La caída de los gigantes (71 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Cuando Maud se reunió con el grupo que se encontraba sobre la calzada, Ethel estaba hablando con un joven que sostenía una libreta.

—La ayuda por la separación no es un donativo de la beneficencia —declaró—. Las esposas de los soldados lo reciben por pleno derecho. ¿Acaso tiene que pasar usted un examen de buena conducta para recibir su sueldo de reportero? ¿Al señor Asquith le preguntan cuánto madeira bebe antes de poder cobrar su sueldo como miembro del Parlamento? Esas mujeres tienen derecho a recibir ese dinero como si fuera un salario.

Maud pensó que Ethel había encontrado voz propia. Se expresaba con sencillez y fuerza. Tal vez hubiera heredado ese talento de su padre, el sindicalista.

El reportero miraba con admiración a Ethel: parecía medio enamorado de ella.

—Sus detractores dicen que una mujer que ha sido infiel a su marido soldado no debe recibir la ayuda —repuso con tono de disculpa.

—¿Es que están vigilando a los maridos? —respondió Ethel con indignación—. Creo que hay casas con muy mala fama en Francia y Mesopotamia, y en otros lugares donde sirven los hombres. ¿Es que el ejército apunta los nombres de los hombres casados que entran en esas casas y les retira la paga? El adulterio es un pecado, pero ese no es motivo para empobrecer aún más a los pecadores y dejar que sus hijos se mueran de hambre.

Ethel llevaba a su hijo, Lloyd, apoyado en la cadera. Ya tenía dieciséis meses y sabía andar, o al menos tambalearse. Tenía un hermoso pelo negro y los ojos verdes, y era tan guapo como su madre. Maud le tendió los brazos para cogerlo, y el pequeño se acercó entusiasmado. La joven sintió un intenso deseo: podía decirse que quería haberse quedado embarazada durante aquella única noche con Walter, pese a todos los problemas que pudieran haberse derivado de esa condición.

No había sabido nada de Walter desde la Navidad pasada. No sabía si estaba vivo o muerto. En aquellos momentos bien podía ser viuda. Intentó no dejarse llevar por la imaginación, pero esos pensamientos horribles la asaltaban sin previo aviso y, a veces, tenía que reprimir el llanto.

Ethel terminó de encandilar al reportero y luego presentó a Maud a una joven con dos niños agarrados a sus faldas.

—Esta es Jayne McCulley, de quien ya te he hablado. —Jayne tenía un hermoso rostro y una mirada decidida.

Maud le estrechó la mano.

—Espero que hoy podamos hacer justicia por usted, señora McCulley —dijo.

—Muy amable por su parte, estoy segura de que lo conseguirá, señora. —Las costumbres de deferencia difícilmente desaparecían en los movimientos políticos igualitarios.

—¿Estamos listos? —preguntó Ethel.

Maud devolvió a Lloyd a los brazos de Ethel, y todos juntos, en grupo, cruzaron la calle y se dirigieron a la puerta de entrada de la asociación de beneficencia. Había una zona de recepción donde se encontraba una mujer de mediana edad sentada a un escritorio. Se asustó al ver la multitud.

—No tiene por qué preocuparse —dijo Maud—. La señora Williams y yo estamos aquí para ver a la señora Hargreaves, su jefa.

La recepcionista se levantó.

—Iré a ver si está —respondió con nerviosismo.

—Sé que está —replicó Ethel—. Hace media hora la he visto entrar por la puerta.

La recepcionista se fue corriendo.

La mujer que regresó con ella era más difícil de intimidar. La señora Hargreaves era una robusta mujer de unos cuarenta años, llevaba abrigo y falda al estilo francés, y un sombrero a la última ornamentado con un enorme lazo plisado. Maud pensó con malicia que el conjunto perdía todo su encanto continental en esa percha baja y fornida, pero la mujer hacía gala de la seguridad que daba el dinero. Además, tenía una nariz enorme.

—¿Sí? —preguntó con brusquedad.

Maud reflexionó que, en la lucha por la igualdad de derechos para las mujeres, algunas veces también había que luchar contra las propias mujeres, no solo contra los hombres.

—He venido a verla porque me preocupa el trato que le ha dispensado a la señora McCulley.

La señora Hargreaves parecía asombrada, sin duda alguna, por la forma de hablar de Maud, tan característica de la alta sociedad. Le echó una mirada de arriba abajo. Seguramente, en ese momento, estaba tomando conciencia de que la ropa de la joven era tan cara como la que ella misma llevaba puesta. Al volver a hablar, su tono resultó menos arrogante.

—Me temo que no puedo discutir casos en particular.

—Pero la señora McCulley me ha pedido que hable con usted… y ella está aquí para corroborarlo.

—¿No me recuerda, señora Hargreaves? —dijo entonces Jayne McCulley.

—De hecho, sí la recuerdo. Fue usted muy grosera conmigo.

Jayne se volvió hacia Maud.

—Le dije que fuera a meter las narices en los asuntos de otra persona.

