La caída de los gigantes (68 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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—Espero que hayas disfrutado del partido de tenis —comentó Lev para romper el silencio.

Ella suspiró.

—Todos los chicos de esta ciudad temen a mi padre —dijo—. Creen que les pegaría un tiro si me besaran.

—¿Les pegaría un tiro?

Olga se rió.

—Es probable.

—Yo no lo temo. —Lev no mentía. No era que no le tuviera miedo, tan solo intentaba no hacer caso de sus temores, con la esperanza de que su labia le permitiría salir airoso de cualquier apuro.

Pero ella parecía incrédula.

—¿De veras?

—Por eso me contrató. —Aquella afirmación tampoco era una mentira—. Pregúntaselo.

—Lo haré.

—Le gustas mucho a Gus Dewar.

—A mi padre le encantaría que me casara con él.

—¿Por qué?

—Es rico, su familia pertenece a la rancia aristocracia de Buffalo, y su padre es senador.

—¿Siempre haces lo que tu papá quiere?

Ella dio una larga calada al cigarrillo.

—Sí —contestó, y exhaló el humo.

—Me encanta mirarte los labios cuando fumas —dijo Lev.

Ella no respondió, pero le dirigió una mirada especulativa.

Para Lev, aquello fue una invitación, y la besó.

Ella emitió un leve gemido y lo empujó débilmente con una mano contra el pecho, pero ninguna de esas protestas fue lo bastante firme. Él arrojó el cigarrillo fuera del coche y posó la mano sobre sus pechos. Ella le aferró la muñeca, como para apartársela, pero en lugar de hacerlo la apretó aún más contra su tierna carne.

Lev acarició con la lengua sus labios cerrados. Ella apartó la cabeza y lo miró atónita. Él comprendió que Olga no sabía nada de aquella clase de besos. Realmente no tenía experiencia.

—No pasa nada —dijo él—. Confía en mí.

Ella tiró también el cigarrillo, atrajo a Lev contra sí, cerró los ojos y lo besó con la boca abierta.

Después de eso, todo transcurrió muy deprisa. Había en el deseo de la chica un anhelo desesperado. Lev había estado con varias mujeres, y prefería dejar que fueran encontrando su ritmo. No se podía apremiar a una mujer titubeante, ni frenar a una impaciente. Cuando su mano se abrió paso entre la ropa interior de Olga y acarició el suave montículo de su sexo, ella se excitó de tal modo que sollozó. Si era cierto que había llegado a los veinte años sin ser besada por ninguno de los tímidos chicos de Buffalo, debía de haber acumulado gran cantidad de frustración, supuso él. Levantó las caderas con ganas para que él le bajara las calzas. Cuando la besó entre las piernas, ella soltó un grito de sorpresa y excitación. Tenía que ser virgen, pero él también estaba demasiado excitado para que tal pensamiento le hiciera vacilar.

Olga estaba tendida de espaldas, con un pie sobre el asiento y el otro en el suelo, la falda enrollada a la cintura, los muslos separados, preparados para él. Tenía la boca abierta y la respiración agitada. Lo miró con ojos anhelantes mientras él se desabotonaba. La penetró con cuidado, consciente de la delicadeza de esa parte de la anatomía femenina, pero ella lo agarró por las caderas y lo apretó contra sí impaciente, como si temiera que en el último momento fueran a privarla de lo que deseaba. Él sintió cómo la membrana de su virginidad se le resistía brevemente y luego se rompía con facilidad, provocando en ella apenas un gemido, como una punzada de dolor que remitía con la misma rapidez con que había llegado. Ella se movía a su propio ritmo, y de nuevo Lev dejó que Olga lo impusiera, percibiendo que estaba respondiendo a una llamada que no le sería denegada.

Aquel fue el acto amoroso más apasionante de todos cuantos había experimentado. Algunas chicas eran expertas; otras, inocentes, pero fáciles de complacer; algunas ponían esmero en satisfacer al hombre antes de buscar su propio placer. Pero Lev nunca había topado con un ansia tan salvaje como la de Olga, y eso lo encendía sin mesura.

Se contuvo. Olga gritó y él le tapó la boca con una mano para silenciar el chillido. Ella corcoveó como un potro, y luego hundió la cara en el hombro de él. Con un grito sofocado, alcanzó el clímax, y un instante después él la siguió.

Lev se echó a un lado y se sentó en el suelo. Ella se quedó inmóvil, jadeando. Ninguno de los dos habló durante unos instantes. Al final, ella se sentó.

—Oh, Dios —dijo—. No sabía que sería así.

—No suele serlo —respondió él.

Hubo un silencio largo, reflexivo, y luego ella dijo, con voz más tenue:

—¿Qué he hecho?

Él no contestó.

Ella recogió las calzas del suelo y se las puso. Se quedó sentada un momento más, recuperando el aliento, y después bajó del coche.

Lev la miró, esperando a que dijera algo, pero no lo hizo. Se encaminó a la puerta trasera del garaje, la abrió y se marchó.

Pero al día siguiente volvió.

