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Authors: Jon Fasman

Tags: #Historico, Intriga

La biblioteca del cartógrafo (4 page)

BOOK: La biblioteca del cartógrafo
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—Sí, señor, como un reloj —decía.

Austell empleaba su «tiempo de estudio» en recabar material para su columna sobre naturaleza, su única tarea en el periódico. Había cambiado el título tantas veces («Naturaleza casatónica», «Arboralia», «Maderas y maneras», «Brisa de sauce»….) que Art había acabado por prescindir del título, lo cual enfureció a Austell durante casi cinco minutos enteros. Siempre se negaba a cobrar por su columna, y en varias ocasiones, Art me había insinuado que el Carrier debía su supervivencia a la generosidad de Austell.

Él y Art habían ido juntos a la escuela primaria y secundaria. Al terminar, Art consiguió un empleo como transcriptor en el Hartford Courant y no regresó a Lincoln hasta la prejubilación. Por su parte, Austell asistió a Yale, aunque no llegó a licenciarse, y al final regresó a su ciudad natal para convertirse en jardinero aficionado a tiempo completo y leyenda urbana. Su familia llevaba viviendo en Lincoln (en el centro de Lincoln, según subrayaba siempre, aunque reconocía con vergüenza que unos primos suyos habían vivido en Lincoln Station antes de trasladarse a San Francisco) más de doscientos años, y hablaba sin cesar de la historia de Lincoln que estaba compilando. Cuanto más hablaba del proyecto, más largo se hacía; una historia de la ciudad que comprendía todos los acontecimientos de su existencia, documentados de forma exhaustiva y narrados en el tiempo preciso que había durado el acontecimiento inicial. Dejé de preguntarle por la crónica tras aguantar una soporífera explicación de varias horas acerca de los motivos que desembocaron en la ordenanza de 1892 que prohibía el consumo pero no así la venta de gotas de marrubio. Art bromeaba que siempre llevaba un par de bombas de humo en el bolsillo para poder distraer a Austell cuando este lo acorralaba a solas en la oficina.

Nos encontrábamos en plena estación de lo que Art denominaba «Las tribulaciones de san Austell», lo que en realidad significaba tribulaciones para todos cuanto rodeaban a Austell. Desde Acción de Gracias hasta el día en que se marchaba a Inglaterra, Austell desarrollaba una histeria compulsiva sobre el inminente viaje. Su objetivo para cada visita consistía en recrear con la mayor exactitud posible la experiencia del año anterior. Doce meses convertían las aberraciones en tradiciones. Si un año el pub al que siempre iban a cenar el 27 de diciembre estaba cerrado, al año siguiente el nuevo pub se convertía en parte del itinerario de la familia, mientras que el anterior quedaba borrado del mapa. Su emoción, que al principio manifestaba como un niño pomposo («No hay nada como la Navidad inglesa, os lo aseguro, aunque por supuesto en aquella parte del país hace siglos que no nieva. Pero en fin, mamá… así es como llamo a la madre de Emily, pone una mesa exquisita cada año…»), se trocaba al cabo de unos días en una maraña de referencias a pasteles de carne, galletas de Navidad y ganso asado esperando turno en el aparador. No se sabe a ciencia cierta si ello se debía a que Austell se sumía cada vez más en su ensoñación dylanesca o bien se convertía para nosotros en parte del ruido ambiental.

Tenía aspecto de molinillo humano. Era alto y delgado, con una expresión perpetuamente sorprendida en el rostro, un andar encorvado y desgarbado, y un conjunto de mechones alborotados de cabello rojo en la cabeza. Aquella mañana en concreto es taba sentado ante una ventana alargada. Cuando entre en la redacción, su cabello se erizó por la corriente de aire, y al instante volvió su alargado rostro de espantapájaros con gafas redondas de montura de carey.

