Me dirigí hacia el este por las antiguas ciudades industriales de Connecticut, ahora inhóspitas, arruinadas y desmanteladas. En cuanto me incorporé a la autopista, podría haber conducido hasta Wickenden con los ojos cerrados, pues había efectuado aquel trayecto desde Nueva York unas setenta u ochenta veces. Conocía las distancias y el paisaje tan bien como el interior de mi propia casa. La calzada que se tornaba más rugosa al entrar en Rhode Island, el bosque que flanquea la autopista y que parece fuera de lugar en el estado del Océano, los anodinos bloques de oficinas de hormigón construidos en los setenta, los aparcamientos de camiones, las terminales de autobuses de Staunton y Eastwick… Cuando te aproximas a Wickenden, retrocedes cincuenta años en el tiempo. Innumerables casas de madera de tres plantas pintadas en colores pastel y con balcones en cada piso bordeaban las carreteras. Más adelante empieza el distrito comercial de ladrillo rojo, antaño abandonado y ahora reconvertido en galerías de arte y cafés donde por cinco dólares y medio te sirven un café con denominación de origen en un tazón de cerámica hecho a mano por algún amigo del dueño. Luego llega el centro, rebosante de edificios viejos y destartalados, otros nuevos de acero y vidrio que relucen como el tío rico en una reunión familiar, calles estrafalarias que empiezan en un aparcamiento y mueren en la fachada lateral de un edificio… En fin, el desván de la abuela americana. A mí me encantaba, lo adoraba con la posesividad que reservamos para los amores indefendibles (o defendibles solo a medias). Cualquiera podía mudarse a Nueva York, San Francisco o Los Ángeles, dejar atrás el pasado y unirse al coro nativista, pero aquel lugar ofrecía poca cosa aparte de su rareza y su encanto cochambroso, e impedía que quienes caían bajo su hechizo pudieran amar ningún otro lugar.
Dejé la autopista en la salida de Firwell Street, a escasa distancia de la universidad. Los edificios del centro ocupaban un área de varios kilómetros cuadrados en lo alto de una colina que dominaba la zona este de la ciudad. La universidad estaba lo bastante aislada, tanto geográfica como culturalmente, para que los estudiantes menos aventureros jamás tuvieran que sucumbir a la depravación de la gran ciudad (en realidad, una ciudad de tamaño medio y poca depravación), y lo bastante cerca para que los estudiantes algo mayores aquejados de claustrofobia tuvieran un lugar al que escapar. Subí la cuesta, pasando por delante del juzgado y el club universitario, y cuando los edificios profesionales dejaron paso a los institucionales, detuve el coche a la vuelta de la esquina de la facultad de historia.
Cuando me apeé del coche, vi a un hombre escuálido y desaliñado, ataviado con una enorme parka azul, que caminaba hacia mí conversando con un número indeterminado de amigos imaginarios. En un momento dado agitó un dedo en el aire y señaló hacia mí cual director de orquesta.
—Oye, hermano, esos ponis son unos cabrones. Esos hijos de puta acaban contigo.
Supongo que me lo quedé mirando con fijeza, porque al llegar junto a mí me miró de arriba abajo.
—¿Te crees que hablaba contigo, joder? Mieeerda —espetó al tiempo que se quitaba la grasienta gorra para rascarse la cabeza calva—. Ya puedes ir metiéndote en ese montón de chatarra que llamas coche y volverte derechito a San Luis.
Echó a andar de nuevo, pero de pronto se detuvo, se volvió hacia mí, extendió los brazos con las palmas de las manos hacia arriba y meneó la cabeza.
—Y dile a la señorita Ethel que no se preocupe por mí, que estaré ahí mismo, tío.
Subí la escalinata de la facultad meditando sobre los posibles significados de aquellas palabras. Tenía la impresión de que había transcurrido una vida entera desde que me paseara por aquel lugar, un estudiante bastante bueno, pero nada motivado, que hacía los trabajos bien por costumbre y consideraba los estudios de posgrado como vía de escape, siempre incapaz de interesarse lo suficiente por el zurcido de calcetines en la América colonial o los cañones de las armas de fuego en la Rusia zarista. No era por falta de curiosidad, sino más bien por falta de una curiosidad comprometida. Me habría encantado saber algo acerca de, por ejemplo, la producción de galletas de barco en Vermont o la influencia de las innovaciones introducidas por el armero mayor de Catalina la Grande en el diseño del kalashnikov, pero en realidad no pretendía hacer más con esos conocimientos que pensar en ellos, darles vueltas e imaginarlos en tres dimensiones. Desde luego, no me apetecía pasar décadas enteras revisando archivos y buscando fuentes de información secundarias para poner esos conocimientos en tela de juicio.
