La caída de los gigantes (72 page)

BOOK: La caída de los gigantes
6.04Mb size Format: txt, pdf, ePub

Mildred correspondió al beso con entusiasmo.

Él ya lo había hecho antes. Había besado a muchas chicas en la última fila del cine Majestic de Cwm Street. Ellas abrían la boca enseguida, y él hizo lo propio en ese momento.

Mildred lo apartó con amabilidad.

—No tan deprisa —le dijo—. Haz esto. —Y lo besó con la boca cerrada, acariciándole con los labios la mejilla, las pestañas y el cuello y luego los labios. Era algo raro, pero a él le gustó—. Hazme lo mismo. —Y él siguió sus instrucciones—. Ahora, haz esto —le indicó y él sintió la punta de su lengua en sus labios, tocándolos con una delicadeza increíble.

Una vez más, la imitó. Luego ella le enseñó otra forma más de besar, mordisqueándole el cuello y los lóbulos de las orejas. Billy sentía que habría podido pasarse la eternidad de aquel modo.

Cuando pararon para respirar, ella le acarició el cuello y le dijo:

—Aprendes deprisa.

—Eres adorable —respondió él.

El chico volvió a besarla y le apretujó un seno. Ella se lo permitió un rato, pero cuando él empezó a respirar de forma demasiado agitada, le apartó la mano.

—No te embales demasiado —le advirtió—. Volverán en cualquier momento.

Pasados unos minutos, Billy oyó la puerta.

—¡Maldita sea! —exclamó.

—Ten paciencia —le susurró ella.

—¿Paciencia? —preguntó él—. ¡Si mañana me voy a Francia!

—Bueno, pero todavía no es mañana, ¿no?

Billy seguía preguntándose qué habría querido decir con eso cuando Ethel y Tommy entraron en la estancia.

Se tomaron la sopa y terminaron las cervezas. Ethel les contó la historia de Jayne McCulley, y de cómo un policía había sacado a lady Maud del local de beneficencia. Lo relató como si fuera algo cómico, pero Billy se sintió henchido de orgullo por su hermana y por la forma en que había defendido los derechos de las mujeres pobres. ¡Y ella era la directora editorial de un periódico y amiga de lady Maud! Había decidido que un día él también sería protector de la gente corriente. Era lo que admiraba de su padre. Su padre era terco y de mentalidad muy cerrada, pero había luchado toda su vida por los trabajadores.

Cayó la noche, y Ethel anunció que era hora de irse a la cama. Utilizó unos cojines para improvisar un par de camas en el suelo de la cocina para Billy y para Tommy. Todos se retiraron.

Billy se quedó despierto, preguntándose qué habría querido decir Mildred con aquello de «Todavía no es mañana». Tal vez solo estaba prometiéndole besarlo por la mañana, cuando se fuera para tomar el tren a Southampton. Pero parecía que había querido decir algo más. ¿De verdad querría decir con eso que deseaba volver a verlo esa misma noche?

La idea de ir a su habitación lo excitó tanto que no podía dormir. Llevaría puesto el camisón y, bajo las sábanas, su cuerpo resultaría cálido al tacto. Se imaginó su cara sobre la almohada, y envidió a la funda por estar en contacto con la mejilla.

Cuando le pareció que la respiración de Tommy era regular, Billy salió a hurtadillas de debajo de las sábanas.

—¿Adónde vas? —preguntó Tommy, que no estaba tan dormido como había pensado Billy.

—Al baño —respondió Billy susurrando—. Demasiada cerveza.

Tommy soltó un gruñido y se dio media vuelta.

Vestido solo con la ropa interior, Billy subió de puntillas la escalera. Había tres puertas en el mismo rellano. Dudó. ¿Y si había malinterpretado las palabras de Mildred? Puede que gritase al verlo. Eso habría sido muy vergonzoso.

«No —pensó—, no es de las que gritan.»