—¡Buenos días, joven escriba! —exclamó—. Una mañana espléndida, ¿verdad? Espléndida. Los ríos rebosan truchas, la temporada de caza ha empezado, hay setas para quien sea capaz de encontrarlas en el bosque… No sé quién podría querer vivir en otra parte del mundo que no fuera el oeste de Connecticut.

Yo estaba a punto de prescindir de toda cautela y contestar cuando Austell me dio la espalda, abrió la ventana, aspiró una profunda bocanada de aire gélido y volvió a cerrarla de golpe, un hábito que se hacía más pesado de soportar conforme avanzaba el invierno.

—Tú no eres de Nueva Inglaterra, ¿verdad?

Responder a las preguntas de Austell era como caminar entre inmensas y precarias pilas de libros; el más mínimo paso en falso e permitía sepultarte bajo un torrente imparable de palabras. Decidí dar una respuesta directa y concisa, sobre todo porque era la enésima vez que me formulaba aquella pregunta.

—No, me crié en Brooklyn.

—Así que en Brooklyn. La Gran Manzana, los Dodgers y tal. ¿Por qué allí?

—Pues porque mi padre trabajaba en Manhattan y mi madre se crió en Brooklyn, aunque en otra zona.

—Ah, el trabajo, por supuesto. Supongo que por aquí no abunda. Seguro que tu familia te visita en cuanto tiene ocasión, ¿no? Para escapar de la contaminación y demás.

—A decir verdad, mi padre ha vuelto a Indianápolis, donde nació, y todavía no ha venido. Mi madre sigue viviendo en Nueva York y viene de vez en cuando.

—Magnífico, es estupendo. Así que no estás del todo solo en el mundo. Me alegro de saberlo.

Se reclinó en su silla y empezó a hurgarse los dientes con el capuchón de un bolígrafo mientras se exploraba despreocupadamente las profundidades del oído con el bolígrafo en sí.

—¿Sabes una cosa? —prosiguió al tiempo que retiraba el bolígrafo y lo examinaba—. Creo que esta semana me gustaría escribir sobre las diferencias en la estructura de los sombreros de las amanitas mortales y las menos mortales. Nuestro intrépido líder afirma que ya escribí algo parecido en cierta ocasión, pero te diré que lo he comprobado y resulta que había escrito sobre los distintos tipos de troncos sobre los que pueden encontrarse las dos clases de amanitas. O casi. O al menos… En fin, lo que quiero decir es que no hay ninguna diferencia entre los sombreros y que si vas a buscar setas, o bien tienes a mano un libro fiable o bien te acompaña un experto. No sé cuánta gente se molestaría en comprar un libro entero sobre setas, así que debería explicar las diferencias y listos. Puede que ahorre a muchos aficionados problemas de estómago o algo peor. ¿Qué te parece?

—Me parece una idea estupenda, Austell —aseguré con todo el entusiasmo posible mientras me apartaba subrepticiamente de su escritorio—. ¿Está Art en su despacho? —pregunté al tiempo que me asomaba a la esquina; su puerta estaba cerrada.

—Debería, debería. ¿Líder intrépido? ¡Líder intrépido! Un vasallo quiere veros.

Se echó a reír, y en aquel momento se abrió la puerta del despacho de Art. Mi jefe llevaba unos auriculares colgados del cuello y en la mano izquierda sostenía un walkman. Esbozó una tenue sonrisa, hizo un gesto de agradecimiento a Austell y me hizo pasar. Cerró la puerta tras de mí y levantó el walkman.

—Es mi mecanismo de defensa anti-Austell. Me cae muy bien, pero hoy está especialmente hablador, y con Nancy de vacaciones, no andamos sobrados de publicidad para las próximas dos semanas. Habrá que esperar. Es muy temprano. ¿Todavía está hablando de la no sé qué mortífera esa?

Asentí. Art meneó la cabeza, sonrió y se sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de la pechera.

—Al menos sé que si hago esto —sentenció con una cerilla en una mano y un cigarrillo en la otra—, no entrará aquí. Supongo que eso significa que los beneficios que fumar representa para mi salud mental superan los riesgos pulmonares.

