La caída de los gigantes (69 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Lev se encogió de miedo, se volvió de espaldas y se agarró a la pila de neumáticos. El látigo llegó con un silbido cruel y le mordió el cuello y los hombros. Lev aulló de dolor.

Vyalov volvió a restallar el látigo. Esta vez dolió más.

Lev no podía creer lo insensato que había sido. Se había acostado con la hija virgen de un hombre poderoso y violento. ¿En qué había pensado? ¿Por qué nunca conseguía resistir la tentación?

Vyalov volvió a darle un latigazo. En esta ocasión, Lev se hizo a un lado para intentar eludir el knut. Solo le rozaron los extremos de las correas, que se clavaron sin piedad en su carne, y él volvió a gritar de dolor. Intentó zafarse, pero los hombres de Vyalov lo devolvieron a su sitio, riéndose.

Vyalov alzó de nuevo el látigo, empezó a bajarlo… y se detuvo a medio camino cuando Lev trató de esquivarlo; entonces le dio el latigazo. Lev tenía las piernas rajadas, y las heridas sangraban. Cuando Vyalov lo azotó otra vez, se apartó desesperadamente, tropezó y cayó al suelo de cemento. Se quedó tumbado de espaldas, perdiendo fuerzas por momentos, y Vyalov le fustigó y le alcanzó en el vientre y los muslos. Lev rodó sobre sí mismo, demasiado mortificado y aterrado para ponerse en pie, pero el knut siguió torturándolo. Hizo acopio de energía para gatear unos pasos como un bebé, pero resbaló con su propia sangre, y el látigo cayó de nuevo sobre él. Dejó de gritar: no le quedaba aliento. Concluyó que Vyalov lo azotaría hasta matarlo. Empezó a desear que el final llegara pronto.

Pero Vyalov le negó tal alivio. Soltó el knut, jadeando por el esfuerzo.

—Debería matarte —dijo cuando recuperó la respiración—, pero no puedo.

Lev estaba desconcertado. Yacía en un charco de sangre, con la mirada clavada en su torturador.

—Está embarazada —reveló Vyalov.

Aturdido por el miedo y el dolor, Lev intentó pensar. Había usado preservativo. Era fácil comprarlos en cualquier ciudad grande del país. Siempre lo había usado… excepto aquella vez, claro, cuando él no esperaba que ocurriera nada… y tampoco cuando ella le enseñó la casa, en la que no había nadie, y lo hicieron en la gran cama de la habitación de invitados… ni aquel otro día, en el jardín al anochecer…

Cayó en la cuenta de que habían sido varias veces.

—Iba a casarse con el hijo del senador Dewar —dijo Vyalov, y él captó la acritud y también la ira en su voz áspera—. Mi nieto podría haber sido presidente.

A Lev le costaba pensar con claridad, pero comprendió que tendrían que suspender la boda. Gus Dewar no se casaría con una chica embarazada de otro, por mucho que la amara. A menos que…

Lev consiguió gruñir unas cuantas palabras.

—No tiene por qué tener el bebé… En esta misma ciudad hay médicos que…

Vyalov levantó el knut con un gesto raudo y Lev se ovilló.

—¡Ni se te ocurra pensar en eso! ¡Va contra la voluntad de Dios! —gritó Vyalov.

Lev se sorprendió. Todos los domingos llevaba a la familia Vyalov a la iglesia, pero él había dado por hecho que la religión era una impostura de Josef. El hombre vivía de la deshonra y la violencia. ¡Y, con todo, no soportaba oír hablar del aborto! Le dieron ganas de preguntarle si la Iglesia no prohibía el soborno y la tortura.

—¿Puedes imaginar la humillación que me estás causando? —espetó Vyalov—. Todos los periódicos de la ciudad han anunciado el enlace. —Su rostro se encendió y su voz se transformó en un rugido—. ¿Qué voy a decirle al senador Dewar? ¡He reservado la iglesia! ¡He contratado cocineros! ¡Las invitaciones están en la imprenta! Ya estoy viendo a la señora Dewar, esa vieja orgullosa y malnacida, riéndose de mí, con la cara oculta tras sus arrugadas manos… ¡Y todo por culpa de un maldito chófer!

Volvió a levantar el knut, pero lo arrojó al suelo con violencia.

—No puedo matarte. —Se volvió hacia Theo—. Lleva al médico a este imbécil —ordenó—. Que lo remienden. Va a casarse con mi hija.

16

Junio de 1916

I

—¿Podemos hablar, muchacho? —preguntó el padre de Billy.

El muchacho se quedó anonadado. Durante casi dos años, desde que había dejado de acudir al templo de Bethesda, apenas habían conversado. Siempre se respiraba cierta tensión en la pequeña casa de Wellington Row. Billy prácticamente había olvidado lo que era oír voces amables charlando con distensión en la cocina, o incluso las voces más elevadas de las apasionadas discusiones que solían mantener. El ambiente negativo era una de las dos razones por las que Billy se había alistado en el ejército.