VI

Edith Galt aceptó la propuesta de matrimonio del presidente Wilson el 29 de junio. En julio, el presidente regresó temporalmente a la Casa Blanca.

—Tengo que volver a Washington unos días —le dijo Gus a Olga mientras paseaban por el zoológico de Buffalo.

—¿Cuántos días?

—Los que me necesite el presidente.

—¡Es fascinante!

Gus asintió.

—Es el mejor trabajo del mundo, pero me impide ser dueño de mí mismo. Si la crisis con Alemania se agrava, podría pasar mucho tiempo antes de que pudiera volver a Buffalo.

—Te echaremos de menos.

—Yo te echaré de menos a ti. Nos hemos hecho muy amigos desde que volví.

Habían montado en barca en Delaware Park y se habían bañado en Crystal Beach; habían remontado el río hasta Niágara en los vapores y cruzado el lago hasta la orilla canadiense, y habían jugado al tenis día sí día no… siempre con un grupo de amigos y siempre bajo la atenta mirada de al menos una madre que hacía las veces de carabina. Ese día, la señora Vyalov iba con ellos, unos pasos por detrás y charlando con Chuck Dixon.

—Me pregunto si te haces una idea de cuánto te echaré de menos —prosiguió Gus.

Olga sonrió, pero no contestó.

—Ha sido el verano más feliz de mi vida —añadió él.

—¡Para mí también! —dijo ella, haciendo girar la sombrilla de topos de color rojo y blanco.

Aquel comentario colmó de alegría a Gus, aunque no estaba convencido de que fuera su compañía lo que la había hecho feliz. No lograba comprender a Olga. Ella siempre parecía alegrarse de verlo, y disfrutar charlando con él hora tras hora. Pero él no había percibido ninguna emoción, ninguna muestra de que sus sentimientos hacia él fueran apasionados y no meramente amistosos. Ninguna chica respetable, claro está, debía dar tales muestras, al menos hasta que estuviera prometida, pero aun así Gus estaba desconcertado. Quizá eso fuera parte del atractivo de la joven.

Recordó nítidamente que Caroline Wigmore le había comunicado sus necesidades con una inequívoca claridad. Se sorprendió pensando mucho en ella, la única otra mujer a la que había amado en la vida. Si ella era capaz de verbalizar lo que necesitaba, ¿por qué Olga no? Pero Caroline era una mujer casada, mientras que Olga era una chica virgen que había crecido bien protegida.

Gus se detuvo frente al foso de los osos, y ambos contemplaron un pequeño ejemplar marrón que estaba sentado y que también los miraba.

—Me pregunto si todos nuestros días serán así de felices —dijo Gus.

—¿Por qué no? —repuso ella.

¿Lo estaba alentando? Él la miró. Ella siguió observando al oso sin devolverle la mirada. Él escrutó sus ojos azules, la tenue curva de su mejilla rosada, la piel delicada de su cuello.

—Ojalá fuera Tiziano —dijo—. Te pintaría.

Su madre y Chuck pasaron por su lado y siguieron caminando, dejando a Gus y a Olga atrás. Tendrían pocas oportunidades de volver a quedarse solos.

Ella lo miró al fin, y a Gus le pareció ver algo parecido al cariño en sus ojos. Eso le infundió coraje. Pensó: «Si un presidente que hace menos de un año que ha enviudado puede, sin duda yo también».

—Te amo, Olga —declaró

Ella no respondió, pero siguió mirándolo.

Él tragó saliva. Seguía sin saber comprenderla.

—¿Existe alguna posibilidad…? ¿Puedo albergar la esperanza de que algún día tú también me ames? —Mantuvo la mirada clavada en sus ojos y contuvo el aliento. En ese momento, ella tenía su vida en las manos.

Hubo una larga pausa. ¿Estaba meditando? ¿Sopesándolo? ¿O tan solo dudaba ante una decisión trascendental para su vida?

Finalmente, Olga sonrió y dijo:

—Oh, sí.

Él apenas daba crédito.

—¿De veras?

Ella se rió con alegría.

—De veras.

Gus tomó una de sus manos.

—¿Me amas?

Ella asintió.

—Tienes que decirlo.

—Sí, Gus. Te amo.

Él le besó la mano.

—Hablaré con tu padre antes de irme a Washington.

Ella sonrió.

—Creo que sé lo que dirá.

—Después podremos decírselo a todos.

—Sí.

—Gracias —dijo fervientemente—. Me has hecho muy feliz.

VII

Gus llamó al despacho de Josef Vyalov por la mañana y pidió permiso formalmente para proponer matrimonio a su hija. Vyalov se declaró encantado. Aunque esa era la respuesta que Gus había esperado, el alivio que sintió al oírla le provocó cierta flojera.

Gus se encontraba ya camino de la estación para tomar el tren a Washington, por lo que convinieron en celebrar el enlace en cuanto pudiera regresar. Mientras tanto, Gus accedió de buen grado a dejar la planificación de la boda en manos de la madre de Olga.

Al entrar en la Estación Central por Exchange Street, se encontró a Rosa Hellman, que salía de ella con un sombrero rojo y un pequeño bolso de viaje.

