La biblioteca del cartógrafo (7 page)

Read La biblioteca del cartógrafo Online

Authors: Jon Fasman

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: La biblioteca del cartógrafo
7.59Mb size Format: txt, pdf, ePub

—La festividad de San Teodoro Obispo —repuso el muchacho al tiempo que levantaba el brazo envuelto en un aro de hierro para confirmar sus palabras.

—Ya veo. Y dime, si lo sabes, ¿a quién pertenece esa casa en lo alto de la colina, rodeada de tan bellos jardines?

—Nuestro abad anhela esa casa, pero su morador era un hombre singular que no rezaba en ningún templo de Dios y que encendía hogueras de extraña fragancia en plena noche. Algunos dicen que era brujo, pero siempre gozó de la protección del rey. Siento no poder deciros su nombre.

—Hablas de él en tiempo pasado. ¿Acaso ha muerto?

—No, ayer se hizo a la mar. El abad dice que Su Santidad el rey Rogelio convertirá la casa en un segundo palacio alejado del bullicio de Palermo, pero los guardias no llegarán al menos hasta mañana. Hasta entonces, la casa permanecerá abandonada, y Su Santidad el rey Rogelio ha prohibido la entrada a todo el mundo.

—Vaya, vaya. En fin, gracias por tu ayuda y la conversación, amigo mío.

—Id con Dios, amigo mío.

El monje dio media vuelta, tropezó con el hábito, dio dos vueltas de campana, se incorporó y siguió bajando la cuesta a toda prisa.

Omar sopesó sus opciones. Por un lado, una casa desierta de apariencia opulenta, propiedad primero del amigo de Rogelio y ahora del propio Rogelio, sin duda repleta de riquezas… Por otro lado, que estuviera vacía no era más que un rumor, y si lo sorprendían en la vivienda de un protegido real, o peor aún, del propio rey, ello significaría cuando menos la muerte. Por fin decidió que no había nada malo en echar un vistazo; si lo encontraban en la finca, podría hacerse pasar por jornalero ambulante que buscaba trabajo en los jardines y huertos de la zona.

Avanzó al margen del camino, al amparo de los árboles pero sin ocultarse bajo ellos, caminando con decisión pero sin prisa, con desenvoltura pero sin excesiva indolencia. Rodeó la casa y se acercó a ella por entre los naranjos, limoneros y almendros, deteniéndose para guardarse algunas naranjas en uno de los bolsillos que se había cosido en la cara interior de la túnica. Al llegar bajo una ventana se detuvo a escuchar. Al instante, una avispa se le posó en el labio y cruzó su rostro en dirección a la oreja. Otra aterrizó en su nariz, una tercera sobre su párpado izquierdo y una más sobre el derecho. Los muslos y las rodillas empezaron a temblarle mientras permanecía inmóvil en cuclillas, con ganas de estornudar por culpa de las antenas de los insectos. Las avispas, cada una de ellas tan grande como el meñique de un adulto, avanzaron cual ejército hacia un objetivo determinado y se detuvieron como si aguardaran instrucciones. Y de repente, por el mismo orden en que habían llegado, alzaron el vuelo. Omar rodeó la casa hasta la fachada delantera, entró por la puerta principal y la cerró tras de sí.

El suelo del vestíbulo era de mármol. Una línea blanca trazada en el centro dividía la estancia en dos partes idénticas. El pavimento era blanco y negro como un tablero de ajedrez, de ambos rincones partían sendas escaleras que convergían en una sola, a cada lado se abrían dos puertas, y entre ellas se veía un estante sobre el que había dos jarrones iguales de cristal azul con sendas rosas marchitas. Omar nunca había puesto los pies en una morada tan suntuosa. Cruzó la línea blanca hacia la izquierda y abrió la puerta más cercana; daba a una pared estucada. La puerta más alejada del mismo lado también daba a una pared, sobre la que había pintada alguna suerte de bestia roja de cola bífida, dentadura afilada y boca que echaba fuego. Atravesó la habitación y abrió la puerta derecha más alejada de la entrada. De ella partía un pasillo en penumbra que al poco trazaba una curva cerrada. Omar se adentró en él, pero sin cerrar la puerta tras de sí. Como todo ladrón siciliano, siempre llevaba el bolsillo lleno de garbanzos secos para marcar el camino recorrido o bien para comer en caso de necesidad, y en aquel momento fue dejándolos caer a medida que avanzaba. El pasadizo discurría muy sinuoso, pero apenas había caminado por él durante un minuto cuando llegó a otra puerta. Al abrirla descubrió que daba al vestíbulo; era la única que aún no había abierto. Perplejo y exasperado al ver que las posibilidades de obtener un sustancioso botín se desvanecían, subió la escalera que se convertía en una escala de mano. Al alcanzar la trampilla instalada en lo alto, la abrió de un empujón y se encaramó por ella.