Las mujeres soltaron una risilla nerviosa al escuchar la referencia a la nariz, y la señora Hargreaves se ruborizó.

Maud dijo:

—Pero usted no puede rechazar una petición para la prestación por separación argumentando que una solicitante ha sido maleducada con usted. —Maud contuvo su ira e intentó hablar con un tono de fría desaprobación—. Estoy segura de que ya lo sabe.

La señora Hargreaves alzó la barbilla y se puso a la defensiva.

—La señora McCulley fue vista en el pub Dog and Duck, y en el teatro de variedades Stepney; en ambas ocasiones, en compañía de un joven. La prestación por separación se concede a esposas de conducta intachable. No es el deseo del gobierno financiar comportamientos indecorosos.

A Maud le dieron ganas de estrangularla.

—Parece que no ha entendido usted muy bien el papel que debe desempeñar —replicó—. No está en sus manos el negar una ayuda por las sospechas que pueda tener de alguien.

La señora Hargreaves parecía algo menos segura de sí misma.

—Supongo que el señor Hargreaves se encuentra sano y salvo en casa, ¿verdad? —intervino Ethel.

—No, no es así —respondió la mujer a toda prisa—. Está con el ejército, en Egipto.

—¡Vaya! —exclamó Ethel—. Así que usted también recibe la prestación por separación.

—Eso no viene al caso.

—¿Alguien va a su casa, señora Hargreaves, para vigilar su conducta? ¿Revisan el nivel de la botella de jerez que tiene en el mueble bar? ¿Le preguntan sobre su relación con el chico de los pedidos de la tienda de ultramarinos?

—¿Cómo se atreve…?

—Su indignación es comprensible —respondió Maud—, aunque tal vez ahora pueda entender por qué la señora McCulley reaccionó como lo hizo ante sus preguntas.

La señora Hargreaves levantó la voz.

—¡Eso es ridículo! ¡No hay ni punto de comparación!

—¿Ni punto de comparación? —repitió Maud, indignada—. El marido de esta señora, al igual que el suyo, está arriesgando su vida por su país. Tanto ella como usted han solicitado la prestación por separación. Pero ¿usted tiene derecho a juzgar su comportamiento y a negarle la ayuda aunque nadie puede juzgarla a usted? ¿Por qué no? En ocasiones, las esposas de los oficiales beben demasiado.

—Y también cometen adulterio —terció Ethel.

—¡Ya está bien! —gritó la señora Hargreaves—. Me niego a ser insultada.

—Lo mismo le ocurre a Jayne McCulley —dijo Ethel.

—El hombre que usted vio con la señora McCulley era su hermano —añadió Maud. Había llegado de permiso desde Francia. Solo tenía dos días, y ella quería que se lo pasara bien antes de volver al frente. Por eso lo llevó al pub y al teatro de variedades.

La señora Hargreaves parecía avergonzada, aunque adoptó un aire desafiante.

—Debió de explicármelo cuando se lo pregunté. Y ahora debo pedirles que abandonen el recinto.

—Ahora que ya sabe la verdad, confío en que apruebe la solicitud de la señora McCulley.

—Ya veremos.

—Insisto en que lo haga aquí y ahora.

—Eso es imposible.

—No nos marcharemos hasta que lo haga.

—Entonces llamaré a la policía.

—Pues muy bien.

La señora Hargreaves se retiró.

Ethel se volvió hacia el reportero que tanto la admiraba.

—¿Dónde está su fotógrafo?

—Esperando fuera.

Pasados un par de minutos, un corpulento agente de policía de mediana edad entró en el local.

—Bueno, bueno, señoras —dijo—. No pongan problemas, por favor. Márchense sin armar jaleo.

Maud dio un paso adelante.

—Yo me niego a marcharme —respondió—. No me importa lo que hagan las demás.

—¿Y usted es, señora?

—Soy lady Maud Fitzherbert, y si quiere que me marche de aquí, tendrá que sacarme usted.

—Si insiste —dijo el policía, y la levantó en volandas.

Cuando abandonaban el edificio, el fotógrafo captó la imagen con su cámara.

IV

—¿No estás asustado? —preguntó Mildred.

—Sí —admitió Billy—. Un poco.

Con Mildred sí podía hablar. De todas formas, ya parecía saber todo lo referente a él. Había vivido con su hermana un par de años y las mujeres siempre se lo contaban todo. No obstante, Mildred tenía otra cosa que hacía que Billy se sintiera cómodo en su presencia. Las chicas de Aberowen siempre estaban intentando impresionar a los chicos, soltando frases resultonas y mirándose al espejo, pero Mildred se limitaba a ser ella misma. A veces decía cosas escandalosas y hacía reír a Billy. Él tenía la sensación de que podía contarle cualquier cosa.

