¿Cómo que desde aquí? Pero ¿a quién llamas?
Camisa de franela, camioneta de caja abierta, acento del interior de Nueva Inglaterra, aficionado al béisbol.
—No lo sé, a eso me refiero. Hemos identificado ese número…
—Es un teléfono público, colega.
—¿Un teléfono público?
—Sí, tío, de esos en los que echas monedas de diez centavos, solo que en este hay que echar treinta y cinco porque no paran de subir el precio. Es un teléfono público delante del local de Arliss.
Saqué el cuaderno mientras Art arqueaba las cejas.
—¿Y dónde está el local de Arliss?
—En Trawbridge Road, a las afueras de Lincoln, justo antes del puente Stevens.
—¿Se refiere a ese pequeño colmado que está justo al lado del parque de Lincoln? No sabía que tenía nombre.
El hombre emitió un sonido a caballo entre suspiro, resoplido y gruñido.
—Pues lo tiene —replicó.
—Hum —farfullé; de haber sido un periodista como Dios manda, habría sabido qué preguntar, pero como no lo era, me limité a seguir mascullando «hum».
—¿Así que alguien informó de una muerte desde aquí? Seguro que fue el asesino, ¿no?
Me erguí en la silla como si acabaran de meterme varios cubitos de hielo por el cuello de la camisa.
—¿Por qué lo dice?
—Pues porque aquí no hay nada, colega. La tienda cierra a las ocho, y solo hay campos y estanques en quince kilómetros a la redonda. El pueblo empieza a más de medio kilómetro, pero ¿quién iba a caminar hasta aquí para usar este teléfono? Los únicos que llaman desde aquí son Arliss y la gente que para aquí de paso. Antes se decía que Trawbridge era la salida más rápida de Hanoi.
—¿Por qué? ¿Adónde lleva?
—Pues un trozo por la carretera 87, hacia el norte desde Bridgeport, en el estrecho de Long Island. Luego atraviesa Massachusetts y Vermont por la parte más aislada de Nueva Inglaterra. Allí no hay ni Dios. Acaba a las afueras de Drummondville, en el río St. Lawrence.
Consulté el mapa colgado en la pared del despacho de Art, pero no vi ningún río llamado St. Lawrence.
—¿Dónde está el St. Lawrence?
—¿Que dónde está? —replicó con una carcajada burlona—. No vas mucho a pescar, ¿eh? Pues hay buena trucha y buen salmón. Está en Canadá. Mañana a la misma hora te doy otra clase de geografía si quieres, mamón.
Oí de nuevo su risa, esta vez acompañada de la de una mujer, y acto seguido se cortó la comunicación. Lo imaginé colgando el teléfono con furia, aunque sin duda todos los cortes de comunicación suenan igual.
—Uno de los habitantes menos agradables de la zona rural de Connecticut —Comenté a Art—. El teléfono utilizado para dar parte de la muerte de Pühapäev está delante de la tienda de Arliss, en…
—El colmado de Arliss. Ya sé dónde está. ¿Por qué has mencionado el río St. Lawrence?
—Porque por lo visto ahí es donde acaba la carretera 87. Está en Canadá, cerca de un lugar llamado Drummondville.
Art se mesó la barba y miró al techo durante largo rato.
—Qué raro. Podría tratarse de un error. La letra del Panda, un número mal marcado… —Me miró al advertir que me removía en la silla con aire defensivo—. Vale, antes de volver a marcar el número, deberías llamar al sobrino de tu profesor, a ver si te puede contar algo más del estonio armado.
Asentí, hice girar la silla y marqué el número. Alguien descolgó antes de que la línea empezara a sonar.
—Gomes.
—Ah… esto… yo no… Llamaba al departamento de policía de Wickenden.
—Es aquí —aseguró el hombre—. Soy el detective Gomes. ¿En qué puedo servirle?
—Querría hablar con Joseph Jadid, por favor.
—Un momento, por favor —pidió Gomes antes de dejar el teléfono sobre la mesa con un fuerte golpe—. Línea dos, hombretón. Alguien pregunta por ti —dijo más lejos del teléfono.
—Casos sin resolver, detective Jadid al habla.
—Vale ya con el coñazo de los casos sin resolver, tío —refunfuñó alguien a su espalda.
—Hola, me llamo Paul Tomm y llamo del Lincoln Carrier…
—No hablo con la prensa. Si espera un momento, le pasaré con nuestro relaciones públicas…
—No, no, espere. Su tío me dijo que me pusiera en contacto con usted.
—¿Ah, sí? ¿Qué tío?
—Anton.
—¿Y él le ha dicho a un periodista que me llame? ¿De qué lo conoce?
—Fue profesor mío y me ha dado su número esta mañana.
Jadid suspiró y se aclaró la garganta.
—Está bien, pero que quede bien claro que no mencionará mi nombre en su artículo. Si tiene que citarme, lo hace como fuente anónima. Esta ciudad es pequeña, y hace poco ya tuve problemas con la prensa.
—De acuerdo.
—Eso espero. En fin, ¿qué quiere?
—Estoy escribiendo un artículo sobre un hombre llamado Pühapäev. Vivía en Lincoln y trabajaba en Wickenden, con su tío, de hecho, de profesor. La cuestión es que murió anoche, y tengo entendido que había tenido problemas con la ley en Wickenden. ¿Podría decirme qué clase de problemas?
—Vamos a ver —murmuró al tiempo que pulsaba algunas teclas en el ordenador—. Pu… ¿qué más?
—P-Ü-H-A-P-Ä-E-V, con diéreses sobre la u y la segunda a.
—Esto es un ordenador policial y no tiene diéresis. Bueno, aquí está. Oiga, antes de revelarle algo que no debería revelarle, quiero que sepa que no haría esto por nadie más salvo por el tío Abe. Si lo conoce lo suficiente para darle mi número, no me queda más remedio que concluir que es usted legal. No joda la reputación de los tres publicando estupideces, ¿vale? Si quiere utilizar directamente algún dato que le dé, primero lo consulta conmigo, ¿de acuerdo?