Abrió la primera puerta que encontró. Entraba una tenue luz desde la calle y vio una cama estrecha con las dos cabecitas rubias de las niñas sobre la almohada. Cerró la puerta con suavidad. Se sentía como un ladrón.

Lo intentó con la puerta siguiente. En esa habitación ardía una vela y le costó un rato adaptar la visión a la luz temblorosa. Vio una cama más grande, con una cabeza sobre la almohada. El rostro de Mildred estaba orientado hacia él, pero no podía distinguir si tenía los ojos abiertos o cerrados. Esperó a ver si ella se quejaba, pero no dijo nada.

Entró y cerró la puerta al pasar.

—¿Mildred? —preguntó en susurros, dubitativo.

—Maldita sea, Billy, ya era hora. Rápido, métete en la cama —respondió ella con una voz muy clara.

Se metió bajo las sábanas y la abrazó. No llevaba el camisón como él había imaginado. En realidad, le impactó darse cuenta de que estaba desnuda.

De pronto le entraron los nervios.

—Yo nunca… —empezó a decir.

—Ya lo sé —respondió ella—. Serás mi primer virgen.

V

En junio de 1916, el comandante conde Fitzherbert fue destinado al 8.º Batallón de los Fusileros Galeses y puesto al mando de la Compañía B, compuesta por 128 hombres y cuatro tenientes. Jamás había dirigido a los soldados en la batalla y, en su interior, lo atormentaba la impaciencia.

Estaba en Francia, aunque el batallón seguía en Gran Bretaña. Había reclutas que acababan de finalizar su formación. El general de brigada explicó a Fitz que el roce con los veteranos los fortalecería. El ejército profesional que había sido enviado a Francia en 1914 ya no existía —más de la mitad de sus componentes estaban muertos— y ese era el nuevo ejército de Kitchener. El grupo de Fitz eran los Aberowen Pals. «Seguramente los conocerás a todos», dijo el general de brigada, que parecía no darse cuenta de lo profundo que era el abismo que separaba a los condes de los mineros.

Fitz recibió sus órdenes al mismo tiempo que otra media docena de oficiales e invitó a una ronda en la cantina para celebrarlo. El capitán al que habían encomendado el mando de la Compañía A levantó su vaso de whisky y dijo:

—¿Fitzherbert? Debe de ser el dueño de la mina de carbón. Soy Gwyn Evans, el tendero. Seguramente me ha comprado todas sus sábanas y toallas.

En ese momento, había muchos de esos comerciantes engreídos en el ejército. Era típico de los de su clase hablar como si ellos y Fitz fueran iguales, y que simplemente se dedicasen a negocios distintos. Sin embargo, Fitz también sabía que las habilidades organizativas de los hombres de negocios eran muy valoradas en el ejército. Al decir de sí mismo que era tendero, el capitán se comportaba con falsa modestia. Gwyn Evans era el nombre de los grandes almacenes de las ciudades más importantes de Gales del Sur. Tenía a muchas más personas en plantilla que las que tenía a su cargo en la Compañía A. Fitz jamás había organizado nada más complejo que un equipo de críquet y la sobrecogedora complejidad del entramado bélico lo hacía sentirse muy consciente de su inexperiencia.

—Supongo que este es el ataque que acordaron en Chantilly —dijo Evans.

Fitz sabía a qué se refería. En diciembre, al menos habían herido ya a sir John French, y sir Douglas Haig había tomado el mando de comandante en jefe del ejército británico en Francia. Unos días después, Fitz —quien todavía desempeñaba labores de agente de enlace— había acudido a la conferencia de los aliados en Chantilly. Los franceses habían propuesto un ataque a gran escala en el frente occidental durante 1916, y los rusos habían accedido a propinar un golpe similar en el frente oriental.

Evans prosiguió:

—Lo que he oído es que los franceses atacarían con cuarenta divisiones y nosotros con veinticinco. Y eso no va a ocurrir ahora.