—Hola —dijo—. ¿Puedo ayudarte con el equipaje?

—No, gracias, no pesa —contestó ella—. Solo he pasado fuera una noche. He ido a una entrevista en una agencia de noticias.

Gus arqueó las cejas.

—¿Para un trabajo como reportera?

—Sí… y me lo han dado.

—¡Enhorabuena! Disculpa que parezca sorprendido… Creía que no contrataban a mujeres…

—No es habitual, pero tampoco soy la primera.
The New York Times
contrató a su primera periodista en 1869. Se llamaba Maria Morgan.

—¿De qué te encargarás?

—Seré la ayudante de su corresponsal en Washington. La verdad es que la vida amorosa del presidente les ha llevado a creer que necesitan a una mujer allí. Los hombres son propensos a pasar por alto historias románticas.

Gus se preguntó si habría mencionado su amistad con uno de los asesores más próximos a Wilson. Supuso que lo habría hecho: los reporteros nunca se andaban con remilgos. Sin duda eso habría contribuido a que le dieran el empleo.

—Yo vuelvo ahora —dijo él—. Supongo que nos veremos allí.

—Eso espero.

—También tengo buenas noticias —añadió el joven con alegría—. Le he propuesto matrimonio a Olga Vyalov… y ha aceptado. Vamos a casarnos.

Ella lo miró largo rato, y al final dijo:

—Idiota.

Si en lugar de insultarlo lo hubiera abofeteado, Gus no se habría quedado más sorprendido. La miró fijamente, boquiabierto.

—Maldito idiota —le espetó ella, y se alejó.

VIII

Dos estadounidenses más murieron el 19 de agosto cuando los alemanes torpedearon otro gran transatlántico británico, el
Arabic
.

Gus lamentaba las víctimas, pero le horrorizaba aún más que Estados Unidos se viera arrastrado inexorablemente al conflicto europeo. Tenía la impresión de que el presidente estaba al límite. Gus quería casarse en un mundo de paz y felicidad; le aterraba un futuro asolado por el caos, la crueldad y la destrucción de la guerra.

Siguiendo las instrucciones de Wilson, Gus informó a varios periodistas, de forma extraoficial, de que el presidente estaba a punto de romper las relaciones diplomáticas con Alemania. Mientras tanto, el nuevo secretario de Estado, Robert Lansing, trataba de llegar a algún acuerdo con el embajador alemán, el conde Johann von Bernstorff.

Podía ser un grave error, pensó Gus. Los alemanes podían poner a Wilson en evidencia y desafiarlo. Y entonces, ¿qué haría él? Si no hacía nada, quedaría como un necio. Le dijo a Gus que romper las relaciones diplomáticas no conduciría necesariamente a la guerra. Gus se quedó con la aterradora sensación de que la crisis estaba fuera de control.

Pero el káiser no quería entrar en guerra con Estados Unidos y, para inmenso alivio de Gus, la apuesta de Wilson mereció la pena. A finales de agosto, los alemanes prometieron no atacar barcos de pasajeros sin previa advertencia. Aquello no suponía una tranquilidad del todo satisfactoria, pero puso fin a la situación de punto muerto.

Los periódicos estadounidenses, que obviaron los matices, se mostraron eufóricos. El 2 de septiembre, Gus le leyó a Wilson con aire triunfal un párrafo de un artículo muy elogioso de aquel mismo día, publicado en el
Evening Post
de Nueva York.

—«Sin movilizar un regimiento ni reunir una flota, gracias a una perseverancia tenaz e inquebrantable para defender el bien, ha forzado la rendición de la más ufana, la más arrogante y la mejor armada de las naciones.»

—Todavía no se han rendido —dijo el presidente.

IX

Una tarde de finales de septiembre, llevaron a Lev al almacén, lo desnudaron y le ataron las manos a la espalda. Acto seguido, Vyalov salió de su despacho.

—Canalla —dijo—. Maldito canalla.

—¿Qué he hecho? —se defendió Lev.

—Ya sabes lo que has hecho, perro sarnoso —contestó Vyalov.

Lev estaba aterrado. No podía salir airoso de aquella situación gracias a su labia si Vyalov no lo escuchaba.

Su jefe se quitó la chaqueta y se arremangó la camisa.

—Tráemelo —ordenó.

Norman Niall, su enclenque contable, fue al despacho y volvió con un knut.

Lev lo miró fijamente. Era el típico modelo ruso, tradicionalmente utilizado para castigar a los criminales. Tenía una empuñadura larga de madera y tres correas de cuero, cada una de ellas rematada por una bola de plomo. Lev nunca había sido azotado, pero había visto hacerlo. En las regiones rurales era un castigo habitual para el hurto y el adulterio. En San Petersburgo, el knut se empleaba a menudo con transgresores políticos. Veinte latigazos lisiaban a un hombre; cien lo mataban.

Vyalov, ataviado aún con el chaleco, del que colgaba la cadena de oro del reloj, sopesó el knut. Niall soltó una risilla nerviosa. Ilya y Theo miraban con interés.

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