Se encontró en una habitación alargada, oscura y de techo bajo, con tres hornos que daban a tres chimeneas como en las panaderías. A lo largo de una pared se alineaban más libros de los que Omar había visto juntos en su vida, más aún que en casa de su abuelo, Maulvi Azzam. Junto a la otra pared había estantes llenos de recipientes de distintos tamaños, colores y formas. Omar caminaba entre ellos, examinando ora un ancho cuenco de piedra, ora una espigada copa de cobre, cuando oyó la puerta principal abrirse con un chirrido. Con cuidado se asomó a la trampilla y vio a dos hombres, ambos armados con espadas cortas y largas, así como escudos identificados con el emblema real. En silencio, Omar se apartó de la trampilla y empezó a registrar la estancia en busca de algo, cualquier objeto de valor que llevarse. Ya no pensaba en los tesoros, sino en la huida (negociando mentalmente con el Dios al que nunca visitaba para prometerle que a partir de entonces llevaría una vida decente y tranquila, dedicado a la cría de ovejas si por esta vez, por esta vez…) y en una única chuchería que poder mostrar a sus amigos e hijos para jactarse de haberla robado delante de las propias narices del rey.

En un rincón yacía un informe saco de arpillera. Al agacharse para recogerlo, Omar reparó en un pequeño baúl de madera encajado tras uno de los hornos. Lo cogió, y al agitarlo oyó un tintineo; estaba cerrado con llave y no pesaba demasiado. Contempló la posibilidad de meterlo en el saco, pero apenas cabía y habría resultado engorroso acarrearlo mientras corría. Así pues, cogió un pesado recipiente de piedra y golpeó con todas sus fuerzas la cerradura del baúl, que se rompió con menos estruendo del que esperaba. Vació el contenido en el saco, distribuyéndolo de forma que pudiera atárselo con comodidad alrededor de la cintura, y una vez más se asomó a la trampilla. Vio a dos guardias, cada uno sentado en una escalera de modo que no distinguía si estaban o no dormidos. Ambos estaban en el tercer escalón, con la cabeza entre las manos en idéntica postura, como si formaran parte del mobiliario de la estancia. Consideró la posibilidad de esperar arriba, pero no tenía más comida que los garbanzos secos, el día tocaba a su fin y sabía que si los guardias ocupaban la casa en nombre del rey, tarde o temprano subirían a inspeccionar el desván.

Abrió la trampilla con cuidado y descendió por la escala con todo el sigilo posible. Cuando la escala se bifurcaba para formar las dos escaleras, se detuvo (los guardias no lo habían oído), se aferró al travesaño inferior, tomó impulso y se dejó caer al suelo, aterrizando de pie en el vestíbulo. Los dos guardias se levantaron de un salto al mismo tiempo, pero Omar salió de la casa como una exhalación y se alejó de ella como alma que lleva el diablo.

—¡Te hemos visto! —gritó uno de los guardias a su espalda—. ¡Te han visto los hombres del rey, ladrón, y serás castigado por ello!