A Fitz no le gustaba esa forma tan negativa de hablar —tal como ya estaban las cosas, se sentía bastante preocupado—, aunque, por desgracia, Evans tenía razón.

—Es por Verdún —dijo Fitz.

Desde el pacto de diciembre, los franceses habían perdido doscientos cincuenta mil hombres defendiendo la ciudad fortificada de Verdún, y no les quedaban muchos efectivos para destinarlos al Somme.

—Sea cual sea el motivo, estamos prácticamente solos —repuso Evans.

—No estoy muy seguro de que eso cambie mucho las cosas —respondió Fitz con un aire de despreocupación del todo fingido—. Atacaremos a lo largo de toda la extensión de la línea del frente, sin importar lo que ellos hagan.

—Disiento —replicó Evans, con una seguridad que no resultó del todo insolente—. La retirada francesa libera gran cantidad de reservas alemanas. Pueden llegar todos empujados a nuestro sector como refuerzos.

—Creo que nos movemos demasiado deprisa para que eso nos afecte.

—¿De verdad lo cree así, señor? —preguntó Evans con frialdad, de nuevo quedándose a un paso de cruzar la fina línea del desacato—. Si logramos atravesar la primera línea de la alambrada de espino de los alemanes, todavía tendremos que arreglárnoslas para pasar por la segunda y la tercera.

Evans estaba empezando a molestar a Fitz. Ese tipo de conversación resultaba desmoralizante.

—La alambrada de espino quedará destruida por nuestra artillería —aseguró Fitz.

—Por mi experiencia, la artillería no resulta efectiva contra la alambrada de espino. Un proyectil con metralla dispara bolas de acero hacia abajo y hacia delante…

—Ya sé lo que es la metralla, pero gracias por la aclaración.

Evans no hizo caso del comentario.

—Así que tiene que hacer explosión a tan solo unos metros por encima y por delante del objetivo; de no ser así, no tiene efecto alguno. Nuestras armas no son tan precisas. Un proyectil de grandes dimensiones estalla al impactar contra el suelo; aunque impacte de forma directa, a veces se limita a elevar una alambrada por los aires y la deja caer sin haber llegado a dañarla en realidad.

—Subestima usted la dimensión de nuestra cortina de fuego. —La irritación de Fitz con Evans se acrecentó por la molesta sospecha de que podía tener razón. Lo que era peor, el nerviosismo del conde aumentaba por esa sospecha—. Después de eso no quedará nada. El frente alemán será destruido por completo.

—Espero que tenga razón. Si se ocultan en sus refugios subterráneos durante la cortina de fuego, y luego salen con sus ametralladoras, nuestros hombres caerán abatidos.

—Parece no entender lo que digo —dijo Fitz, enfadado—. Jamás se ha producido un bombardeo tan intenso en toda la historia de la guerra. Tenemos un cañón cada veinte metros de la primera línea del frente. ¡Planeamos disparar más de un millón de proyectiles! No quedará nada ni nadie con vida.

—Bueno, al menos estamos de acuerdo en una cosa —dijo el capitán Evans—. Como usted dice, esto no se ha hecho nunca; así que ninguno de nosotros puede tener la certeza de que funcionará.

VI

Lady Maud apareció en los juzgados de Aldgate con un enorme sombrero rojo, ornamentado con lazos y plumas de avestruz; le impusieron una guinea de fianza por alteración del orden público.

—Espero que el primer ministro Asquith tome nota —dijo a Ethel cuando salieron del tribunal.

Ethel no se mostró muy optimista.

—No tenemos forma de recurrir a él para que intervenga en el asunto —dijo con exasperación—. Esta clase de comportamiento continuará hasta que las mujeres no tengan el poder de votar a un gobierno que suba al poder. —Las sufragistas tenían pensado convertir el voto femenino en el gran tema de las elecciones generales de 1915, pero el Parlamento había pospuesto los comicios debido a la guerra—. Puede que tengamos que esperar hasta el final del conflicto.

