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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

La Casa Corrino (43 page)

BOOK: La Casa Corrino
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Un par de jovencitas entraron con una bandeja de plata adornada con volutas. Sonó una fanfarria para anunciar las tres brochetas de cubos de bacer levemente especiados, guisados a la perfección, que contenía la bandeja. Las camareras levantaron una brocheta al mismo tiempo, extrajeron cada cubo de carne y los fueron depositando a intervalos sobre la lengua imperial de Shaddam. La sabrosa carne era tan tierna como queso cremoso, con sabores sensuales que despertaban sus papilas gustativas.

Soldados Sardaukar tenían las armas a punto, preparados para reaccionar al instante si una de las mujeres intentaba utilizar la brocheta como arma asesina.

Un joven de piel dorada, vestido con una toga blanca, sirvió una copa de clarete. Shaddam sorbió el vino entre dos pedazos de carne, mientras las muchachas esperaban con más cubos. Respiró hondo, percibió los olores elegidos con sumo cuidado que aleteaban alrededor de los criados.
Decadente.
Esto era lo que significaba ser emperador. Suspiró y pidió con un ademán el siguiente plato.

Consistía en suculentos crustáceos al vapor, animales de muchas patas pero ciegos que solo se encontraban en corrientes subterráneas de Bela Tegeuse. La salsa estaba hecha a base de mantequilla, sal y ajo, nada más, pero era deliciosa. Dos criadas utilizaron diminutos tenedores de platino para extraer la carne de los crustáceos y darla al emperador.

Antes de que pudieran traer el siguiente plato, el conde Hasimir Fenring entró como una tromba en el salón, apartando a codazos a los guardias como si fuera inmune a sus armas.

Shaddam se secó la boca con una servilleta.

—¡Ah, Hasimir! ¿Cuándo has regresado de tus viajes? Has estado ausente mucho tiempo.

Fenring apenas podía controlar su voz.

—Has destruido Korona, ¿ummm? ¿Cómo has podido hacer eso sin consultarme antes?

—Por más que se quejen los miembros del Landsraad, pillamos a los richesianos con las manos en la masa.

Shaddam nunca había visto a su amigo tan enfurecido. Cambió al código privado que habían inventado de niños, para que los criados no se enteraran de nada.

—Cálmate, ¿o prefieres que no te vuelva a llamar a Kaitain? Tal como hablamos, necesitábamos potenciar la ventaja mercantil del amal a base de eliminar la melange. Nos hemos librado de otra reserva importante.

Fenring avanzó como un tigre al acecho, cogió una silla y se sentó al lado del emperador.

—Pero utilizaste armas atómicas, Shaddam. ¡No solo atacaste a una Gran Casa, sino que utilizaste armas atómicas prohibidas!

Golpeó la mesa con fuerza.

Shaddam hizo un gesto con los dedos, y las camareras se llevaron los crustáceos. Un muchacho se precipitó demasiado tarde con una jarra de hidromiel, pero Shaddam le rechazó con un ademán y pidió el tercer plato.

El emperador decidió que no alzaría la voz.

—La Gran Convención prohíbe el uso de armas atómicas solo contra gente, Hasimir. Yo utilicé armas atómicas para destruir una estructura hecha por el hombre, una luna artificial donde los richesianos habían guardado una reserva ilegal de especia. Estaba en mi derecho.

—Pero murieron cientos de personas, tal vez miles. Shaddam se encogió de hombros.

—Estaban avisados. Si prefirieron no evacuar a tiempo, yo no tengo la culpa. Lo que pasa, Hasimir, es que no te gusta que emprenda acciones sin consultarte antes. —Fenring echaba chispas, pero el emperador sonreía de una manera exasperante—. Ah, mira, aquí viene el siguiente plato.

Dos hombres robustos entraron cargados con una delgada losa de piedra sobre la cual había un pavo imperial asado a las hierbas. Su piel amarronada todavía crujía a causa del calor.

Los criados se apresuraron a llevar cubiertos y una copa al conde Fenring.

—¿Solicitaste asesoramiento legal antes del ataque, ummm? ¿Para asegurarte de que tus explicaciones darían el pego ante el tribunal del Landsraad?

—A mí me parece de lo más evidente. El Supremo Bashar Garon tomó holoimágenes de toda la escena ocurrida en Korona. Las pruebas son definitivas.

—¿Deseáis que solicite opinión legal, señor? —preguntó a Shaddam, con un suspiro exagerado de paciencia—. ¿Queréis que consulte a vuestros técnicos en leyes y mentats?

—Ah, supongo… Adelante —Shaddam pinchó un pedazo de carne, y se lamió los labios después de saborearla—. Prueba un poco, Hasimir.

El conde pinchó el ave, pero no probó nada.

—Te preocupas demasiado. Además, soy el emperador, y puedo hacer lo que me dé la gana.

Fenring le miró con sus grandes ojos.

—Eres el emperador gracias al apoyo del Landsraad, la CHOAM, la Cofradía Espacial, la Bene Gesserit y otras fuerzas poderosas, ¿ummm? Si disgustas a todas, te quedarás sin nada.