Aquella noche durmió entre la maleza, y al despertar descubrió que lo que en sueños había tomado por la boca de una moza de tez ambarina era en realidad el hocico húmedo de un erizo curioso. Caminando a buen paso y sin detenerse para comer, llegó a Palermo al anochecer. Conocía al dedillo los callejones y los tejados de la ciudad, por lo que pudo llegar sin ser visto a una casucha chata y destartalada situada en la orilla, donde el olor a mar y peces podridos se mezclaba con el aroma a pescado asado sobre ramas de romero y tabaco de manzana que salía por la ventana. Apenas había asomado la cabeza por la puerta cuando una voz estentórea le preguntó qué quería, quién era y si prefería morir ahogado, empalado, inmolado o desollado.

—Asusta a quienes viven rodeados de comodidades, tío. Yo ya me he llevado suficientes sustos en los últimos dos días.

Una carcajada capaz de hacer temblar la tierra siguió a sus palabras.

—Vaya, pero si es mi raudo y veloz Omar. Entra y siéntate, entra. ¿Te quedarás a comer y hacer compañía a este anciano?

Omar cruzó el umbral y vio a su tío Faisal alumbrado por la luz de las velas y el ocaso. La envergadura de Faisal parecía aumentar al ritmo de la ciudad. Poseía una figura no tanto corpulenta como maciza e imponente. La tez morena, la postura algo desgarbada y la renuencia a moverse a menos que fuera absolutamente necesario le conferían un aspecto petrificado. Una cicatriz en forma de la letra árabe faa' le surcaba el rostro desde la ceja derecha hasta casi alcanzar la coronilla de su cabeza lironda, y lucía una voluminosa barba que le llegaba hasta el vientre. Sus ojos eran dos esferas lechosas y anónimas.

Omar había aprendido el oficio de Faisal antes de que su tío fuera sorprendido con las manos en la masa en la morada del asistente de un duque de poca monta y le quemaran los ojos con una espada candente. Ahora, Faisal se dedicaba a dirigir casi todo el crimen de Palermo desde su casucha junto al muelle. Si bien Omar no veía a nadie ni dentro ni alrededor de la vivienda, sabía que su tío vivía al menos tan bien protegido como el rey. En aquel momento, el hombre efectuó un aleteo absurdamente femenino con los dedos, y al instante, un hombre alto, musculoso y armado apareció con una bandeja de dátiles, almendras, pan y queso que dejó ante Omar sin mirarlo. Omar engulló el banquete ruidosamente y con ansia, sin tan siquiera ofrecer nada a su tío, que mantenía los ojos ciegos clavados en su sobrino como si pudiera verlo.

—¿Por qué no me cuentas qué ha sucedido, muchacho?

—Me han visto. Los guardias del rey me han visto robando en casa del amigo del rey, y debo abandonar la isla de inmediato. No importa adonde vaya, cómo me vaya ni lo que haga, pero si me encuentran…

Lanzó un gemido ante la perspectiva del castigo que podían infligirle.

—Ningún decreto será jamás tan efectivo como el dolor físico —sentenció su tío con aire pensativo—. ¿Qué has robado y dónde te han visto?

—No he robado gran cosa, nada de valor —empezó Omar, alzando la voz, pero su tío levantó y bajó la mano para indicarle que se calmara—. Me he llevado estas chucherías —prosiguió al tiempo que abría el saco— de una casa en lo alto de una colina, a unos dos días a paso rápido de aquí.

Su tío introdujo la mano en el saco para inspeccionar el contenido con las manos. Fue sacando objeto tras objeto, una flauta de oro, una moneda pintada, una soga anudada prendida a una plancha de cobre… para luego devolver cada uno a su lugar. Por fin cerró el saco y se lo alargó a su sobrino con un suspiro.

—¿Aquella casa tenía huertos y jardines?

—Sí, ambas cosas.

—¿Y ambos lados de la entrada eran idénticos? ¿Robaste estos objetos de la planta superior?

—Sí, tío, pero ¿cómo es posible…?

De repente, su tío asestó un tremendo puñetazo sobre la mesa.

—¡Estúpido! ¡Desgraciado! ¡Maldita sea mi estampa! Si pudieras devolver estas cosas… Pero no puedes. En fin, no importa.

Suspiró de nuevo y se pasó la mano por la cabeza calva, resiguiendo la cicatriz con un dedo.