—No necesariamente —dijo Maud. Se detuvieron para posar para un fotógrafo en los escalones de los juzgados, y luego se dirigieron hacia las oficinas de
The Soldier’s Wife—
. Asquith está luchando por mantener unida la coalición de conservadores y liberales. Si se separa, tendrán que celebrarse elecciones. Y eso nos daría una oportunidad.

Ethel estaba sorprendida. Ella había pensado que el tema del voto para las mujeres era un asunto zanjado.

—¿Por qué?

—El gobierno tiene un problema. Según el sistema actual, los soldados en activo no pueden votar porque no son propietarios ni inquilinos de una casa. Eso no importaba mucho antes de la guerra, cuando solo había unos cien mil soldados en el ejército. Pero en la actualidad son más de un millón. El gobierno no se atrevería a celebrar unas elecciones y dejarlos al margen, esos hombres están muriendo por su país. Habría un motín.

—Y si reforman el sistema, ¿cómo van a dejar fuera a las mujeres? —objetó Ethel.

—Ahora mismo, el alfeñique de Asquith está buscando una forma de conseguirlo —afirmó Maud.

—Pero ¡no puede! Las mujeres son una pieza tan fundamental como los hombres en la campaña de guerra: fabrican la munición, se ocupan de los soldados heridos en Francia y desempeñan muchas labores que antes solo realizaban los hombres.

—Asquith espera encontrar una forma que le permita evitar ese debate.

—Entonces debemos asegurarnos de que no lo consiga.

Maud sonrió.

—Exacto —dijo—. Esa es nuestra siguiente causa.

VII

—Me alisté para salir del correccional —dijo George Barrow, apoyándose en la barandilla del buque de guerra mientras se alejaban del puerto de Southampton. El correccional era el centro penitenciario para delincuentes menores de edad—. A los dieciséis me pillaron por entrar a robar a las casas, y me cayeron tres años. Pasado un año, me cansé de chupársela al director y dije que quería alistarme como voluntario. Él mismo me llevó al centro de reclutamiento, y fin de la historia.

Billy lo miró. Tenía la nariz torcida, una oreja mutilada y una cicatriz en la frente. Parecía un boxeador retirado.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó Billy.

—Diecisiete.

Los chicos no tenían permitido alistarse en el ejército con menos de dieciocho años y debían tener diecinueve antes de ser enviados a un destino allende los mares, oficialmente. El ejército violaba de forma constante ambas normas. A los sargentos y oficiales médicos de reclutamiento les pagaban media corona por cada hombre que admitían, y rara vez hacían preguntas a los chicos que afirmaban tener más edad de la que aparentaban. Había un muchacho en el batallón que se llamaba Owen Bevin que parecía tener unos quince.

—¿Acabamos de pasar por una isla? —preguntó George.

—Sí —respondió Billy—. Era la isla de Wight.

—¡Oh! —exclamó el chico—. Creía que eso era Francia.

—No, está mucho más lejos.

El viaje se alargó hasta primera hora de la mañana siguiente, cuando desembarcaron en El Havre. Billy descendió por la pasarela y pisó tierra extranjera por primera vez en toda su vida. De hecho, no era un suelo de tierra, sino de piedras, lo que les ayudó a descubrir la dificultad de marchar calzando botas con clavos. Pasaron por la ciudad y fueron observados con desgana por la población francesa. Billy había escuchado historias sobre las hermosas francesas que abrazaban con agradecimiento a los ingleses recién llegados, pero no vio más que mujeres de mediana edad totalmente apáticas con la cabeza cubierta con pañuelos.

Other books

Family Treed by Pauline Baird Jones
Karna's Wife by Kane, Kavita
Love on the Road 2015 by Sam Tranum
The Vampire And The Nightwalker by Sweet and Special Books
Snowfire by Terri Farley