A pesar de todo, aquella facultad me gustaba. Me gustaba el aire que desprendía, el ligero hundimiento en el centro de los escalones, el omnipresente olor a libros, tabaco de pipa, café pasado y polvo, el susurro de las conversaciones sobre temas arcanos. A los doce años había ido de excursión con la escuela dominical a un monasterio cerca de Oneonta. La facultad de historia producía la misma sensación de solemnidad enclaustrada. Sin embargo, el monasterio ofrecía un entorno mucho más acogedor, con chimeneas, sofás mullidos, habitaciones bien aisladas y una cocina caldeada, que la facultad de historia, instalada en una casa decimonónica estilo reina Ana que no se pintaba desde hacía décadas y cuyas paredes parecían casi inexistentes en invierno, e incluso ahora, a principios de diciembre.
En recepción, una secretaria hablaba con otra acerca de su marido, hijo o perro desobediente.
—… y va y lo hace allí mismo, en el suelo, así que voy y le digo «Angelo, o lo limpias ahora mismo o esta noche no sales», y él va y me dice…
En aquel momento llamé a la puerta abierta.
—¿En qué puedo servirle? —preguntó la mujer.
—Pues verá, me llamo Paul y trabajo para el Lincoln Carrier de Lincoln, Connecticut. Me gustaría saber si la facultad tiene alguna biografía o información biográfica sobre el profesor Pühapäev.
La recepcionista estiró el cuello para mirar los buzones.
—Pühapäev aún no ha llegado. De hecho, parece que hace un par de días que no viene. Puede preguntárselo cuando llegue o dejarle un mensaje y se lo meteré en el buzón.
Miré en derredor con cierto pánico. ¿Cómo era posible que nadie supiera nada en la facultad? Pero entonces comprendí que el profesor vivía solo y a dos horas de distancia, que probablemente tenía pocos amigos y no llevaría una vida demasiado ordenada. La persona ideal para desaparecer del mapa, para hacer realidad nuestro temor más espantoso, ese que salva incontables matrimonios y mantiene unidas a tantas familias por un vínculo a caballo entre el amor y el terror. En suma, la persona ideal para morir sola sin que nadie se percatara de ello.
—Lamento tener que darle esta noticia, pero el profesor Pühapäev murió anoche. Vivía en Lincoln, y estoy buscando información para escribir su esquela.
La recepcionista palideció y bajó la mirada. Las demás secretarias dejaron de teclear. Era como una película del Oeste, cuando el forastero entra en el bar y el tiempo se detiene.
—¿Que ha muerto? —exclamó la recepcionista, santiguándose—. ¿Cómo? ¿Qué ha pasado?
—Pues a decir verdad, todavía no lo sé. Vivía solo, y lo encontraron ayer. He venido en busca de alguna información sobre él, algo que me ayude a escribir la necrológica. ¿Por casualidad sabe qué edad tenía?
—Creo que era bastante mayor, aunque no lo sé exactamente. Ya estaba en la facultad cuando yo entré, aunque solo llevo aquí unos cuantos años.
Adopté mi mejor expresión de idiota inofensivo, que a buen seguro no era tan distinta de mi expresión habitual.
—¿No tendría algún documento o formulario que pudiera indicarme de dónde era, dónde nació y cosas por el estilo?
Lanzó un suspiro y emitió un chasquido compasivo con la lengua.
—Pues no sé… —repuso con vaguedad—. Me resulta un poco raro darle algo antes de que venga la familia o alguien, ¿sabe?
Asentí, de nuevo con toda la inocencia de que fui capaz; consideraba que todavía no merecía la pena discutir con ella.
—Podría hablar con el profesor Crowley —prosiguió antes de reclinarse hacia atrás en la silla para echar otro vistazo a los buzones—. Hoy ha venido, y creo que sigue aquí, aunque no estoy segura. Vaya a su despacho. Creo que él y el profesor Pühapäev eran amigos. En fin, tienen… bueno, tenían despachos contiguos. Suba a la tercera planta, gire a la derecha y vaya hasta el fondo. —Esbozó una leve sonrisa e inclinó la cabeza—. Dígale a su familia que lo sentimos y que rezaremos.
—Lo haré; estoy seguro de que se alegrarán de saberlo.
Me pareció lo mejor que podía decir.
Llamé a la última puerta del pasillo derecho de la tercera planta.
—¿Sí? —refunfuñó una voz desde el interior.
Abrí la puerta y asomé la cabeza al despacho, donde un rostro de color blancuzco me lanzó una mirada funesta.
—Horas de visita mañana de una a tres. Vuelva entonces o pida hora.
—No soy estudiante, señor, soy periodista y…
Al oír aquello, el hombre se levantó de un salto como un perro risueño y se acercó a mí.
—Ham Crowley, encantado de conocerlo. Siento este recibimiento tan seco, pero creía que era un estudiante. ¿En qué puedo servirle?
Su actitud ansiosa me desconcertó. De hecho, había asistido a sus clases («El poder y la prensa bajo Jruchov y Kennedy»), pero tenía muchos alumnos y nunca había hablado con él. Tenía fama de crítico imparcial, consejero bravucón, lector errático y borracho. A finales de los ochenta había publicado un libro que, a través de la autopromoción y la lectura selectiva, afirmaba haber «augurado» la caída de la Unión Soviética. A principios de los noventa disfrutó de catorce de sus quince minutos de gloria (cenas con senadores, tertulias televisivas los domingos por la mañana, artículos en Foreign Affairs y editoriales en el New York Times y el Wall Street Journal), y se había pasado el resto de la década intentando vivir el minuto quince. Esperaba que me echara a patadas de su despacho en cuanto supiera el motivo de mi visita.
