La cara del miedo (16 page)

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Authors: Nikolaj Frobenius

Tags: #Intriga

BOOK: La cara del miedo
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¿Cuál es la gracia de pensar, si lo hará de esta manera? ¿Cuál es el maldito propósito de la literatura si tiene como objetivo perforar un agujero oscuro en las personas?

Mientras Rufus camina por Niblo’s Garden, siente que el sol lo ataca. Está empapado en sudor. La sed terrible le seca la boca.

Entra de nuevo en una taberna. Pero esta vez pide una limonada.

¡Todavía es abstemio!

Cuando regresa a su habitación, no quiere acostarse. En su lugar se sienta al escritorio y ahí se queda, inmóvil. Piensa: ¿es Edgar Allan Poe parte de la voluntad de Dios, del mismo modo que Satanás es parte —en una instancia extrema— del plan celestial? También sin saberlo los agentes secundarios del mal son voluntad de Dios. Y los sirvientes de Dios han de utilizar el mal para promover el bien. Es la razón de la maldad, piensa Rufus. Si Dios no tuviese un plan con la maldad, jamás hubiera permitido su existencia. Desde que era un niño pequeño, escuchó a su madre hablar de la intención que Dios tiene con el mal. Ahora es como si su voz le hablase de nuevo. Ahora ve la cara de Poe bajo otra luz: como una variación de la forma de la maldad.

El deber de Rufus es destruir esa forma.

«Con la ayuda de Dios, lo destruiré», piensa.

Puede acercarse a Poe, hablarle con sentimiento, mirarlo, demostrarle interés y amistad, acariciarle con suavidad la mejilla… ¡y arrancarle la máscara!

Bien entrada la noche, Rufus se cubre con la manta en el cuarto a oscuras. Cierra los ojos y descansa las manos sobre el pecho; siente una íntima satisfacción.

Cuando se vuelve sobre un costado, percibe que hay alguien en la cama, además de él. Estira su mano y reconoce la cara de ella.

—¿Caroline?

Ve el reflejo de sus ojos en la oscuridad.

Ahora siente sus dedos sobre su cuerpo y no puede respirar.

El dolor de cabeza lo aturde. Una tarde, cae al agua desde un bote de remos. Está en medio del río Hudson cuando «un trueno» le cae encima. Empieza en el cuello, como una cosquilla. Al cabo de unos minutos está sobre él. El dolor le parte la cabeza en dos. Es tan fuerte que pierde el control de sus miembros. No dice nada. Se incorpora en el bote, agita los brazos y cae al agua.

«Ahora me ahogo», piensa. Trata de gritar, pero la boca se le llena enseguida de agua. El pánico hace que agite brazos y piernas. Entonces lo siente: el dolor desaparece dentro del agua fría. Cuando llega a tierra está mojado, pero aliviado. El dolor de cabeza ha desaparecido. Está resfriado durante varios días, tiene fiebre. Se queda en la cama y lee. Cuando se repone, visita a un médico. Debe hacer algo con ese maldito ataque.

—Usted lee demasiado, Griswold —dice el médico regordete.

—Tonterías —contesta él.

—Lo único que puedo darle es algo que calme el dolor. Una tintura de opio.

—¡Entonces, démela!

Irritado, cierra de golpe la puerta del consultorio.

Toma la medicina y se recuesta en la cama. Un calor profundo se expande por su cuerpo. Ahora piensa con más calma. Se da cuenta de que está a punto de claudicar. Ha hablado con reporteros, redactores, políticos, pero no hay nadie que le pueda brindar una respuesta clara. Nadie que pueda decir que Poe sabe algo acerca de estos asesinatos de los que hablan los periódicos. Rufus sabe que éste esconde algo. Hay algo que no ha salido a la luz. Debe encontrar el modo para abrir el corazón iracundo de Poe, pero ese camino no lleva obviamente a ningún lugar.

Rufus cae en el sueño.

Es de noche cuando abre los ojos y ve que hay alguien en la habitación.

Se sienta.

—¿Hay alguien ahí?

En uno de los rincones del dormitorio, hay un hombre albino que permanece inmóvil. Lleva encima una chaqueta deshilachada que le llega hasta los tobillos.

El hombre le sonríe.

Rufus se incorpora en la cama, enciende la lámpara en la mesita de noche.

En la penumbra, la cara del hombre parece el reverso de un guante estirado.

Rufus pregunta:

—¿Quién…, quién es usted?

—¡Señor Griswold! —chilla el hombrecito—. La puerta estaba abierta. Usted dormía tan bien. ¡Ah! Adoro dormir. Es delicioso, lo sé. Puedo dormir durante muchos días.

Rufus enfoca con la vista la figura que está al otro extremo del cuarto.

—¿Qué?

—Soy un conocido del señor Poe.

Rufus sale del lecho, coge la bata de la columna de la cama y comienza a ponérsela.

—Espero no haberlo asustado, señor Griswold.

La voz del hombre hace que Rufus se encoja de hombros.

—¿Qué desea?

