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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

La Casa Corrino (39 page)

BOOK: La Casa Corrino
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C’tair no entendía cómo le llegaba la voz de su hermano.
¡No soy un transmisor rogo! Solo soy una persona.

Pero no obstante…, ¡el príncipe Rhombur venía!

En el recuerdo, D’murr se encontraba dentro de la mente de su gemelo desde mucho tiempo antes, cuando C’tair se abrió paso entre los escombros de un edificio ixiano destruido en el ataque inicial de los tleilaxu. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Veintiún años? De aquellos restos había surgido una alucinación de Davee Rogo, el genio tullido que había hecho amistad con los dos gemelos, para luego enseñarles sus prodigiosas invenciones. En aquellos tiempos pacíficos y felices…

Pero aquella imagen fantasmal había sido transmitida por la parte humana incontrolada de D’murr, una fuerza poderosa que se había negado a sucumbir a los cambios sufridos en su mente y cuerpo. D’murr no había sido plenamente consciente de sus actos, ni de qué conceptos había desarrollado su inconsciente al ponerse en contacto con su gemelo. C’tair, utilizando la información proporcionada por la aparición, había sido capaz de construir el aparato de conexión transdimensional, que permitía la conversación entre un par de formas de vida muy diferentes, pero vinculadas por los genes.

Incluso entonces, la mente inconsciente de D’murr había querido permanecer en contacto con su hogar y sus recuerdos.

Dentro de su tanque, dejó de mover sus brazos y piernas atrofiados. En la fracción de segundo que se asomó al precipicio del espacio plegado, recordó el intolerable dolor físico provocado por cada transmisión con C’tair, como si su parte de Navegante se hubiera enfrentado a su parte humana, con la intención de someterla.

Pero ahora, activó el generador Holtzmann y se precipitó ciegamente entre las dimensiones, arrastrando al crucero con él.

C’tair sujetó la varilla de cristal hasta que la notó helada contra sus dedos, y la voz de D’murr se desvaneció. Se sacudió de su parálisis y llamó a su hermano. No obtuvo ninguna respuesta, solo ruido de estática. D’murr le había parecido raro, casi enfermo.

De pronto, C’tair oyó en las profundidades de su cráneo un chillido primigenio, sin palabras. El grito de su hermano.

Y después, nada.

57

Un momento de incompetencia puede ser fatal.

Maestro espadachín F
RIEDRE
G
INAZ

El crucero emergió del espacio plegado donde no debía y se precipitó hacia la atmósfera de Wallach IX. Error del Navegante.

Grande como un cometa, la nave se estrelló contra la capa de aire. La fricción fundió el casco exterior. Los pasajeros ni siquiera tuvieron tiempo de gritar.

Durante siglos, el planeta Bene Gesserit había estado protegido por escudos de seguridad capaces de desintegrar cualquier nave no autorizada. La inmensa nave ya estaba condenada cuando golpeó el primer escudo.

El crucero ardió en la atmósfera, y su piel metálica se desprendió como las capas de una cebolla. Los restos se esparcieron en un radio de mil kilómetros.

El Navegante no había tenido la menor posibilidad de enviar una señal de socorro, ni de ofrecer alguna explicación, antes de que la nave se desintegrara.

Mientras llegaban los datos del escudo defensivo, que identificaron la nave siniestrada, la madre superiora Harishka redactó un mensaje de alta prioridad para que fuera enviado a Empalme. Por desgracia, deberían esperar al siguiente crucero, pero para entonces la Cofradía Espacial ya estaría enterada del desastre.

En el ínterin, a las pocas horas del accidente, la hermana Cristane fue enviada con un grupo de acólitas al lugar del accidente. Las hermanas se concentraron en la región montañosa donde la sección más grande del crucero había hecho impacto.

Cristane entornó los ojos para protegerlos de la gélida blancura, y examinó las cicatrices de la colisión que presentaba la ladera. Hielo y nieve se habían fundido alrededor de los fragmentos. Aún se elevaban nubéculas de vapor de las masas metálicas principales. Las acólitas, utilizando soldadores y cortadores láser, tal vez encontrarían restos de cadáveres fundidos con el metal, pero Cristane no sabía si el esfuerzo valía la pena. Era imposible que hubiera supervivientes.

Había sido adiestrada durante toda su vida para reaccionar en caso de emergencias, pero ahora no podía hacer más que observar.

Cristane aún no era una reverenda madre, de modo que carecía de las memorias multigeneracionales que sus superioras experimentaban. Sin embargo, durante la reunión celebrada para hacer frente al desastre, la madre superiora había afirmado que en mil años ninguna de las hermanas había presenciado un accidente semejante.

A lo largo de su historia, los Navegantes habían cometido algunos errores de cálculo, pero solo se tenía noticia de muy pocos accidentes graves desde la formación de la Cofradía, más de diez mil años antes. Durante la batalla final de la Jihad Butleriana, era muy peligroso utilizar las primeras naves que plegaban el espacio, antes de que se descubrieran las cualidades prescientes de la melange. Pero desde aquella época, la Cofradía poseía un récord de seguridad inmejorable.

