Bien. Ahora eso con Fanny Osgood está terminado.
Sólo unos días después oye que Rufus Griswold ha hablado de la escandalosa relación entre Poe y Fanny Osgood.
—¡Cómo pudo! —exclamó Griswold, al parecer—. ¡Él que tiene en su casa a una esposa moribunda!
Por lo visto, Griswold también estaba loco por Fanny Osgood.
En febrero pronuncia un discurso sobre poesía norteamericana. Trescientas personas llenan el salón de la Biblioteca Social de Nueva York. Las manos le tiemblan cuando sube al podio y recibe el aplauso, pero los nervios desaparecen en cuanto comienza a hablar. Es como si estuviese sentado en la sala escuchando su propia voz y como si él, al igual que el resto del público, se inclinase y escuchase interesado lo que dice Poe, esa ira murmurada.
Longfellow y Longfellow y Longfellow y toda la caterva que se mueve en torno de él. Acomete contra todos: Sprague, Dana, Halleck y Bryant.
Y la emprende una vez más contra Longfellow.
—Es pura imitación.
Levanta la cabeza hacia el público.
—Ahora digo esto: es plagio. Es simplemente un robo.
Habla sobre los derechos de autor y se da cuenta de que ha elevado la voz, de que está gritando.
Grita sobre el sistema de ponderación excesiva.
Y defiende, susurrante, la literatura norteamericana original.
Mientras habla de las antologías, descubre a Griswold en la sala.
Decide sorprenderlo y dice:
—La antología de Griswold es sin duda la mejor.
Y se siente casi victorioso cuando lo dice.
Terminada la presentación, Griswold se le acerca.
—Excelente —le dice, y sonríe; se le ve realmente emocionado.
—Gracias, amigo mío.
—Estás realmente en forma —dice Griswold con humildad.
—Por fortuna.
—Es la voluntad de Dios —afirma Griswold.
Se vuelve y se escurre entre las filas de bancos. Mientras camina, se lo ve completamente confundido.
Por tercera vez lee
El Cuervo
en el salón de la señorita Lynch. Y otra vez le impresionan los rostros de las mujeres y lo mucho que disfruta de que lo miren.
Edgar baja la cabeza. A su izquierda titilan las velas de estearina. Una mujer juega con el anillo en su dedo. Él lee en voz baja, sin mucha emoción, porque quiere que el sentimiento brote de las palabras, no de su boca. En la mitad del segundo verso cierra los ojos.
Por la única, radiante joven que los ángeles llamaron Lenore
Debe forzarse a abrir los ojos, porque quisiera leer todo el poema con los ojos cerrados. El salón está en silencio, lo único que oye es el martilleo amortiguado proveniente de un edificio vecino. A su izquierda, en la segunda fila de asistentes sentados, ve a Fanny Osgood. Está con su marido, Sam Osgood, cuyo brazo rodea los hombros estrechos de su esposa. Mientras Edgar lee el resto del verso, deja que su mirada descanse en la figura del señor Osgood. Luego le quita la vista de encima y la desliza sobre los bellos rostros que escuchan, algunos con los ojos cerrados.
Y su impavidez de cuervo contagia, ahí donde está, todavía posado,
sobre el pálido busto de Palas que corona mi portal;
y su mirada recorre, nada, ¿es un demonio que sueña?;
y la luz clara de la lámpara se derrama y su sombra crece más;
y mi alma nunca se alzará de su sombra, enorme y negra
«¡Nunca más!», maldijo el cuervo.
Murmura las últimas líneas. Las palabras «¡nunca más!» pueden apenas oírse todavía en el salón, pero él sabe que resuenan como una explosión en sus cabezas. En los segundos anteriores a que el aplauso rompa, levanta la mirada y mira hacia el público.
Es ahí cuando lo ve en la entrada.
La criatura es una cabeza más baja que las mujeres; está apoyada en el marco de la puerta, en la penumbra. Pese a que Edgar no ha visto la cara blanca como la tiza desde que se separaron en Baltimore hace catorce años, lo reconoce de inmediato. El flequillo cuelga sobre la cara como una rama suelta, tiene los ojos fijos sobre él, todo el rostro está hundido y arrugado; sin embargo, de todos modos, hay algo reconocible en el rostro y se da cuenta de que no se han separado nunca. Samuel ha caminado todo el tiempo unos pasos detrás de él.
Sus miradas se cruzan sólo durante unos segundos. Entonces estalla el aplauso. El público se arroja sobre él. Edgar prueba a estirarse para buscar a Samuel, pero éste ha desaparecido.
Después de la lectura camina directamente hasta un bar y pide una botella de oporto.
De todas las caras que escuchaban, sólo logra pensar en una.
La cara de Samuel se interpone ante todas las otras.
Es como si no hubiese otro rostro humano que el de Samuel. Le parece oír la voz de Samuel en algún lugar del local:
—Sucederá.
De un salto abandona la silla, mira alrededor, pero no lo ve.