En ese momento, el tono de su padre sonó casi humilde. Billy lo miró con detenimiento a la cara. Su expresión le transmitía lo mismo: ausencia de agresividad y de actitud desafiante, solo le comunicaba un deseo.

En cualquier caso, Billy no estaba preparado para seguirle la corriente.

—¿Para qué? —preguntó.

Su padre abrió la boca para espetar la respuesta, pero fue evidente que se contuvo.

—He actuado movido por el orgullo —dijo—. Eso es pecado. Puede que tú también hayas sido orgulloso, pero esa es una cuestión entre el Señor y tú, y no justifica mi comportamiento.

—Has tardado dos años en darte cuenta.

—Me habría costado aún más si no llegas a alistarte en el ejército.

Billy y Tommy se habían presentado voluntarios el año anterior, y habían mentido sobre su edad. Se habían unido al 8.º Batallón de Fusileros Galeses, conocido con el sobrenombre de Aberowen Pals, los Amigos de Aberowen. Esos batallones eran una idea novedosa. Los componían hombres de la misma población que tenían un fuerte sentido de la unidad a la hora de prepararse y combatir junto a personas con las que habían crecido. Se creía que era positivo para la moral de las tropas.

El grupo de Billy había realizado un año de formación, gran parte de la misma en un nuevo campamento militar levantado a las afueras de Cardiff. Él había disfrutado. Aquello era más fácil que trabajar en la mina de carbón y mucho menos peligroso. Además de sufrir un aburrimiento considerable y cansino —«entrenamiento militar» a menudo era sinónimo de «espera»—, habían practicado deporte y diversos juegos, así como gozado de la camaradería de un grupo de hombres jóvenes con los que compartir nuevos aprendizajes. Durante un largo período sin nada que hacer, había escogido un libro de forma aleatoria y había leído la obra teatral
Macbeth
. Para su sorpresa, encontró la historia emocionante y la poesía, extrañamente fascinante. El lenguaje de Shakespeare no resultaba difícil para alguien que había pasado tantas horas estudiando el inglés del siglo XVII de la Biblia protestante. Desde esa primera lectura, había leído la obra completa del dramaturgo y había releído los mejores títulos varias veces.

En ese momento, cuando el entrenamiento ya había finalizado, los Pals dispusieron de un permiso de dos días antes de partir para Francia. Su padre pensó que aquella podría ser la última ocasión en que viera vivo a Billy. Esa sería la razón por la que se humillaba al hablar.

Billy miró el reloj. Había ido a despedirse de su madre. Planeaba pasar su permiso en Londres, con su hermana Ethel y su atractiva inquilina. El hermoso rostro de Mildred, con sus labios rojos y sus graciosos dientes de conejo, se le había grabado a fuego en la memoria desde que ella lo había dejado anonadado al decir eso de: «¡Joder! ¿Eres Billy?». Tenía el macuto en el suelo, junto a la puerta, cargado y listo para partir. Llevaba las obras completas de Shakespeare en su interior. Tommy estaba esperándolo en la estación.

—Tengo que coger un tren —dijo.

—Hay muchos trenes —respondió su padre—. Siéntate, Billy… por favor.

Billy no se sentía cómodo en presencia de su progenitor con esa actitud. Su padre podía ser estricto, arrogante y severo, pero al menos era fuerte. El muchacho no quería ver cómo flaqueaba.

El abuelo se encontraba en su asiento de costumbre, escuchando.

—Venga, sé buen chico, Billy —dijo, intentando sonar convincente—. Dale una oportunidad a tu padre, ¿vale?

—Está bien. —Billy se sentó a la mesa de la cocina.

Su madre llegó del lavadero.

Se hizo un momento de silencio. El muchacho se dio cuenta de que podía no volver jamás a esa casa. Al regresar del campamento militar, se había percatado por primera vez de que su casa era pequeña, de que las habitaciones eran oscuras y de que el aire estaba cargado por el olor al polvillo del carbón y los aromas de la cocina. Después de vivir en el ambiente distendido de bromas y guasas de los barracones, comprendió que en aquella casa lo habían criado con una rectitud regida por los más estrictos mandamientos bíblicos, en la que la mayoría de las manifestaciones más humanas o espontáneas no encontraban cabida. Y, con todo, la idea de marcharse lo entristecía. No era solo por el lugar, era por la vida que estaba dejando atrás. Allí, todo había sido simple. Creía en Dios, obedecía a su padre y confiaba en sus compañeros de la mina. Los dueños eran malos, el sindicato protegía a los hombres y el socialismo les ofrecía un futuro más esperanzador. Pero la vida no era tan simple. Quizá regresara a Wellington Row, pero jamás volvería a ser el muchacho que había vivido allí.

Su padre entrelazó las manos, cerró los ojos y dijo:

—Oh, Señor, ayuda a tu siervo a ser humilde y manso como lo fuera Jesús. —Entonces abrió los ojos y preguntó—: ¿Por qué lo hiciste, Billy? ¿Por qué te alistaste?

—Porque estamos en guerra —respondió su hijo—. Te guste o no, tenemos que combatir.