Las implicaciones de esta tragedia tendrían repercusiones en todo el Imperio durante los siglos venideros.

Cuando el equipo de inspección y recuperación de la Cofradía llegó dos días después, enjambres de hombres descendieron sobre Wallach IX. Miles de trabajadores llegaron con equipo pesado. Los obreros cortaron muestras para analizarlas. Las hermanas querían guardar sus secretos, y también la Cofradía, que no dejó ni un resto de la nave.

Cristane buscó al hombre que dirigía las operaciones. Tenía los ojos juntos y labios gruesos. Mientras le estudiaba, comprendió que estaba sobrecogido por la tragedia.

—¿Tenéis alguna sospecha, señor? ¿Alguna explicación?

El hombre meneó la cabeza.

—Aún no. Tardaremos tiempo en analizar todo.

—¿Qué más?

Pese a su juventud, la actitud de la hermana era autoritaria. Habló con suficiente inflexión de Voz para que el hombre contestara instintivamente.

—Era una de las dos únicas naves de Clase Dominic, construidas durante los últimos días de la Casa Vernius, con un récord de seguridad impecable.

Cristane le miró con sus grandes ojos.

—¿Existe algún motivo para que el diseño de este crucero haya dejado de ser seguro?

El hombre sacudió la cabeza, pero no pudo resistir la orden de la Voz. Su rostro se contorsionó cuando se resistió a contestar, pero no pudo evitarlo.

—Aún no hemos tenido tiempo de analizar los detalles… De momento, prefiero reservarme los comentarios.

Cuando los efectos de la Voz se disiparon, pareció nervioso por sus revelaciones. Rehuyó la presencia de Cristane.

La hermana repasó las posibilidades en su mente. Vio que ejércitos de obreros desmontaban el crucero pieza por pieza. Pronto, todos los restos habrían desaparecido, y solo dejarían feas cicatrices en Wallach IX.

58

El Destino y la Esperanza no suelen hablar el mismo idioma.

Biblia Católica Naranja

En la sala de demostraciones, Hidar Fen Ajidica estaba de pie ante el recinto en forma de cúpula. Su mente rebosaba energía, las posibilidades se desplegaban a su alrededor como arco iris.

Cada día examinaba la cámara de muestras para controlar los progresos de un nuevo gusano de arena cautivo, el cual había sobrevivido durante meses. Le gustaba alimentarlo con ajidamal, que el gusano devoraba con ferocidad. Durante los años de experimentación, los diminutos especímenes habían muerto al poco tiempo de sacarlos de Arrakis. No obstante, este había sobrevivido hasta el momento, incluso medraba. Ajidica lo atribuía a la especia sintética.

Irónicamente, había llamado al gusano como el difunto líder tleilaxu.

—Vamos a echarte un vistazo, amo Zaaf —dijo con una cruel sonrisa. Aquella misma mañana había consumido una dosis todavía mayor de ajidamal, extraída directamente del tanque que contenía el cuerpo prisionero de Miral Alechem. Notaba que la droga estaba haciendo efecto, expandía su conciencia y potenciaba sus funciones mentales.

¡Espléndido!

El eufórico investigador jefe apretó un botón situado en la base de la cúpula del gusano y vio que el plaz brumoso se aclaraba. El gusano se hizo visible. Los lados de la cúpula estaban cubiertos de polvo, como si el gusano se hubiera agitado con frenesí.

El gusano yacía inmóvil sobre la arena, con los segmentos separados y la boca abierta. Un líquido rosado rezumaba entre los anillos.

Ajidica abrió un panel exterior de la cúpula y leyó las cifras de las constantes vitales. Abrió los ojos de par en par con incredulidad. Pese a las dosis regulares de ajidamal, el gusano había muerto.

Indiferente al peligro, introdujo la mano para apoderarse de la forma flácida del animal. Los anillos se desprendieron entre sus dedos como pedazos de fruta podrida, desgajados del cuerpo. Era como si un estudiante inexperto hubiera diseccionado al gusano.

Pero Ajidica lo había alimentado con la misma droga que él tomaba, en diversas formas. De pronto, ya no se sintió tan eufórico. Tuvo la impresión de que se precipitaba en un abismo oscuro.

59

Cada hombre es una pequeña guerra.

K
ARRBEN
F
ETHR
,
La insensatez de la política imperial

¿Qué fremen no encontraría especia, en caso necesario? La Cofradía había exigido más melange, y el pueblo del desierto tenía que pagar el precio, o abandonar sus sueños.

Stilgar, tumbado sobre el estómago tras la cumbre de una alta duna, miraba con los prismáticos el pueblo abandonado de Bilar Camp. Había chozas destrozadas y manchadas de sangre en la base de una montaña de arena deslizante, contenida desde atrás por una pequeña meseta que albergaba una cisterna escondida, llena ahora de contenedores que almacenaban especia de contrabando. La especia del barón.

