Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
Entre cortina y cortina de fuego, los ingleses atacaban con morteros de trinchera. Aunque esos pequeños proyectiles hacían poco ruido al estallar, eran lo suficientemente potentes para reventar los tablones del revestimiento. Sin embargo, cruzaban tierra de nadie describiendo un lento arco y, por eso, era posible divisarlos y ponerse a cubierto. Walter había esquivado uno, y se había alejado lo bastante como para evitar que lo hiriera, aunque le echó tierra en la comida, lo que lo obligó a tirar todo un cuenco de apetitoso estofado de cerdo. Ese había sido el último plato caliente que había visto, y, de haberlo tenido en ese momento, se lo hubiera comido, con tierra y todo.
Los proyectiles no eran el único problema. Esa zona había sufrido un ataque con gases tóxicos. Los hombres tenían máscaras antigás, pero el fondo de la trinchera estaba alfombrado de cadáveres de ratas, ratones y otras sabandijas que habían muerto a causa del cloro. Los cañones de los fusiles se habían teñido de un negro verdoso.
Poco después de la medianoche, la séptima de bombardeo, el número de proyectiles lanzados disminuyó, y Walter decidió salir a patrullar.
Se puso una gorra de lana y se frotó la cara con tierra para oscurecerla. Sacó su pistola, la Luger 9 mm estándar que se entregaba a los oficiales alemanes. Extrajo el cargador de la culata y revisó cuántas balas tenía. Estaba totalmente cargada.
Subió por una escalerilla y pasó por encima del parapeto, un acto con el que se desafiaba a la muerte a la luz del día pero que resultaba relativamente seguro en la oscuridad. Corrió, se agachó y descendió por la suave pendiente hasta la maraña de alambrada de espino de los alemanes. Había un hueco abierto —ya durante la colocación de la alambrada— justo enfrente de una ametralladora alemana. Pasó gateando por esa abertura.
Aquella situación le recordaba a las historias de aventuras que leía de niño. Normalmente las protagonizaban jóvenes alemanes de mandíbula cuadrada amenazados por indios pieles roja, pigmeos armados con cerbatanas o malvados espías ingleses. Recordaba muchos momentos en los que el protagonista avanzaba a rastras por los mantos del bosque, la jungla y la hierba de las praderas.
Allí no había mucho manto. Dieciocho meses de guerra habían dejado solo un par de montones de hierba y arbustos, y algún que otro arbolillo, desperdigados por una tierra yerma, cubierta de barro y agujeros abiertos por los proyectiles.
Aquello empeoraba la situación, porque no había ningún lugar donde ponerse a cubierto. Esa noche no había luna, aunque el paisaje se iluminaba de vez en cuando por el destello de alguna explosión o la intensa y feroz luz de una bengala. En esas ocasiones, lo único que podía hacer Walter era mantenerse pegado al suelo e inmóvil como una estatua. Si lograba llegar hasta el cráter de un proyectil, sería difícil que lo vieran. De no ser así, solo le quedaba desear que nadie estuviera mirando en su dirección.
Había muchísimos proyectiles ingleses sin explotar en el suelo. Walter calculó que aproximadamente un tercio de su munición no estallaba. Sabía que Lloyd George era el encargado del armamento, y supuso que aquel demagogo y adulador de masas había dado prioridad a la cantidad sobre la calidad. «Los alemanes jamás habrían cometido un error así», pensó.
Llegó a la alambrada británica, se arrastró literalmente hasta encontrar un hueco y lo atravesó.
A medida que la línea inglesa iba haciéndose visible, como el rastro de una pincelada negra sobre un fondo de cielo gris oscuro, se tumbó boca abajo e intentó avanzar en silencio. Tenía que acercarse: ese era el objetivo. Quería escuchar lo que decían los hombres en las trincheras.
Ambos bandos mandaban patrullas a hacer rondas nocturnas. Por lo general, Walter enviaba una pareja de hombres, de los más avispados, que estuvieran aburridos y con la suficiente sed de aventuras como para pasar por alto el peligro. Aunque a veces iba él mismo; en parte lo hacía para demostrar que estaba dispuesto a arriesgar su vida y, en parte, porque, normalmente, sus observaciones eran más detalladas.
Se quedó escuchando, aguzando el oído para captar una tos, un par de palabras entre murmullos, quizá un pedo seguido por un suspiro de satisfacción. Al parecer, estaba delante de una sección tranquila. Se volvió hacia la izquierda, se arrastró unos cincuenta metros y se detuvo. Entonces oyó un sonido desconocido que era ligeramente parecido al murmullo de una maquinaria lejana.
Siguió reptando, esforzándose para no desorientarse. Era fácil perder todo sentido de la orientación en la oscuridad. Una noche, después de reptar durante mucho tiempo, había llegado a la alambrada por la que acababa de pasar media hora antes, y se dio cuenta de que había dado la vuelta en círculo.
Escuchó a alguien decir en voz baja:
—Por aquí.
