Read La biblioteca del cartógrafo Online

Authors: Jon Fasman

Tags: #Historico, Intriga

La biblioteca del cartógrafo (6 page)

BOOK: La biblioteca del cartógrafo
12.02Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Me dirigió una mirada enfurruñada y jugueteó con algunos papeles del escritorio.

—Mire, señor…

—Tomm.

—¿Señor Tomm?

—Sí, T-O-M-M. Tomm.

—¿Qué coño de nombre es ese?

—Es una larga historia que sin duda no le interesa.

—Tiene razón. En fin, señor Tomm, Johnny y yo éramos compañeros y nos llevábamos bien, pero nada más. No éramos amigos íntimos. Cuando llegó a este país, mi mujer y yo lo invitamos a unas cuantas barbacoas, las del Cuatro de Julio, con la banderita de marras y todas esas chorradas. De vez en cuando salía a tomar unas copas con él, pero hacía años que no. Y ya está. Y ahora, si me disculpa, tengo que seguir con lo que quiera que estuviera haciendo antes de que se presentara usted aquí.

Me levanté, pero antes de marcharme le pregunté adónde iban de copas.

—Es curioso, pero todavía me acuerdo. Íbamos a un bar de carretera que se llamaba el Lobo Solitario, un poco después de Westerly, justo en las afueras en dirección a su casa. Creo que el pueblo se llama Clougham. Sabe Dios por qué me molestaba en ir hasta allí. Johnny solo bebía allí, y solo un brandy casero espantoso. Unos cuantos de esos acaban contigo. Una vez mi mujer… —Agitó la mano y esbozó una sonrisa antes de volver a adoptar su habitual expresión derrotada—. En fin, no es momento de contarlo. Cuestión, que íbamos al Lobo Solitario. Buena suerte con sus pesquisas, señor Tomm. Cierre la puerta al salir si no le importa.

En silencio deseé a Crowley todas las críticas elogiosas, politiquillos aduladores y entrevistas en C-SPAN posibles, y me dispuse a regresar a Lincoln sin más información de la que tenía al llegar.

En el rellano de la segunda planta oí a mi espalda una voz culta y de acento inimitable que me resultaba familiar.

—¿Sabe que en tiempos tuve un alumno que se parecía mucho a usted? Sin embargo, mi alumno era un joven de buenos modales, casi tímido, que jamás habría olvidado su deber de hacer al menos una breve visita de cortesía a un viejo amigo de hallarse en las inmediaciones.

El profesor Jadid estaba de pie en el umbral de su despacho, papeles en una mano, americana a cuadros escoceses doblada sobre el brazo, las cejas enarcadas a modo de saludo y la característica media sonrisa asomando bajo el bigote de escobilla y las gafas de media luna. Era el primer profesor al que había conocido, el tutor al que me habían asignado al azar y a cuyas clases había asistido en primero, aunque de hecho le pedía consejo al inicio de cada semestre y era la primera persona que se me ocurría cuando escuchaba la palabra «profesor».

Le tendí la mano tras verificar que llevaba la camisa remetida en los pantalones (así era) y que no llevaba zapatillas deportivas (que sí llevaba). El profesor me la estrechó efusivamente.

—No recuerdo la última vez que un periodista llegó hasta esta planta. Por regla general, mis colegas reciben a sus admiradores en el vestíbulo .antes de permitir que una publicación estival u otra pague el almuerzo y las copas. ¿Qué le trae por aquí?

—Hola, profesor.

Estuve a punto de darle un abrazo, pero creo que lo habría considerado un error de etiqueta.

—Ahora mismo me preguntaba si estaría por aquí.

—¿Por aquí? ¿Y adonde quiere que vaya? Me alegro mucho de verlo. ¿Qué hace por aquí?

—He venido por trabajo. Soy periodista, lo crea o no. El profesor Pühapäev murió anoche. Vivía en Lincoln, y estoy intentando encontrar algunos datos biográficos para poder escribir su esquela, aunque de momento no ha habido suerte.