—Estoy preocupado por él —dice el hombrecillo.

Rufus lo mira de reojo.

—¿Quiere sentarse?

Se sientan uno a cada lado del escritorio. El albino tiene los brazos cruzados sobre el pecho.

—¿Preocupado?

—Mi asunto, sir, es el que usted seguramente entendió a partir de las cartas que le envié…

—O sea, que era usted.

—Es… y fue siempre… y será siempre… la fama del señor Poe.

Rufus prueba a descifrar la mirada del hombre en la penumbra. ¿Es esto una invitación, una confesión?

—Yo siento un… intenso entusiasmo… por esto…, por él… Es la misión de mi vida.

—¿Cuidar la fama de Poe?

—Sí.

Rufus sonríe.

—¿Nada menos?

Por unos segundos, el albino se queda quieto y lo observa. Entonces dice:

—Él cuenta la verdad.

Rufus se sobresalta un poco. «Conozco ese tono. Sé cuándo me amenazan», piensa.

El albino suelta un ronquido agudo.

—Yo creo, señor Griswold, que no vamos a ningún lado sin usted.

—No lo comprendo.

—Está claro que usted lo entiende.

—Yo…

—Nadie comprende esto mejor que usted.

—Me temo que sobreestima mi influencia.

—No lo creo. El señor Poe nunca será reconocido sin su ayuda.

—¡Bobadas!

—Querido, querido señor Griswold. Ni siquiera usted cree en lo que está diciendo.

—¿Cómo sabe usted lo que yo creo?

—Veo su boca.

—¿Qué?

—Se le oponen. Eso no es bueno. Quiero que lo ayuden…, que escriban sobre él…, de otra manera…, con el corazón, señor Griswold… Quiero que usted lo eleve…, lo defienda…, ¿entiende, señor Griswold?

Ahora Rufus sabe qué es esto. Siente el miedo como una puñalada en la base de la espalda. No le llevará la contraria al albino. No se anima. Quiere que el hombre salga de su casa absolutamente convencido de que es amigo de Poe.

—Claro —dice.

—No ven su talento —dice el albino.

—Claro, claro.

—No creen en lo que escribe.

—¿Qué tiene que ver esto con creer?

—No lo creen.

Rufus se encoge en la silla.

—No lo haga —dice.

—¿Qué?

—No hable de creer.

El albino se inclina hacia él.

—Diga que cree en él.

—¿Qué?

—Diga que cree en el maestro.

—Esto es absurdo.

El otro no le quita la vista de encima. Rufus suspira.

—Creo en él.

El hombre sonríe, es una sonrisa triste y disoluta, pero es exactamente lo que Rufus esperaba.

—¿Podemos colaborar, señor Griswold?

Rufus asiente con la cabeza.

—¿Desea una taza de té? —pregunta entonces.

El albino se pone de pie.

—No, gracias. Debo irme.

—Salude a Poe…, si lo ve.

El hombre se da la vuelta en el vano de la puerta.

—Por el momento no nos hablamos —dice, y sonríe con tristeza.

Rufus lo observa desde la ventana.

El hombre desaparece calle abajo con pasos rápidos.

Rufus siente un dolor que le quema en la nuca.

Camina hacia la mesita de noche y mide otra dosis de la pócima que le dio el médico.

Entrevista con Edgar Allan Poe

Nueva York, domingo, 4 de diciembre de 1844

¿Robo, señor Poe?

Por Evan Olsen

Quien esto escribe no es conocido por la profundidad de su educación literaria.

Durante los últimos años he leído sobre todo informes policiacos y periódicos, junto a alguna que otra confesión garabateada sobre un pedazo de papel —pruebas— y además, naturalmente, veredictos, sentencias, las formulaciones del poder jurídico. La literatura comenzó a interesarme hace poco.

Debo agradecer «eso» a cierto caballero: el talentoso señor Edgar Allan Poe. Las novelas de Poe, querido lector, tienen en su belleza y horror un innegable parentesco con mi experiencia como reportero, y fue por eso por lo que me arrojé —con ferocidad inesperada— sobre sus historias. Aquí están descritos los crímenes más horrendos y las confesiones más asombrosas. Cuando descubrí que el escritor residía temporalmente en Nueva York, me convencí enseguida de que sería de gran importancia poder hablar con él. Quizá podía el agudo literato arrojar luz sobre los terribles crímenes que han azotado nuestra ciudad, y sobre los que la Policía continúa sin tener pistas. No es una exageración decir que tardé varios días en dar con el escritor y lograr que hablara conmigo. Lo he buscado en cuatro domicilios diferentes, en varias redacciones y en todos los locales de bebidas de Bowary.

Finalmente lo encontré sentado en un banco en Greenwich Village. Ahí estaba el escritor, leyendo un pequeño libro sobre criptogramas. El sol de otoño le brillaba sobre la frente. Cuando se volvió hacia mí, miré directamente a sus ojos violeta. Sentí como si en esa mirada me examinase con una autoridad suave pero inmisericorde. Todo lo que se dice acerca de la «sed de sangre» del señor Poe perdió sentido en ese momento.