Se quedó de piedra. La luz de una linterna con el foco velado apareció en su campo de visión, como una libélula. Gracias al tenue haz pudo distinguir a tres soldados con cascos de acero de estilo inglés a unos treinta metros de distancia. Se sintió tentado de huir de ellos rodando por el suelo, pero decidió que ese movimiento no haría más que delatar su presencia allí. Agarró la pistola: si iba a morir se llevaría a algún enemigo por delante. El seguro estaba en el lado izquierdo, justo por encima de la empuñadura. Lo levantó y lo echó hacia delante con el dedo pulgar. Se oyó un clic que a él le sonó como un trueno, pero que los soldados ingleses no parecieron percibir.
Dos de ellos transportaban un rollo de alambrada de espino. Walter supuso que iban a renovar una sección que habría quedado dañada por la artillería alemana durante el día. «Tal vez tendría que dispararles deprisa —pensó—: uno, dos, tres. Me matarán mañana.» Pero tenía una tarea más importante que realizar, y se resistió a apretar el gatillo mientras los observaba alejarse y adentrarse en la oscuridad.
Volvió a poner el seguro con el pulgar, metió la pistola en la cartuchera y se arrastró para acercarse aún más a la trinchera inglesa.
El sonido subió de volumen. Se quedó quieto durante un instante, para concentrarse, y se dio cuenta de que el ruido era el producido por una multitud. Intentaban permanecer en silencio, pero los hombres reunidos en grupo siempre acababan siendo oídos. Era el ruido causado por un montón de pies moviéndose, el frufrú de la ropa, las respiraciones, bostezos y eructos. Por encima de ese rumor de fondo, de pronto se oían las calmadas palabras de una voz de autoridad.
Sin embargo, lo que sorprendió y sobresaltó a Walter fue el hecho de que parecía una gran multitud. No fue capaz de calcular cuántos la formaban. En esos últimos tiempos, los ingleses habían excavado nuevas trincheras, más anchas, como si quisieran almacenar enormes cantidades de suministros, o grandes armas de artillería. Aunque tal vez sirvieran para albergar a ingentes grupos de soldados.
Walter debía averiguarlo.
Siguió avanzando a rastras. El ruido era cada vez más intenso. Tenía que mirar en el interior de la trinchera, pero ¿cómo podría hacerlo sin que lo vieran?
Escuchó una voz detrás de él y se le paró el corazón.
Se volvió y vio la luz de la linterna parecida a una luciérnaga. La bobina de alambrada de espino estaba regresando. Avanzó por el barro y, poco a poco, sacó la pistola.
Los soldados con la alambrada avanzaban a toda prisa, sin preocuparse por guardar silencio, contentos de haber cumplido con su misión y de volver sanos y salvos. Pasaron cerca de él, pero no miraron en su dirección.
Cuando hubieron pasado, sintió una inspiración repentina, y se levantó de un salto.
En ese momento, si alguien lo alumbraba y lo veía, creería que formaba parte del grupo.
Lo siguió. No pensó en que los hombres podían escuchar sus pasos y distinguirlos de los que ellos mismos daban. Ninguno de los soldados se volvió a mirar.
Walter dirigió la vista hacia el origen del ruido. Entonces sí pudo ver el interior de la trinchera, aunque al principio solo pudo vislumbrar un par de puntos de luz, que supuestamente eran de linternas. Pero la vista se le fue adaptando poco a poco, y al final distinguió lo que estaba viendo; se quedó atónito.
Estaba viendo a miles de hombres.
Se detuvo. La amplia trinchera, cuyo propósito no había quedado claro, resultó ser una trinchera de reunión. Los ingleses se estaban agrupando en elevado número para su gran ofensiva. Estaban de pie, a la espera, moviéndose sin parar, la luz de las linternas de los oficiales destellando sobre las bayonetas y los cascos metálicos; una fila tras otra de ellos. Walter intentó contar: diez filas de diez hombres hacían cien, otra más, hacían doscientos, cuatrocientos, ochocientos… había mil seiscientos hombres en su campo de visión; más allá, la oscuridad se cerraba sobre el resto.
El ataque estaba a punto de empezar.
Intentó regresar lo más rápido posible con aquella información. Si la artillería alemana abría fuego en ese momento, podían matar a miles de enemigos justo allí, tras las líneas inglesas, antes de que lanzasen la ofensiva. Era una oportunidad caída del cielo o, tal vez, la brindaba el infierno, que era donde se lanzaban los crueles dados para decidir el destino de la guerra. En cuanto llegase a su línea del frente haría una llamada telefónica al cuartel general.
Una bengala ascendió al cielo. Gracias a su luz, Walter vio a un centinela inglés mirando por encima del parapeto, fusil en ristre, apuntando en su dirección.
Walter se tiró al suelo y hundió la cara en el barro.
Se oyó un tiro. Luego uno de los soldados del destacamento de la alambrada de espinos gritó:
—No dispares, cabrón, ¡somos nosotros! —El acento recordó a Walter el servicio de la casa de Fitz en Gales, y supuso que se trataba de un regimiento galés.