Cuanto más bebe, más se convence de que su éxito es una conspiración. Hay algo detrás de él. Un deseo de humillarlo, de pulverizarlo. No tiene amigos, sino una armada entera de enemigos invisibles. Ya responderá —sólo hay que esperar— y no los dejará destruir lo que logró edificar. ¿No puede simplemente borrar lo que vio en el salón, la cara de Samuel, no puede continuar como antes? No. No es posible. Cronos devora a sus hijos. Nunca más acudirá a ese salón a leer poemas. Se acabó.
Está quieto en la entrada del circo tras un gastado telón de terciopelo y vende entradas para la función nocturna. Un cuarto de dólar por cabeza. Dentro, en la arena iluminada, el director del circo comienza a llorar. La preocupación por la función de esa noche se ha vuelto demasiado grande para él, esconde la cara en un pañuelo, su cuerpo se sacude y el alto sombrero le tiembla sobre la cabeza. A la sombra del telón de terciopelo, Edgar se sirve un pequeño vaso de oporto. Es sólo para sentirse bien, pues el aire que llega del exterior esa noche es frío. «Has de tener algo, por Satanás, para calentarte», murmura para sí. Bebe el oporto con la cabeza bien dentro de la sombra, lo paladea y espera que nadie repare en él. Se endereza de golpe: ¿ningún espectador? ¿Se oyó algo ahí afuera? Es sólo la vieja dama. Paga un cuarto de dólar sin mirarlo a los ojos, entra y encuentra su lugar fijo en la tercera fila. Es (como de costumbre) el único espectador del circo. Ahora el director sopla una trompetita, un entusiasmo agónico. Exclama afónicamente:
—¡Señoras y señores!
¡Los caballos árabes salen a la arena!
¡Música de organillo! ¡Un trombón, un violín, toda una orquesta!
Los caballos trotan más y más rápido, dan vueltas y vueltas a la arena. Edgar mira, medio escondido por el telón de terciopelo. «Algo no está bien con los caballos», murmura para sí. Corren demasiado rápido, quieren escapar. El director del circo sale a la arena con la trompeta en la mano, trata de retener a los caballos, de devolverlos al establo.
—¡Chis! ¡Y ahora! ¡Señoras y señores!
Leo, el lanzador de cuchillos. Su esposa: Miriam. Ella está atada a una rueda que gira despacio, los bellos ojos vendados con un pañuelo. Edgar mira a Leo, que tiembla. Hoy el desconcertado lanzador de cuchillos no tiene ganas de arrojarlos.
—¡Señoras y señores! Silencio.
Leo se seca el sudor de la frente con manos inseguras. En cada mano sostiene un cuchillo de unos ocho centímetros. Miriam sonríe, está vestida con una malla amarilla. Gira lentamente sobre la rueda.
El primer cuchillo le arranca un brazo.
Miriam sonríe estática. La rueda gira y gira. La sangre se derrama sobre la malla. Leo levanta nervioso el segundo cuchillo, pero es igualmente desafortunado esta vez y el cuchillo se clava en el estómago de Miriam. Ya no queda nada del color amarillo. Miriam cuelga inerte de la rueda.
El director del circo sopla más fuerte en su trompeta.
Los payasos, ahora llegan los alegres enanos. Edgar cierra los ojos y desea que nada falle con esos dos tipos divertidos. Saltan de un lado a otro y gastan bromas. La anciana en la tercera fila se ríe con ganas. Los payasos se sostienen sobre las manos, se patean las piernas, hacen girar los ojos, gruñen, se muestran los puños. Pero gastan demasiadas bromas, saltan con demasiado brío, se golpean con los puños cerrados. Bajo el maquillaje, él ve las narices rotas, los labios partidos. Ahora el más grande se sienta sobre el pecho del otro, el pequeño de piernas torcidas, le aprisiona los brazos con las rodillas y le golpea el rostro con un martillo pequeño.
A Edgar le tiemblan las manos cuando se sirve otro vaso de oporto.
—¡Los trapecistas Julian y Julianna!
El apogeo del espectáculo, las estrellas de la noche. La anciana aplaude y aplaude. Se hace el silencio en el circo. Realizan su actuación bien alto, bajo el techo, sin red de seguridad.
Él sabe que caerán, todo sale mal esta noche.
Julianna caerá, y el ruido de su cuerpo roto contra el suelo será insoportable. También Julian caerá, al final, y las dos grandes estrellas de circo quedarán en el suelo una al lado de la otra, como sillas rotas en un patio trasero. El director del circo andará en círculos en torno a ellos y gimoteará y se lamentará y gritará que no puede entender qué es lo que ha fallado.
Todo ha salido mal.
Si Edgar se va ahora, será para no volver, lo sabe. El director del circo no lo admitirá de nuevo si los deja. De todos modos guarda la botella de oporto en el bolsillo de la chaqueta, se aparta del telón de terciopelo y sale al exterior.
Cuando abre la puerta, siente un gran alivio.
Ha estado tanto tiempo fuera de la arena que apenas recuerda el ruido del mundo exterior. El tumulto de la gente, los carros y los niños. El olor de las pescaderías y el rojo de los tomates. Aparte de eso no recuerda nada.
Fuera del circo nada es como lo esperaba.
La luna y las estrellas están sobre él. Cuando baja la mirada, ve el mismo espacio oscuro debajo de sí.