El hombre que estaba frente a mí era, pensé, un modelo de educación. Controlado, amable, humano hasta la humildad, así aparecía el escritor de Richmond con su mirada clara. Pero ¿respondería a mis preguntas? ¿Y podía él arrojar luz sobre los crímenes que han despertado la preocupación de tantos lectores?


Señor Poe, permítame comenzar preguntándole si tiene usted tiempo para seguir los hechos de la ciudad
.

—¿Perdón?


Hace poco tiempo, dos mujeres fueron asesinadas en la calle Chrystie, y me pregunto si usted conoce el caso
.

—Sólo a través de los periódicos.


Claro. Hay —como usted seguramente sabe— un sorprendente parecido entre los macabros hechos de la calle Chrystie y los de una de sus novelas
, Los crímenes de la calle Morgue.

—No sé nada de semejante parecido, pero que la realidad copie la literatura —generalmente de manera negligente y salvaje— no debería sorprender a nadie.


Déjeme ver si lo entiendo bien, señor Poe: ¿quiere usted decir que hay alguien que copia su literatura
?

—Con respecto al plagio, no es ninguna sorpresa para quienes hayan seguido el debate sobre las obras del señor Longfellow, que soy muy claro al respecto: el plagio es, sin duda y simplemente, un hurto.

—¿
Dice usted que alguien «hurtó» su novela
?

—No lo sé. Pero todos tenemos algo que nos han robado, ¿no le parece? ¿No es la vida misma una forma de robo?


No sé si lo comprendo bien, señor Poe
.

—No se puede entender todo.


Pero ¿no teme usted que las crueldades descritas en sus novelas puedan inspirar a los criminales nuevas crueldades
?

—Creo que es lo contrario, amigo mío.

—¿
Lo contrario
?

—Creo que la literatura puede ser una forma de limpiarse, algo como un baño en el barro.

Eso dijo el gran escritor, con una sonrisa insinuada en la comisura de los labios. Entonces recogió su gastada chaqueta y se puso de pie.

—Adiós.

—¿
Señor Poe? ¿Por qué se va? ¿No tiene usted una respuesta? ¿Se siente culpable? ¿Ha hecho algo de lo que se arrepiente
?

Pero el escritor no se volvió. Grité de nuevo.

—¿
No tiene nada más que decir? ¿No le preocupa la realidad? ¿Señor Poe
?

Pero el escritor tenía seguramente otras cosas en la cabeza, se fue calle abajo con pasos rápidos y desapareció.

Y así queda el caso, querido lector: todavía no esclarecido, igual que antes.

Poe

Acontecimientos alentadores

Nueva York

C
uando se despierta por la mañana, el día en que ella ha de llegar, le duele tanto un diente —un molar tambaleante en el fondo de la boca, en el lado izquierdo— que cree que se desmayará cuando deje la cama. De repente, la tía Muddy está en el vano de la puerta, se balancea de atrás adelante y sonríe. La luz cálida de mayo cae sobre ella a través de la ventana. Ha llegado desde Baltimore para vivir con ellos, y ahora está ahí y mira la cama.

Edgar adora la cara grande de Muddy y sus pequeños ojos amigables. Su cabello está cubierto por un pañuelo negro algo deshilachado, y algunos mechones de color indeciso asoman por debajo. Él corre hasta ella y le da un beso en la frente amplia.

—¿Eres tú, de veras?

—Eddy —dice ella, y lo atrae hacía sí.

—Tía —gime él como un niño—. ¿Dónde has estado? Prometiste que me cuidarías.

La tía Muddy se ríe y le acaricia el cabello.

—Ah, pequeño mío —dice—, no volveré a abandonarte.

—¡Mamá, mamá! ¿Lo prometes?

Ella sonríe.

—¿Qué sucede con tu boca, Eddy? Estás todo hinchado.

—Dolor de muelas —contesta él señalándose la quijada.

—Déjame ver —interviene ella cariñosamente, que lo empuja hacia una silla y le inspecciona la boca con los dedos—. Ahí está —murmura con preocupación como si acabase de entregar una orden con instrucciones para su sentencia de muerte o su liberación definitiva.

—¿Qué vamos a hacer? —murmura él, lloroso.

—No te preocupes —dice Muddy, que le acaricia los labios—. Todo saldrá bien.

Pasados unos días, se mudan de Greenwich Village a una granja cerca del río Hudson, a una corta distancia al oeste de Bloomingdale Road, y dejan atrás los sonoros adoquines y el aroma de los ailantos. Sissy y Muddy se sienten muy a gusto con los dueños de la granja, el matrimonio Brennan.

Por suerte, su dolor de muelas ha desaparecido.

«Ahora puedo escribir nuevamente», piensa Edgar.

En el bosque de detrás de los sembrados descubre una gran piedra que bautiza como «monte Tom». Se sienta sobre ella durante horas y mira el río Hudson, piensa y anota.

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