—No se atreverían —dijo Shaddam, y luego bajó la voz—. Ahora soy el único varón Corrino.

—¡Pero hay muchos nobles disponibles que estarían encantados de casarse con tus hijas y continuar la dinastía! —Fenring volvió a golpear la mesa—. Deja que busque una forma de solucionar esto, Shaddam. Creo que tendrás que presentarte ante el Landsraad dentro de, ummm, dos días. Estarán enfurecidos. Tendrás que explicar tus motivos, y hemos de recabar todo el apoyo posible. De lo contrario, y no olvides mis palabras, estallará una revuelta.

—Sí, sí. —Shaddam estaba concentrado en su comida. Después, chasqueó los dedos—. ¿Te quedas para el siguiente plato, Fenring? Son filetes de jabalí de Canidar marinados. Han llegado esta mañana en un crucero, frescos.

Fenring apartó su plato y se puso en pie.

—Me estás dando mucho trabajo. He de empezar de inmediato.

66

La ley siempre tiende a proteger a los fuertes y oprimir a los débiles. La dependencia de la fuerza desgasta la justicia.

Príncipe heredero R
APHAEL
C
ORRINO
,
Preceptos de civilización

Si bien detestaba al arrogante primer ministro Calimar, el barón Harkonnen jamás había esperado que Shaddam utilizara armas atómicas contra la Casa Richese. ¡Armas atómicas! Cuando la noticia llegó a Arrakis, experimentó sentimientos encontrados, y una buena dosis de miedo por su seguridad. Ante el apabullante celo del emperador, nadie estaba seguro, en especial la Casa Harkonnen, que tanto tenía que ocultar.

El barón paseaba arriba y abajo de su sala de estrategia de la residencia de Carthag, mientras miraba por una pared convexa de ventanas de plaz blindado. El sol del desierto entraba a raudales, suavizado por películas filtrantes colocadas en las ventanas de dos centímetros de espesor.

Oyó los preparativos para el desfile militar que pronto tendría lugar en la plaza principal. Había soldados congregados pese al calor de la tarde, cada hombre armado hasta los dientes y vestido con uniforme azul.

El barón había regresado al planeta acompañado por su sobrino. El brutal Rabban, en uno de sus escasos momentos de inteligencia, había sugerido que no se alejaran de las operaciones de especia hasta que se resolvieran los «preocupantes problemas imperiales».

El barón descargó el puño contra una ventana, y el plaz vibró. ¿Hasta dónde pensaba llegar Shaddam? ¡Era una locura! Una docena de familias del Landsraad había entregado voluntariamente fortunas en especia acumulada, con el fin de evitar más demostraciones de ira imperial.

Nadie está a salvo.

Solo era cuestión de tiempo que auditores de la CHOAM vinieran a husmear en las operaciones de especia de Arrakis…, lo cual podría significar el fin del barón y su Gran Casa. A menos que consiguiera esconder todo.

Para agravar todavía más sus problemas, los malditos fremen seguían atacando sus reservas secretas, y habían localizado muchos escondites. Las ratas del desierto eran unos oportunistas, explotaban la situación a sabiendas de que el barón no podría informar de dichos ataques, pues sería como admitir sus delitos.

Gigantescas banderas con el emblema azul Harkonnen se descolgaron por los costados de altos edificios, océanos de tela que pendían en el aire caliente. Habían erigido estatuas de grifos alrededor de la residencia de Carthag, enormes monstruos que parecían dispuestos a desafiar incluso a los gigantescos gusanos de arena. La población estaba congregada en la plaza, tal como había sido ordenado, infelices expulsados de donde solían mendigar y de casas improvisadas para vitorear a su amo.

Por lo general, el barón prefería gastar su riqueza en diversiones personales, pero ahora imitaba al emperador. Con fiestas y espectáculos intimidaría a la población indigente. Se sentía un poco mejor después de la debacle del banquete. En consecuencia, no tenía la menor intención de seguir el modelo Atreides para inspirar amor. El barón Vladimir Harkonnen no quería que sus subditos le amaran, sino que le temieran.

Una correo de la Cofradía se revolvió en la puerta abierta de la sala de estrategia, una demostración de que su paciencia se estaba agotando.

—Barón, mi crucero partirá en menos de dos horas. Si tenéis un paquete para el emperador, dádmelo cuanto antes.

El hombretón, encolerizado, giró en redondo sobre su dispositivo ingrávido, lo cual le hizo perder el equilibrio. Se apoyó contra una pared.

—Esperarás. Una parte importante de mi mensaje consistirá en imágenes del desfile que está a punto de empezar.

El pelo de la correo era corto y de color vino, y sus facciones carecían de todo atractivo.

—Solo me quedaré el tiempo indispensable.

El barón flotó con un gruñido de disgusto hasta su escritorio, con una actitud exagerada de dignidad ofendida. No sabía cómo redactar el resto del mensaje, y Piter de Vries estaba en Kaitain, espiando, de manera que nadie podía ayudarle.