El profesor lanzó un suspiro y bajó la mirada al tiempo que restregaba un zapato contra la jamba de la puerta.

—Vaya, lo siento, lo siento mucho. Supongo que… Vaya, vaya…

Al poco recobró la compostura y se irguió.

—¿Sabe algo de él? Dónde nació, cuándo y esas cosas.

—Oh, no mucho. Sé que su apellido era estonio y que de vez en cuando me traducía artículos de las tres lenguas bálticas. Pero no sé con certeza si nació allí. Por cierto, su nombre, Jaan Pühapäev, significa «Juan Domingo» en estonio. Muy inusual y a buen seguro falso. Siempre supuse que era judío y que se cambió el nombre en la época soviética para evitar o cuando menos minimizar la persecución religiosa. Sin embargo, no es más que una conjetura sin fundamento alguno. Sé que era un buen lingüista y que en su departamento lo consideraban un experto en su campo, tal vez porque hay tan pocos historiadores bálticos fuera de Alemania, Rusia y los propios países bálticos. También sé que era mal profesor.

El profesor Jadid calló y volvió a golpear el suelo con la puntera del zapato. De hecho, ambas punteras aparecían muy desgastadas; nunca había reparado en aquel hábito, pero por otro lado, tal vez era la primera vez que conversábamos de pie.

—También creo que lo echaré mucho de menos, no porque fuéramos amigos íntimos precisamente, sino porque vivía rodeado en un aura de perpetuo misterio y melancolía, algo que siempre me ha parecido un excelente antídoto… y por favor, señor Tomm, no interprete mis palabras como sandez generacional… En fin, un excelente antídoto contra el bullicio desbocado reinante en esta universidad. Detecto en muchísimos de mis alumnos la certeza absoluta de que jamás les ocurrirá nada malo. Las guerras, las epidemias, las detenciones, las palizas, todo ello son sucesos para los que recogen firmas de camino al gimnasio. En mi calidad de inmigrante, le aseguro que requiere más esfuerzo del que quizá imagina para mantener una actitud como la de Jaan. Por regla general, o nos volvemos más americanos que los americanos o bien nos creamos una coraza de desprecio hacia todo lo relacionado con nuestro nuevo hogar. Jaan se limitaba a ser él mismo, y eso constituye un elogio de primer orden.

Miré el reloj, y Jadid, tan sensible y discreto como de costumbre, miró el suyo y cerró la puerta tras de sí.

—Este semestre doy clase los miércoles por la tarde. Tengo un seminario sobre la Hansa y si no me apresuro llegaré tarde. ¿Tiene prisa o puedo convencerlo para que dé un paseo por su antiguo campus durante una hora y media y después se reúna conmigo para tomar una copa en Fitzgerald's?

Aquella invitación ya valía el viaje, pues me sentía como si acabara de aprobar un examen, pero tenía que irme. Bajamos juntos la escalera.

—Lo siento, pero tengo que estar de vuelta en el despacho esta tarde, y son dos horas de trayecto.

Jadid apretó los labios, cerró los ojos, se encogió de hombros y ladeó la cabeza hacia ambos lados en una pantomima grouchiana de la resignación.

—En fin, los ancianos somos bien ridículos. Si tiene intención de volver por aquí, me encantaría invitarlo a una cerveza, y si no pensaba regresar, incluiré un almuerzo en la invitación para proporcionarle un buen pretexto. Siempre me gusta recibir noticias del mundo exterior.

—Me encantaría. Quizá a finales de semana, cuando termine la necrológica. Cualquier día que le vaya bien a usted.

—¿Por qué no viene el sábado? Ninguno de nosotros trabajará entonces, espero. Reservaré una mesa orientada hacia el oeste en el Blue Point, y podremos concluir el almuerzo como hacen todos los seres civilizados en invierno, tomando brandy y contemplando la puesta de sol.