Stilgar ajustó las lentes de aceite, y las imágenes adquirieron más definición en el amanecer cristalino. Un escuadrón de soldados Harkonnen uniformados de azul trabajaban confiados en que nadie osaría espiarlos. Todos los fremen consideraban maldito aquel lugar.

Mientras Stilgar miraba, un enorme transportador se posó cerca de la aldea abandonada. Reconoció la nave, con sus alas retráctiles pegadas contra el cuerpo, el vehículo utilizado para transportar recolectores de especia hasta las arenas ricas en melange, y llevársela cuando el inevitable gusano se acercaba.

Contó treinta soldados Harkonnen, más del doble que sus hombres. No obstante, la diferencia era aceptable. El equipo de Stilgar contaría con la ventaja de la sorpresa. Al estilo fremen.

Dos soldados utilizaron un aparato en forma de arco luminoso para reparar la parte inferior del transportador. En el aire inmóvil de la mañana, el ruido de la actividad trepaba por la cara de la duna. Cerca, los muros bajos de roca y ladrillo de la aldea maldita parecían redondeados, con los bordes suavizados por años de exposición a la intemperie.

Nueve años antes, los habitantes de Bilar Camp habían muerto envenenados por exploradores Harkonnen aburridos. Los vientos del desierto habían borrado las huellas de la tragedia, pero no todas. Arañazos de uñas y marcas de manos ensangrentadas todavía podían verse en paredes protegidas.

Los Harkonnen creían que los supersticiosos habitantes del desierto nunca volverían a un lugar maldito. Sin embargo, los fremen sabían que aquel acto horrible no había sido cometido por demonios del desierto, sino por hombres. El propio Liet-Kynes había presenciado los horrores, en compañía de su reverenciado padre. Ahora, como Abu Naib de todas las tribus fremen, Liet había enviado a Stilgar y sus hombres a esta misión.

Los comandos de Stilgar estaban acuclillados a lo largo de la otra cara de la duna, y cada uno sostenía una tabla de arena. Vestidos con ropas cubiertas con arena del desierto, para no exponer al sol la tela gris del destiltraje que llevaban debajo, los atacantes se pusieron las mascarillas. Bebieron de los tubos sujetos a las bocas para darse energía. Llevaban al cinto pistolas maula y criscuchillos. Rifles láser robados iban sujetos a las tablas de arena.

Preparados.

La ineptitud de los Harkonnen divirtió a Stilgar. Había espiado sus actividades durante semanas, y sabía exactamente lo que iban a hacer esta mañana.
La rutina es la muerte
, como afirmaba un viejo dicho fremen.

Liet-Kynes pagaría el soborno exigido por la Cofradía con la especia ilegal del barón. Y el barón no podría presentar la menor queja.

Habían terminado de reparar el transportador. Los soldados trabajaban en hilera para apartar las rocas que cubrían la cisterna. Charlaban tranquilamente, de espaldas a la duna. Ni siquiera habían apostado guardias. ¡Qué arrogancia!

Cuando los Harkonnen casi habían terminado de destapar la cisterna, dentro de la cual ocultarían la especia robada que contenía la bodega del transportador, Stilgar hizo un gesto brusco con la mano, como si cortara el aire. Los comandos subieron a sus tablas de arena y se deslizaron ladera abajo como una manada de lobos. Al frente, Stilgar soltó el rifle láser. Los demás fremen le imitaron.

Los soldados Harkonnen se volvieron al oír el ruido de la fricción bajo las tablas, pero era demasiado tarde. Cuchillos púrpura de luz cortaron sus piernas, fundieron carne y hueso.

Los hombres de Stilgar saltaron de sus tablas y se desplegaron para apoderarse del transportador. A su alrededor, los soldados mutilados chillaban y gemían, mientras agitaban sus muñones cauterizados. Gracias a la buena puntería fremen, todos los hombres conservaban todavía sus órganos vitales y la vida.

Un joven soldado con una sombra de barba miró aterrorizado a los hombres del desierto y trató de retroceder sobre la arena ensangrentada, pero no podía moverse sin piernas. Los fremen parecían llenar de miedo su corazón más que la visión de los muñones ennegrecidos de sus piernas.

Stilgar ordenó a sus hombres que ataran a los Harkonnen y envolvieran sus heridas con esponjas para guardar el líquido y llevarlo a los necrodestiladores del sietch.

—Amordazadles, para no tener que escuchar sus llantos infantiles.

Las voces no tardaron en ser silenciadas.

Dos hombres inspeccionaron el transportador, y después alzaron las manos. Stilgar subió por una rampa hasta una estrecha plataforma interior que circundaba la bodega de carga modificada. El espacioso recinto estaba forrado de gruesas planchas. Cuatro ganchos colgaban del techo.

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