Tal vez tendría que haber conservado con vida al asesor de etiqueta. Pese a sus ridículos modales, Mephistis Cru habría sabido encontrar una frase afortunada.

El barón garrapateó otra frase, y después se reclinó en el asiento, mientras pensaba cómo iba a explicar la reciente racha de «accidentes» y la maquinaria de excavación perdida en Arrakis. En una reciente transmisión imperial, Shaddam había expresado su preocupación por el problema.

Por una vez, el barón se alegraba de que la Cofradía Espacial nunca hubiera logrado establecer una red eficaz de satélites meteorológicos alrededor del planeta. Eso le permitía dar como excusa que se habían desatado breves pero feroces tormentas, lo cual era falso. Pero tal vez había ido demasiado lejos…, y demasiadas pistas apuntaban a sus actividades.

Corren tiempos peligrosos.

«Como ya os he informado antes, señor, los fremen nos acosan —escribió—. Los terroristas destruyen maquinaria, roban nuestros cargamentos de melange y desaparecen en el desierto antes de que se pueda organizar una respuesta militar contundente». El barón se humedeció los labios, mientras intentaba encontrar el tono de arrepentimiento adecuado. «Admito que tal vez hemos sido demasiado benevolentes con ellos, pero ahora que he regresado a Arrakis, me encargaré personalmente de las operaciones de represalia. Aplastaremos a los nativos rebeldes y les obligaremos a inclinarse bajo la férula Harkonnen, en el glorioso nombre de vuestra Majestad Imperial».

Pensó que sus palabras eran quizá un poco exageradas, pero decidió dejar el escrito como estaba. Shaddam no era hombre que se quejara de los cumplidos excesivos.

Los bandoleros fremen habían robado hacía poco un transporte blindado de especia y otra reserva oculta en un pueblo abandonado del desierto. ¿Cómo se habrían enterado esos asquerosos guerrilleros?

La correo continuaba revolviéndose en la puerta, pero el barón no le hizo caso.

«Os prometo que los disturbios no serán tolerados, señor —escribió—. Enviaré informes regulares de nuestros éxitos en la lucha contra los traidores».

Firmó la carta con una rúbrica rebuscada, la introdujo en el cilindro de mensajes y depositó el tubo en la palma de la correo. La mujer de pelo color vino giró en redondo sin decir palabra y se dirigió hacia el espaciopuerto de Carthag.

—Esperad en el crucero las imágenes que acompañarán a ese mensaje —gritó el barón—. Mi desfile está a punto de empezar.

A continuación, hizo llamar a su sobrino para que se reuniera con él en la sala de estrategia. Pese a los numerosos defectos de Rabban, el barón tenía en mente un trabajo que la Bestia podría hacer bien. El corpulento hombre entró, provisto de su inseparable látigo de tintaparra. Con su uniforme azul eléctrico, cargado de medallas y borlas doradas, iba vestido como si fuera a ser el centro de la parada militar que iba a celebrarse en la plaza principal, en lugar de un simple observador.

—Rabban, hemos de demostrar al emperador que estamos muy irritados por las recientes actividades de los fremen.

Los gruesos labios sonrieron con crueldad, como si la Bestia ya anticipara lo que le iban a pedir.

—¿Quieres que capture a algunos sospechosos y los interrogue? Les obligaré a confesar lo que quieras.

Las trompetas resonaron en el exterior, anunciando la llegada de las tropas Harkonnen.

—Eso no es suficiente, Rabban. Quiero que elijas tres pueblos. Me da igual cuáles. Señala con un dedo en el mapa, si quieres. Ve con un comando y arrásalos. Destruye todos los edificios, mata a todos los habitantes, deja solo manchas negras en el desierto. A lo mejor redactaré un edicto explicando sus presuntos crímenes, y tú distribuirás copias entre las ruinas, para que el resto de los fremen pueda leerlas.

Volvieron a sonar trompetas en la plaza. El barón acompañó a su sobrino a la plataforma de observación. Una hosca multitud llenaba la plaza, cuerpos sin lavar cuyo hedor llegaba incluso hasta ellos, que estaban a tres pisos de altura. El barón solo podía imaginar lo insufrible que sería el olor allá abajo, con aquel calor.

—Diviértete —dijo el barón, mientras agitaba sus dedos cargados de anillos—. Un día, tu hermano Feyd será lo bastante mayor para acompañarte en estos… ejercicios de instrucción.

Rabban asintió.

—Enseñaremos a estos bandidos quién tiene el poder real aquí.

El barón contestó en tono distraído.

—Sí, lo sé.

Los soldados se alinearon con sus uniformes ceremoniales, hombres musculosos encantadores, una visión que nunca dejaba de estimular al barón. El desfile empezó.

67

El mismo destino aguarda a todos los hombres: la muerte al final del camino de la vida. Pero en el camino que seguimos estriba la diferencia. Algunos tenemos mapas y objetivos. Otros, están extraviados.

Príncipe R
HOMBUR
V
ERNIUS
,
Meditaciones en una encrucijada del camino

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