Accedí de inmediato, y el profesor me tendió la mano.

—Hasta el sábado entonces. Y manténgame informado sobre Jaan. Tengo curiosidad por saber qué descubre acerca de él y también por el modo en que lo descubre.

Salimos del edificio, y de inmediato nos azotó el viento típico de Wickenden. Había olvidado que la zona este de la ciudad generaba sus propias galernas. El profesor sujetó con fuerza sus papeles, alzó la otra mano a modo de saludo y se alejó a buen paso y con la cabeza gacha hacia las aulas. Sin embargo, al poco se dio la vuelta y regresó junto a mí.

—¿Sabe, señor Tomm? No me gusta ser un chivato, pero Jaan era un hombre extraño. Obsesivamente reservado, bastante paranoico… Quiero contarle algo sobre él que quizá no averigüe por otros medios, pero a cambio tiene que prometerme algo.

—Por supuesto.

—De acuerdo. Debe prometerme que no utilizará la información con fines salaces. Si le ayuda a redactar una necrológica más completa, me parece bien, pero tiene que prometerme que no lo incluirá tan solo para ponerle un poco de salsa al texto. ¿Tengo su palabra?

—Sí.

—Bien. En ocasiones, la relación de Jaan con las autoridades locales era más complicada de lo que cabría esperar de un profesor universitario. Creo que una vez lo detuvieron, aunque me parece que no fue a la cárcel.

—¿En serio? ¿Por qué?

Cuando abrí el cuaderno, Jadid hizo una mueca, como si la impropiedad fuera una falta demasiado grave para considerarla siquiera.

—Bueno, tal como le he dicho, era un hombre reservado y paranoico, pero también de temperamento violento. Por lo visto llevaba siempre encima un arma de fuego —explicó con una risita amarga.

Enarqué las cejas, sorprendido. ¿Un profesor armado?

—Descubrimos tan singular hecho cuando disparó por la ventana de su despacho contra un gato callejero que correteaba por el tejado del edificio de enfrente. Creo que vio una sombra y confundió al gato con un intruso —prosiguió el profesor.

—¿Recuerda cuándo ocurrió?

—Oh, hace varios años. Lo más probable es que usted aún estudiara.

—¿De verdad? No recuerdo haber oído nada sobre ello.

—Es normal. La facultad y la universidad se tomaron muchas molestias para silenciar el asunto.

—¿Por qué?

—¿Que por qué? —replicó con cierta sorna—. ¿Un profesor armado en una universidad de este estado? Se habría montado un escándalo considerable.

—¿Por qué no lo despidieron?

—Era profesor titular. Tendríamos que haber aducido una razón y organizado una audiencia pública, lo cual queríamos evitar. Nos limitamos a decirle que no se le ocurriera volver a presentarse armado en la facultad. Accedió a regañadientes, aunque huelga decir que nadie se habría dedicado a cachearlo al entrar.

—¿Y volvió a pasar?

—A decir verdad, no estoy seguro. Nunca volví a tener noticias de ello, pero por otro lado, pocos miembros de la facultad estaban al corriente del primer incidente. No existe razón alguna para que todo el mundo lo sepa todo. Pero si le interesa conocer todos los detalles, le aconsejo que llame a mi sobrino Joseph, que pertenece al cuerpo policial de Wickenden.

—¿Tiene un sobrino policía? —inquirí, incrédulo.

—Por supuesto —asintió con una carcajada—. Es mi sobrino favorito de los siete sobrinos y dos sobrinas que tengo. ¿Acaso cree que todos los varones Jadid nacen con una americana con coderas debajo del brazo? Nada de eso, yo soy el único, y… En fin, llego tarde. Podemos hablar de familias durante la comida del sábado. Pero por favor, póngase en contacto con Joseph si quiere averiguar algo más. No cae bien a todo el mundo, pero es inteligente, y si le comenta que yo le he recomendado que llame, sin duda estará dispuesto a echarle una mano.