No dije nada, y por lo visto no esperaba otra cosa, porque de inmediato me preguntó por la casa de Pühapäev. Le hablé de los policías que husmeaban por la casa y me habían ahuyentado sin miramientos.

—Los primos Olafsson. ¿Te lo imaginas? Menudo nombre para unos polis de pueblo, como recién sacadito de una peli. Lo único para lo que puedes contar con ellos es que si denuncias que se está cometiendo un delito seguro que llegan media hora tarde, como mínimo. Para eso y para que a final de mes te pongan una multa por exceso de velocidad en Elias Road conduzcas deprisa o no. ¿Ya los conocías?

—Los había visto un par de veces, nada más —repuse—. No sabía que se llamaban Olafsson. ¿Cuánto hace que son policías aquí?

—Ya estaban cuando volví a instalarme en Lincoln, hace unos cinco años. Cuando era pequeño, su abuelo era el jefe de policía, luego lo fue su padre, y cuando el pueblo creció, contrató a su hermano como ayudante. Y así aterrizaron ellos aquí. Corre el rumor de que su abuelo, que llegó con la primera oleada de campesinos suecos en los años veinte, no sabía cultivar la tierra, así que convenció al alcalde para que lo nombrara sheriff. Podrías preguntar a Austell, él te lo contará. Claro que quizá te convenga más evitar preguntárselo, porque seguro que te lo cuenta todo sobre su antiquísima aldea natal sueca.

Adoptó una expresión ausente mientras imaginaba la historia narrada por Austell, el clásico relato bíblico de Nueva Inglaterra, generaciones que engendran generaciones de buenas gentes del campo.

—Bueno, Allen —prosiguió al cabo de unos instantes—, el flaco, heredó el puesto de su padre, que era el jefe, no el ayudante. No lo hacía mal. Al fin y al cabo, un poli de pueblo en un sitio como este… ya me explicarás. Que las arcas andan escasas, pues aparcas el coche patrulla al pie de Station Hill y empiezas a poner multas. Bajas gatos de los árboles… ¿O eso lo hacen los bomberos? Creo que sí… En fin, el hijo del ayudante, Bert, o sea el gordo, fue policía en Hartford unos cinco o diez años, y de repente volvió a aparecer aquí. Allen lo contrató como ayudante suyo, pero no hay más que echarles un vistazo. Bert hace lo que quiere con el pobre chaval. Dicen que Bert suspendió el examen para sargento no sé cuántas veces y que tenía un expediente penoso lleno de borracheras, palizas y demás lindezas, así que volvió a casa. Borrón y cuenta nueva. El problema es que para hacer realmente borrón y cuenta nueva tendría que cambiar de carácter, lo cual no ha hecho. Sigue bebiendo, sigue igual de vago y de grosero… No me extrañaría que convenciera a Allen para que fuera a casa del muerto a birlar algo.

—¿Y por qué no escribimos un artículo sobre eso? —propuse—. Corrupción municipal, negligencia policial… Es eso lo que les hace la boca agua a los periodistas, ¿no?

Art emitió un sonido a caballo entre suspiro y gruñido antes de erguirse.

—Sí, sí, sin duda, pero este periódico, para bien o para mal, no es el lugar adecuado para ello. Hartford sí, o tal vez incluso Waterbury, New Haven… Pero esto es una publicación local que da cuenta de las bodas, los partidos de fútbol, los carnavales, las inauguraciones y los cierres de tiendas… Además, casi todos nuestros lectores se trasladan aquí desde la gran ciudad para escapar de todas esas historias de polis corruptos. —Tamborileó con los dedos sobre la mesa, algo dolido y avergonzado por la conversación—. Y además, publicar un artículo así te garantizaría todas las multas de tráfico y aparcamiento del mundo, tanto reales como imaginarias. Y el problema es que mis amigos de Hartford tampoco querrán publicarlo, porque al fin y al cabo, ¿a quién le importa una mierda Lincoln? ¿Quieres hacer trabajo de investigación?