El circo gira entre las lunas.
Poe
Nueva York-Fordham
N
ecesita salir otra vez de Nueva York.
Pero antes debe escribir algunas notas acerca de lo que vivió en la ciudad, unos breves bocetos de todos los agradables literatos que conoció durante este tiempo en Gotham. El primero de quien hace una semblanza es del «poeta aficionado» Thomas Dunn English. Y después de esa urraca mentirosa de Rufus Griswold. No se ahorrará nada ahora. Es demasiado tarde para ser amable.
Piensa que quiere ser «amigo» de la urraca. No piensa en la «amistad» que mantienen, no recogerá las uñas, no alisará las plumas ni aspirará el olor del perfume que lo hace oler como si fuera una persona. Edgar no escribirá más cartas humildes al depredador que pronto le sacará los ojos. Cuando piensa en lo que se han dicho, la urraca y él, siente que algo lo penetra desde atrás, rasga la tela de sus pantalones y le dispara en las tripas.
Muestra las semblanzas de English y de Griswold al redactor de
Godey’s
y comprende por sus cejas alzadas que ha tropezado con un filón de oro. El redactor lo publicará, está seguro.
—Interesante —dice sin quitar la vista de las semblanzas.
—Cuántas de éstas puedes escribir, Poe…, de éstas…, hum…, cuándo puedes entregarlas…, esto es realmente bueno…, esto es… ¡brillante!
Llama a los trabajos
Escritores de Nueva York
. En ellos cuenta cosas acerca de los escritores de la ciudad, los viste y los empolva y los despluma hasta la piel, estira carrillos y corta dedos. Describe cómo circulan los rumores en los salones, los murmullos, los susurros, las mentiras, las habladurías, las cosas dichas a la espalda y las jactancias falsas, describe cómo los astutos y los bien vestidos construyen amistades y carreras y las destruyen de nuevo, escribe de niños prodigio y sobre los carentes de talento, los piadosos que disfrutan de la vida y los moralistas creadores de escándalo. También escribe acerca de cómo son los literatos. Describe en detalle la cara regordeta de Willis y el desagradable labio superior de Margaret Fuller; detalla cejas peludas y manos temblorosas, cuellos hinchados, barrigas, nueces de Adán, codos, narices, dientes. Sobre Griswold escribe que, por desgracia, carece de la educación básica:
El señor Griswold tiene una disposición muy extraña: es incapaz cuando se trata de decir la verdad, en cualquier circunstancia. El pastor Griswold debiera tomar conciencia de esto y tratar de hacer algo al respecto, por lo menos si piensa continuar jugando el rol de devoto. Pero Griswold es todavía bastante joven, y con su innegable capacidad de trabajo puede mejorar rápidamente en las áreas en que más lo necesita. Ninguna persona generosa puede culparlo por hacer de nuevo el seminario.
Cuando, cierta mañana de septiembre, se acerca a Louis Godey con una nueva pila de semblanzas, el redactor está totalmente entregado.
—Oh, Poe, hombre terrible, terrible. No llegamos a imprimir suficientes ejemplares de la revista. ¿Qué voy a hacer? Es por tu culpa, Poe. —Se ríe—. Tu pluma maliciosa ha puesto la ciudad de cabeza. La gente no parece tener suficiente de esto.
—Vaya —dice Edgar, y le entrega las semblanzas.
Tiene ganas de beber un trago.
Las semblanzas están entregadas,
Escritores de Nueva York
está terminado.
Ahora tiene ganas de pegarse unos cuantos tragos más.
Va a beber tanto como precise para edificar una escala con ellos.
Impaciente, camina hasta la taberna y luego se arrastra hasta su casa.
Pasa tres días acostado durmiendo la mona y esperando los contraataques.
Ahora llegan, tupidos. Un puñetazo de Thomas Dunn English. Un puntazo de la señorita Fuller. Un pequeño tirón del cuero cabelludo por parte de los lectores de Longfellow.
El único que no contesta es Rufus Griswold.
Edgar lo atacó, pero él no contesta.
¿Por qué no contesta? ¿No significa nada el ataque? ¿No lo ha visto? ¿Por qué no da señales de vida?
El silencio de Griswold lo enferma. La sed le quema en la boca. Bebe litro tras litro de agua, pero no ayuda. Hay solamente una bebida que puede ayudarle: el oporto.
El silencio de Griswold hace que comience a beber nuevamente.
Bebe un vaso tras otro de oporto, ya no recuerda cuánto ha bebido, porque ya no es él. Debe salir, salir a la calle, tomar aire fresco. Se aferra al mostrador de un bar, no sabe bien dónde está. El oporto le zumba en la cabeza. Tiene que salir ahora. Lo puede hacer, llegar hasta la puerta de vaivén, trepar a la calle, ir dando tumbos por entre las gigantescas sombras de las casas que no puede ver. Las calles se hacen más estrechas, lo rodean callejones, no sabe en qué dirección caminar. Al cabo de poco tiempo estará gravemente enfermo, y con fiebre, tendrá los riñones afectados y terribles tormentos de conciencia.