El destello se apagó. Von Ulrich se levantó de un salto y salió corriendo en dirección al bando alemán. El centinela no tendría visión durante un par de segundos, pues estaría cegado por el destello de la bengala. Walter corrió más rápido que nunca en toda su vida, a la espera de que el fusil volviera a disparar en cualquier momento. En cuestión de medio minuto llegó a la alambrada de los ingleses y, agradecido, se tiró de rodillas al suelo. Gateó a toda prisa para pasar por el hueco. Lanzaron otra bengala. Seguía dentro del ángulo de tiro, aunque ya no se le veía fácilmente. Se tiró al suelo. El destello lo iluminó de forma directa, un peligroso fragmento cargado de magnesio ardiente cayó a un metro de su mano, pero no se produjeron más disparos.
Cuando el destello se apagó, Walter se levantó y salió corriendo hacia la línea alemana.
II
A algo más de tres kilómetros por detrás de la primera línea del frente británico, Fitz observaba con ansiedad cómo el 8.º Batallón inglés estaba formando poco antes de las dos de la mañana. Tenía miedo de que aquellos hombres que acababan de recibir su formación lo dejaran en evidencia, pero no lo hicieron. Se mostraban dóciles y obedecían sus órdenes con presteza.
El general de brigada, montado a lomos de su caballo, dirigió unas breves palabras a los soldados. Un sargento lo alumbraba con su linterna desde abajo y parecía el malo de una película americana.
—Nuestra artillería ha acabado con las defensas alemanas —dijo—. Cuando lleguen al otro lado, no encontrarán más que alemanes muertos.
Alguien con acento galés, que se encontraba cerca del sargento, murmuró:
—¡Es increíble!, ¿no?, que los alemanes puedan dispararnos incluso estando fiambres, ¡maldita sea!
Fitz echó un vistazo a las filas para poder identificar al que lo había dicho, pero no lo logró en la oscuridad.
El general de brigada prosiguió:
—Tomen y aseguren la posición en sus trincheras, y les seguirán las cocinas de campaña para servirles un plato de comida caliente.
La Compañía B salió marchando hacia el campo de batalla, seguida por los sargentos del pelotón. Cruzaron los campos, y dejaron así las carreteras despejadas para que pasara el transporte rodado. Iban cantando
Guíame, oh, Jehová
. Sus voces permanecieron en el aire de la noche durante unos minutos hasta que se ahogaron en la oscuridad.
Fitz regresó al cuartel general del batallón. Un camión con el remolque abierto estaba esperando para llevar a los oficiales a primera línea. Fitz se sentó junto al teniente segundo Roland Morgan, hijo del jefe de la mina de carbón de Aberowen.
Fitz hacía todo lo posible por desalentar el discurso derrotista, pero no podía evitar preguntarse si el general de brigada no se habría pasado yéndose al otro extremo. Jamás había existido un ejército que superase una ofensiva como aquella y nadie podría garantizar cuál sería el resultado. Siete días seguidos de incesante fuego de artillería no habían arrasado con las defensas enemigas: los alemanes seguían respondiendo con disparos, tal como había señalado con sarcasmo aquel soldado anónimo. De hecho, Fitz había dicho exactamente lo mismo en un informe, ante lo que el coronel Hervey le había preguntado si tenía miedo.
Fitz estaba preocupado. Cuando el Estado Mayor cerraba los ojos ante las malas noticias, morían hombres.
Como demostración de lo que pensaba, explotó un proyectil justo en la carretera que tenían a sus espaldas. El conde echó la vista atrás y vio los fragmentos de un camión como en el que él viajaba volando por los aires. Un coche que le seguía dio un volantazo y se dirigió al arcén; al virar recibió el impacto de otro camión. Fue una carnicería, pero el conductor del camión de Fitz no se detuvo a socorrer a los heridos, y obró de forma correcta. Había que dejar los heridos a los paramédicos.
Cayeron más proyectiles en los campos, a izquierda y derecha. Los alemanes estaban disparando a puntos cercanos a la primera línea británica, y no al frente en sí. Debían de haber imaginado que la gran ofensiva estaba a punto de producirse: un movimiento tan numeroso de hombres difícilmente se le podía ocultar a los servicios secretos alemanes y, con eficacia letal, estos estaban matando hombres que todavía no habían llegado a las trincheras. Fitz luchaba contra el pánico, pero no se le quitó el miedo. La Compañía B podía incluso no alcanzar el campo de batalla.
Llegó al punto de reunión sin mayor dificultad. Varios miles de hombres ya se encontraban allí, apoyados en sus fusiles y hablando entre susurros. Fitz escuchó que algunos grupos ya habían quedado diezmados por el bombardeo. Esperó mientras se preguntaba con aprensión si su propia compañía seguiría existiendo. Sin embargo, al final, los Aberowen Pals llegaron sanos y salvos, para su tranquilidad, y se colocaron en formación. Fitz los dirigió durante los últimos cientos de metros hasta la trinchera de reunión de la primera línea del frente.