Me lanzó una mirada inescrutable; no supe si quería una respuesta afirmativa o negativa, pero al final asentí. ¿Por qué no? De todos modos, no tenía nada que hacer durante los siguientes sesenta años.

—Pues si quieres hacer trabajo de investigación, te buscaré un empleo más importante en otra parte. Hartford, Stamford, tal vez New Haven. Puede que incluso pueda encontrarte algo en el Record de Boston, pero eso ya es apuntar muy alto. Si decides que quieres dar el paso, me lo dices. Lo que está claro es que no puedes quedarte aquí para siempre; o acabas como Austell o un día te encaramarás al campanario con una metralleta y te cargarás a nuestros lectores uno a uno. Y eso no puede ser. Yete a ver mundo, a hacer cosas. Puedes hacerlo, ¿sabes? —Apagó el cigarrillo antes de continuar—: Y aquí termina la primera lección —sentenció, mirando el reloj—. Mientras tanto, ¿tienes algo que hacer hoy? ¿Puedes llamar a alguien para preguntar por ese profesor muerto? Tiene que haber algo, alguien en alguna parte que lo conociera, ¿no?

Asentí.

—Bueno, ¿qué te parece si voy a Wickenden a ver si alguien del departamento de historia sabe algo más de él?

—Muy loable. ¿No te importa? ¿Estás trabajando en algo más aquí?

—No, no me importa, y además me pica la curiosidad ese tipo. Iba a trabajar en un artículo sobre el traslado de la tienda de jardinería Verrill a un local interior y el añadido de la sección de fruta y miel, pero eso puede esperar.

—¿Cómo que esperar? —replicó Art con fingido enfado—. Eso no es cualquier cosa en Lincoln, es una noticia candente. Bueno, ahora en serio. Si indagas sobre el profesor, ¿tendremos suficiente material para llenar la edición de esta semana?

—Creo que sí. Tendré preparado el artículo sobre Verrill. Luego está el de urbanismo que no publicamos la semana pasada y la lista de Navidad. Y no olvides las fotos de la Navidad pasada que también podemos publicar. Un montón de noticias apasionantes. Estaré de vuelta por la tarde.

Art golpeó el escritorio con la palma de la mano.

—Genial. En fin, ve con Dios y prospera, hijo mío. Que el camino salga a tu encuentro y tal y tal…

Por lo general, el trayecto desde Lincoln hasta Wickenden llevaba poco menos de dos horas, si el tráfico lo permitía. Lo había realizado a menudo al empezar a trabajar en el periódico, cuando pasaba cada fin de semana con Mia. Mia Choi iba dos años por detrás de mí en la universidad y muchos años luz por delante en cuanto a temple, inteligencia y tenacidad. Mantuvimos la clase de relación inquieta y espasmódica que avanza a trompicones cuando ninguno de los dos quiere ser el primero en relajarse. Nos habíamos conocido justo antes de que me licenciara, y con un poco de esfuerzo por mi parte y mucho por la suya, seguimos saliendo hasta el final del siguiente semestre (aún medíamos el tiempo en períodos académicos, mala señal). Cortamos de forma amistosa y predecible, y mantuvimos un contacto cada vez más esporádico. Cuando se licenció, supuse que no volvería a tener noticias de ella, aunque sospechaba que algún día leería sobre ella. Sentía curiosidad por saber cómo le iban las cosas, pero decidí que no merecía la pena pasar un rato incómodo, sobre todo porque tenía que estar de vuelta en Lincoln por la tarde. Probablemente habría cambiado de idea de creer que tenía posibilidades de echar un polvo por los viejos tiempos, pero el sexo diurno entre semana es una de esas cosas a las que renuncias cuando encuentras trabajo… y el sexo, según había descubierto para mi creciente consternación, era una de esas cosas a las que renuncias cuando te trasladas a un pueblecito de Nueva Inglaterra donde eres más joven que los hijos del ciudadano medio.

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