—Bueno, señor, estoy escribiendo la necrológica de Jaan Pühapäev, que falleció ayer. La recepcionista me ha dicho que quizá pudiera contarme algo sobre él.
Crowley infló los carrillos al puro estilo sapo, regresó a su escritorio y se dejó caer pesadamente en la silla.
—Mierda, lo siento. Creía que había venido por mi libro, cuya publicación de momento solo ha generado un silencio sepulcral.
Me indicó la silla colocada frente al escritorio y me alargó un libro de un montón de veinte. ¿Dónde está el oso? de Hamilton S. Crowley. La cubierta mostraba a un oso pardo en equilibrio sobre un globo terráqueo, con la hoz y el martillo a un lado, y la bandera estadounidense al otro.
—Horrible, ¿verdad? —espetó, quejumbroso—. Un diseñador hijo de puta de mi editorial cutre creyó que era mono. Detesto que estropeen mis cubiertas. Y ni siquiera me dejaron escoger el título. Cabrones de mierda.
Me pregunté si Crowley conocería al hombre del poni con el que me había topado en la calle. Los imaginé sellando su amistad a base de palabrotas.
—¿Qué título le había puesto usted?
—Reformas de mercado y gestión controlada de recursos en la Rusia postsoviética. Vaya mierda, ¿eh?
Hizo una mueca que dejó al descubierto la peor dentadura de Nueva Inglaterra, una especie de barrio marginal dental en las postrimerías de un terremoto.
—Bueno, ¿qué me decía de Johnny? —prosiguió, trocando su expresión derrotada en otra de vago interés.
—Perdone, ¿de quién?
—Pühapäev. Jaan. Cuando llegó, empecé a llamarle Johnny. Creo que le hacía gracia, aunque con él nunca se sabía.
—¿A qué se refiere?
—No era de los que exteriorizan emociones. Muy soviético y también muy estonio. Los estonios tienen un proverbio: «Que tu rostro sea de hielo». Y el de Jaan lo era. Casi del todo inescrutable, joder.
—¿Estaba dando clase este semestre?
—Seguramente. Llevaba no sé cuántos años dando las mismas dos asignaturas cada curso. —Crowley cogió un anuario y lo hojeó—. Primer semestre: Historia báltica, 1200-1600. Segundo semestre: Historia báltica, 1601-1991. Creo que escribió el programa durante el vuelo a Estados Unidos en 1991 y nunca lo cambió. Por lo visto a veces tenía alumnos, pero no muchos. No sé si llegó a dirigir alguna tesis y creo que publicaba poco, siempre en esas oscuras revistas bálticas.
—¿Realizaba alguna tarea administrativa? No parece que su carga lectiva fuera excesiva precisamente.
—Bueno, era un tipo muy raro.
Crowley apoyó las manos sobre la mesa y asintió una vez con firmeza.
—Al principio recomendaba a mis alumnos que cogieran su asignatura, pero hace un par de años dejé de hacerlo; no tenía sentido. Una vez una chica me contó una historia curiosa sobre él. Se ve que un día un estudiante le hizo una pregunta cuya respuesta no sabía, y Pühapäev agarró el púlpito con ambas manos y se quedó mirando al infinito durante mucho rato. Y luego salió del aula. Se largó a media clase y apareció en casa del estudiante a las dos de la madrugada, aún vestido igual, para darle la respuesta.
—¿Y cuál era la pregunta?
—No tengo ni idea, pero ¿qué más da?
A todas luces, el encanto de hablar con un representante de la prensa empezaba a perder lustre. Crowley se sacó la camisa de la cinturilla y se pasó un rato rascándose el sobaco, gesto que me tomé como un indicio de que mi presencia le importaba bien poco.
—¿Sabe dónde y cuándo nació?
—Su nombre es estonio, y creo que él también. No hablo la lengua, es un galimatías úgrico-finlandés incomprensible, con catorce declinaciones, vocales impronunciables y demás, pero sé que hablaba estonio, letón, lituano, ruso, alemán y de vez en cuando incluso inglés. Y la otra pregunta era… Ah, sí, cuándo. No estoy seguro. Llegó aquí en medio de toda la euforia, cuando todo el mundo se moría por contratar a eruditos soviéticos. El listón bajó, ¿sabe lo que quiero decir? No es que Johnny no estuviera cualificado, pero no creo que nadie necesitara saber gran cosa de él aparte de que era un profesor universitario estonio, que no era miembro del partido y que era bastante raro.
—¿La facultad tiene su curriculum?
—Puede, pero no creo que a Johnny le hiciera gracia que usted husmeara en él. Como buen soviético, era un paranoico. Pruebe abajo.
—Ya lo he hecho, pero me han enviado aquí. Por favor, ¿podría decirme algo, cualquier cosa sobre él para que pueda escribir la necrológica?