—Mi hermano, tu padre, está muerto. Mis esposas son yermas y me odian. No conozco a mis propios hijos, así que eres mi único pariente vivo. Te subiré a un barco y te proporcionaré un salvoconducto. O te enmiendas o te vas a cometer estupideces en otro lugar, pero no pienso permitir que mueras aquí.

Omar sepultó el rostro entre las manos.

—¿Cómo me iré? ¿Y a quién pertenece la casa en la que he entrado?

Faisal dio dos palmadas, y al poco entró el mismo hombre de antes. Tras conversar unos instantes en susurros, el hombre se retiró.

—En cuanto a la manera, partirás con un mercader genovés que zarpará rumbo a Sudak al amanecer. ¿Sabes dónde se encuentra Sudak?

Omar negó con la cabeza.

—Ignoramus. Yo estudio todos los mapas nuevos y ni siquiera puedo verlos. El mundo se hace cada vez más grande, sobrino, tal vez incluso lo suficiente para albergar a un estúpido temerario como tú. En cuanto a tu otra pregunta, has robado en casa de
Al-Idrisi
, geógrafo del rey y poseedor de muchos otros cargos. No acaba de sorprenderme que escaparas de allí sin que los guardias te echaran el guante, pero que escaparas sin que te ocurriera algo infinitamente más terrible… En fin, ya veremos si en verdad es así. El genovés me debe un favor por haberle presentado a Assa Qidri y sus hijas, pero no es un hombre honrado, por lo que me temo que tendrás que separarte de parte de tu tesoro.

Del exterior me llegó un silbido tenue y rítmico. Faisal se incorporó con gran dificultad, se llevó una mano al corazón y se inclinó.

—Y ahora vete. Sigue a Asif en silencio hasta el navío y no mires atrás. Ve con Dios y hágase Su voluntad. Espero no volver a tener noticias tuyas jamás.

A bordo del barco, Omar realizaba todas las tareas que le encomendaba el mercante Silvio. Cocinaba, fregaba galeras, aparejaba velas… y al cabo de un mes avistaron tierra. El mercante convocó a Omar en sus aposentos.

—Aquello es Sudak, tu nuevo hogar. ¿Piensas dedicarte a trabajar o a robar?

—A trabajar. Me temo que el instinto de ladrón me ha abandonado.

—Magnífico. No esperaba una respuesta menos inteligente, responda o no a la verdad. He cogido este saco de tu cabina. Fue esto lo que te metió en un brete en Sicilia, ¿verdad? —Omar asintió—. Pues bien, te aliviaré de esta carga.

Omar quiso protestar, pero Silvio se llevó la mano a la espada.

—Pero para que veas que no soy un desalmado, puedes elegir un objeto del saco, que si no me equivoco contiene catorce, como recuerdo de tu vida anterior.

Le alargó el saco abierto. Omar introdujo la mano sin mirar y se guardó el objeto que sacó a toda prisa en el bolsillo de la túnica.

—Magnífico. El respeto apropiado por la casualidad, el destino, la voluntad de Dios, la suerte o como quieras llamarlo. Cuando alcancemos la orilla, debes desembarcar de inmediato. Eres un joven sano y no te resultará difícil encontrar trabajo en el muelle. No vayas tierra adentro hasta que te canses de vivir; la Horda de Oro y lo polovtsianos luchan encarnizadamente por el control de la isla, y cuando uno de ellos tenga fuerza suficiente para aniquilar al otro, también nosotros, los genoveses, tendremos que marcharnos. Te harás un favor a ti mismo si permaneces entre gentes civilizadas el mayor tiempo posible. Y ahora recoge el resto de tus pertenencias y desembarca con la tripulación. Si vuelves a importunarme, si afirmas siquiera que me conoces o que hemos hablado, te desollaré como a un conejo.

Other books

Kill Me Again by Rachel Abbott
Vampire Dating Agency by Rosette Bolter
The Black Mountain by Stout, Rex
From Fake to Forever by Kat Cantrell
The Last Weekend by Blake Morrison
Steel Beach by John Varley
Well of Shiuan by C. J. Cherryh