La belleza de la joven le resultaba prácticamente abrumadora. No era por su cabello rubio y rizado, ni por sus ojos azules, sino por esa actitud despreocupada que lo cautivaba. Y luego estaba el tema de la diferencia de edad. Ella tenía veintitres años y él no había cumplido todavía los dieciocho. Mildred era una mujer de mundo y, aun así, parecía muy interesada en él, y eso, a Billy, le resultaba bastante halagador. La miró con anhelo desde el otro lado de la estancia, deseando tener la oportunidad de hablar con ella a solas, preguntándose si se atrevería a tocarle la mano, a rodearla con un brazo y besarla.

Estaban sentados a una mesa cuadrada en la cocina de Ethel: Billy, Tommy, Ethel y Mildred. Era una tarde cálida y la puerta del patio trasero permanecía abierta. Sobre la losa de piedra, las dos hijas de Mildred estaban jugando con Lloyd. Enid y Lillian tenían tres y cuatro años respectivamente, aunque Billy todavía no sabía distinguir a una de la otra. Las mujeres no habían querido salir por los niños, así que Billy y Tommy habían llevado un par de botellas de cerveza del pub.

—No te pasará nada —le dijo Mildred a Billy—. Has recibido formación.

—Sí. —El entrenamiento no había hecho gran cosa por mejorar la confianza de Billy. Habían marchado mucho de un lado para otro, habían saludado y recibido instrucción con bayoneta. No tenía la sensación de que le hubieran enseñado a sobrevivir.

—Si resulta que los alemanes son todos una panda de muñecos rellenos y atados a unos postes, sabremos cómo clavarles la bayoneta —comentó Tommy.

—Sabéis disparar, ¿no? —preguntó Mildred.

Durante un tiempo, habían entrenado con fusiles oxidados y rotos con las iniciales «F. P.» grabadas en la culata, «Fusiles de Prácticas», con las que se indicaba que no estaban destinados para disparar en ningún caso. Sin embargo, al final habían entregado a cada uno un fusil de cerrojo Lee-Enfield con cargador extraíble y capacidad para tres balas del calibre 303. Billy resultó ser un buen tirador, era capaz de vaciar el cargador en menos de un minuto y darle a un blanco de la altura de un hombre a una distancia de casi trescientos metros. Dijeron a los reclutas que el Lee-Enfield era conocido por su velocidad de repetición: el récord mundial estaba en treinta y ocho disparos por minuto.

—Estamos bien pertrechados —aseguró Billy a Mildred—. Los que me preocupan son los oficiales. Hasta ahora no he conocido a ninguno del que me fiara en un caso de emergencia en la mina.

—Supongo que los buenos están todos en Francia —comentó Mildred con optimismo—. Han dejado a los idiotas en casa para que se encarguen del entrenamiento.

Billy rió por la palabra que ella había usado. No tenía pelos en la lengua.

—Espero que tengas razón.

Lo que de verdad lo asustaba era la posibilidad de que, cuando los alemanes empezaran a dispararle, sintiera ganas de dar media vuelta y salir corriendo. Eso era lo que más lo aterrorizaba. Pensó que la humillación sería peor que cualquier herida. Algunas veces sentía tanta angustia por esa sensación que anhelaba la llegada del terrible momento, para poder saber ya cómo reaccionaría.

—De todas formas, me alegra que vayáis a pegarles unos tiros a esos desgraciados alemanes —dijo Mildred—. Son todos unos violadores.

—Yo de ti —dijo Tommy—, no daría crédito a todo lo que lees en
The Daily Mail
. Te podrían hacer creer que todos los sindicalistas son unos traidores. Sé que eso no es verdad, la mayoría de los miembros de mi sector del sindicato se han alistado en el ejército como voluntarios. Así que es posible que los alemanes no sean tan malos como los pinta el
Mail
.

—Sí, seguramente tienes razón. —Mildred se volvió hacia Billy—. ¿Has visto
Charlot vagabundo
?

—Sí, me encanta Charlie Chaplin.

Ethel tomó en brazos a su hijo.

—Di buenas noches al tío Billy. —El crío se revolvió en sus brazos porque no quería irse a dormir.

Billy lo recordó cuando era un recién nacido y la forma en que había abierto la boquita y había roto a llorar. Qué grande y fuerte parecía en ese momento.

—Buenas noches, Lloyd —le dijo.

Ethel le había puesto el nombre por Lloyd George. Billy era la única persona enterada de que también tenía un segundo nombre: Fitzherbert. Constaba en su certificado de nacimiento, pero Ethel no se lo había contado a nadie.

A Billy le habría gustado tener al conde Fitzherbert en el punto de mira de su Lee-Enfield.

—Se parece al abuelo, ¿verdad? —preguntó Ethel.

Billy no veía el parecido.

—Ya te contestaré cuando se deje bigote.

Mildred metió a sus dos pequeñas en la cama al mismo tiempo. Las mujeres anunciaron que querían cenar. Ethel y Tommy fueron a comprar unas ostras y dejaron a Billy y a Mildred solos.

En cuanto se marcharon, Billy dijo:

—Me gustas mucho, Mildred.

—A mí también me gustas —respondió la chica, así que él acercó su silla a la de ella y la besó.

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