—Gracias. Por curiosidad, ¿sabe si el profesor Pühapäev tenía motivos para ser tan paranoico?

—Uno de los legados perpetuos de la Unión Soviética, señor Tomm, es la desconfianza hacia todo y todos. Por supuesto, la paranoia como psicosis no descarta la posibilidad de que existan motivos reales para ser paranoico. En el caso de Jaan, no me atrevo a hacer conjeturas; era un hombre inescrutable. En fin, espero con impaciencia el almuerzo del sábado para poder seguir hablando de él.

EL CASTILLO

Cuando del castillo decimos que es el enclave donde tiene lugar la transformación, no se trata de una afirmación restrictiva, sino todo lo contrario. Se refiere al recipiente, al recipiente externo que sella el primero, el laboratorio, el edificio del laboratorio, el edificio de la ciudad, el condado de la ciudad, y así sucesivamente. Un metaforista experto e introspectivo podría apuntar el telescopio hacia adentro en lugar de hacia afuera, refiriéndose a sí mismo como el recipiente último de la transformación, encargada de trocar imágenes y sonidos en pensamientos. Mejor será que dejemos este enfoque a las damas y los novelistas.

CLARKE CHUMBLEY,

Too Little, Too Late:

The Tragic Peregrinations of a Victorian Alchemist

Si el juez más preciso del tiempo es un reloj, entonces el más sensible es sin duda un ladrón. Omar Iblis era el mejor, y en el año 1154 de nuestra era, cuando da comienzo este relato, el más discreto ladrón de Sicilia. Cultivaba su anonimato con meticulosidad, llevando las ropas más olvidables, con el cabello y la barba cortados al estilo más anodino posible, sin caminar ni demasiado cerca ni demasiado lejos de los demás, ni demasiado despacio ni demasiado aprisa, sin llamar jamás la atención sobre el objeto de sus deseos. Aprendió a prestar más atención a la periferia que al centro de su visión. Por las noches ejercitaba la memoria; detrás de su casa recogía un puñado de guijarros y otro de alubias secas, extendía los brazos, dejaba caer guijarros y alubias, se los quedaba mirando durante un rato, preparaba la cena y después de comer dibujaba la disposición en que habían caído al suelo. Antes de acostarse ejercitaba el cuerpo, pasando horas moviendo tan solo un músculo del centro de la mano, controlando los latidos de su corazón, sincronizando su respiración con los ritmos del canto de los grillos.

Había pasado de robar fruta de noche en los huertos a robar animales de sus jaulas, luego baratijas a los mercaderes y por fin las ganancias de los mercaderes. Acabó por convertirse en un experto ladrón de casas, porque siempre adivinaba, gracias a la indumentaria, la expresión de impaciencia y la cantidad de equipaje que llevaban sus moradores, cuándo estos se disponían a emprender un viaje largo. Solo entonces entraba en la casa, examinaba el contenido a sus anchas y se llevaba lo que deseaba, siempre y cuando pudiera hacerlo sin dar un espectáculo ni ocasionar conmoción alguna. Nunca desvalijaba iglesias, sinagogas ni mezquitas, al igual que nunca robaba a sacerdotes, rabinos ni imames; si bien no asistía a los servicios religiosos, procuraba eludir la ira de Dios y de Sus representantes en la tierra. El rey Rogelio II velaba por todos los siervos de Dios a conciencia, y sus centinelas infligían los castigos correspondientes con los métodos más variados y sanguinarios.

A primera hora de cierta tarde, Omar se cruzó con un joven novicio recién tonsurado y aún algo torpe en su hábito, y le preguntó qué día era.

BOOK: La biblioteca del cartógrafo
12.02Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Dying Eyes by Ryan Casey
Fated by S.H. Kolee
Fruitful Bodies by Morag Joss
Bridegroom Wore Plaid by Grace Burrowes
OmegaMine by Aline Hunter