—Pero ¿es que no entiendes…? —Su padre se calló y levantó las manos para hacer un gesto apaciguador—. Volveré a empezar. No te creerás eso que dicen los periódicos de que los alemanes son demonios que se dedican a violar monjitas, ¿no?

—No —repuso Billy—. Todo lo que los periódicos han dicho siempre sobre los mineros ha sido mentira, así que supongo que no cuentan la verdad sobre los alemanes.

—Yo opino que esta es una guerra capitalista que no tiene nada que ver con los trabajadores —dijo su padre—. Pero puedes no estar de acuerdo.

Billy estaba asombrado ante el esfuerzo que estaba haciendo su padre por mostrarse conciliador. Nunca antes le había escuchado decir la frase «puedes no estar de acuerdo».

—No sé mucho sobre capitalismo —replicó—, pero espero que tengas razón. De todas formas, alguien tiene que parar los pies a los alemanes. ¡Se creen que están destinados a dominar el mundo!

—Somos ingleses —añadió su padre—. Nuestro imperio mantiene el dominio sobre más de cuatro millones de personas. Muy pocas de ellas tienen derecho a voto. No poseen control sobre sus países. Pregúntale al inglés de a pie el porqué y te responderá que nuestro destino es dominar a los pueblos inferiores. —El padre de Billy separó las manos con un gesto que expresaba el pensamiento: «¿Acaso no resulta evidente?»—. Billy, muchacho, no son los alemanes los que creen que deberían dominar el mundo, ¡somos nosotros!

Billy suspiró. Estaba de acuerdo con todo lo que había dicho su padre.

—Pero están atacándonos. Puede que las razones para la guerra no sean las adecuadas, pero, sea como sea, tenemos que luchar.

—¿Cuántos hombres han muerto en los últimos dos años? —preguntó su padre—. ¡Millones! —Alzó un poco el tono, pero estaba más triste que enfadado—. Y así seguirá siendo mientras haya jóvenes que estén dispuestos a matar sea como sea, como tú has dicho.

—Seguirá siendo así hasta que alguien gane, imagino.

—Supongo que te da miedo que la gente piense que estás asustado —terció la madre.

—No —respondió Billy, pero su madre tenía razón.

Las explicaciones racionales que daba para haberse alistado no eran toda la verdad. Como siempre, su madre había adivinado lo que en realidad sentía. Durante casi dos años había estado oyendo y leyendo que jóvenes sanos y fuertes como él eran unos cobardes por no ir al frente. Lo decían los periódicos, la gente lo comentaba en las tiendas y en los pubs, en el centro de Cardiff las chicas guapas entregaban plumas blancas a cualquier chico que no fuera vestido de uniforme y los sargentos encargados de reclutar soldados insultaban a los jóvenes vestidos de civil que se cruzaban por la calle. Billy sabía que era una cuestión propagandística, pero le afectaba de todas formas. Le resultaba difícil soportar la idea de que los demás creyeran que era un cobarde.

Fantaseaba con explicar, a aquellas chicas que entregaban las plumas blancas, que la extracción del carbón era más peligrosa que estar en el ejército. Con la salvedad de los hombres que se encontraban en primera línea del frente, la mayoría de los soldados tenía menos probabilidad de morir que un minero. Y Gran Bretaña necesitaba el carbón. Era el combustible de la mitad de la Armada. En realidad, el gobierno había dicho que no quería que los mineros participasen en la guerra. Pero nada de todo aquello le había hecho cambiar de opinión. Desde que se había puesto la áspera guerrera de color caqui, los pantalones, las botas nuevas y la gorra de visera, se había sentido mejor.

—Dicen que vamos a lanzar una ofensiva importante a finales de mes —comentó su padre.

Billy asintió en silencio.

—Los oficiales no sueltan prenda, pero está en boca de todos. Espero que a eso se deban estas prisas repentinas por llevar a más hombres a esa zona.

—Los periódicos dicen que esta podría ser la contienda que cambie las tornas… el principio del fin.

—En cualquier caso, esperemos que así sea.

—Ahora tendríais que tener artillería suficiente, gracias a Lloyd George.

—Sí.

El año anterior habían sufrido escasez de proyectiles. El revuelo que se había armado en los periódicos por el Escándalo de los Proyectiles había estado a punto de provocar la destitución del primer ministro británico. Asquith había creado una coalición de gobierno y la nueva cartera de ministro de Municiones; había asignado el cargo al hombre más popular del gabinete, David Lloyd George. Desde entonces, la producción armamentística había remontado.

—Intenta cuidarte —le pidió su padre.

—No te hagas el héroe —le dijo su madre—. Déjaselo a los que empezaron la guerra: a los de clase alta, a los conservadores, a los oficiales. Limítate a hacer lo que te ordenen.

—La guerra es la guerra. No existe una forma segura de hacerla —terció el abuelo.

Billy se dio cuenta de que estaban despidiéndose. Sintió unas ganas repentinas de llorar e intentó contenerse.

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