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Authors: Carolina Lozano

Tags: #Fantástico

La cazadora de profecías (8 page)

BOOK: La cazadora de profecías
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—Bienvenida a Arsilon, Eyrien de Siarta —dijo el anciano mago—. Es para mí un placer volver a veros.

—Para mí también, mago Hedar —dijo Eyrien.

Aunque no gustaba del contacto con los humanos, aceptó el brazo que le tendía el mago con cordialidad. Hacía tanto tiempo que conocía al jefe de los hechiceros del castillo de Arsilon que ya no sabía los años, aunque entonces el hechicero era joven y aún tenía los cabellos negros como el azabache y una actitud enérgica. Pero ahora el anciano Alto humano se deleitaba en obsequiar a Eyrien con un cálido trato de abuelo afectuoso. Y ella, consciente como era de que la vida de su antiguo compañero de batalla se apagaba mientras que ella seguía siendo muy joven, no podía negarle al anciano aquella dulce alegría.

—No sabíamos si debíamos esperaros para la celebración, Hija de Siarta —dijo el mago—. Pensábamos que no conseguiríamos avisaros a tiempo. Nos hubiese gustado poder planear las cosas con más anticipo, pero necesitábamos contar con el factor sorpresa para traer al príncipe Killian aquí. Si hubiésemos sido menos prudentes con el regreso del heredero de Arsilon, seguro de que le habrían rendido una emboscada por el camino. Así que se nos ocurrió la brillante idea de seguir vuestro ejemplo, Eyrien —dijo Hedar con una sonrisa traviesa, dando unos golpecitos cariñosos en la mano que ella apoyaba en su antebrazo—, y enviamos al joven River como único acompañante del príncipe. Es un buen hechicero y, además, nadie se fijaría en dos simples muchachos viajeros que buscasen aventuras en los caminos. Yo no las tenía todas conmigo, pero felizmente el asunto ha concluido y el príncipe ya está en casa. De hecho, habéis llegado a la vez. Qué grata casualidad, ¿verdad?

Eyrien no contestó. Siguieron avanzando por el corredor hasta la puerta que se abría al fondo y que daba a un salón de la parte trasera del castillo. Estaba lujosamente amueblado pero era acogedor, como todas las estancias del baluarte de Arsilon. A Eyrien le agradaba aquel lugar, se sentía cómoda, pues era casi como su segunda casa. De hecho, desde que iniciara su vida de viajera en nombre de su padre, había pasado más tiempo entre aquellas paredes que en Siarta.

—¿Podrías decirla a Ian que tengo que hablar con él urgentemente? —le dijo Eyrien a Hedar—. Sé que está muy ocupado pero hay asuntos... importantes que atender.

—Ian vendrá en cuanto sepa que estáis aquí, mi dama —dijo Hedar—. Ya sabéis que para él vos sois lo primero. Me alegro de veros, joven Eyrien.

—Yo también, Hedar —dijo Eyrien devolviéndole una cálida sonrisa.

Se quedó mirando la gran puerta de madera de alerce, por donde el hechicero había salido hacia el interior del castillo. Se sentía extrañamente sensible, y supo que se debía a aquella mezcla de sensaciones caóticas y no del todo comprensibles de los últimos días. Así que se relajó y respiró hondo, y descubrió que tenía muchas ganas de ver de nuevo al rey Ian, al que hacía ya tres años que no visitaba. Para ella era muy poco tiempo, pero sabía que descubriría en el rey las huellas del paso del tiempo; los Bajos humanos eran algo menos longevos que los Altos, e Ian ya había sobrepasado la mediana edad. Quizás sólo algunas arruguitas más en el borde de los ojos, o el atisbo de alguna cana en sus cabellos castaños, pero incluso aquellos cambios sutiles le recordarían la brevedad de la vida humana. Se sentó en un sillón forrado a esperar. Por mucha prisa que se diese, Ian tardaría en llegar, aquella parte del castillo era la reservada a los visitantes especiales y por tanto la más lejana, la zona prohibida a todos salvo a unos pocos elegidos.

Al cabo de unos veinte minutos la puerta se abrió de nuevo, y entró por ella un hombre de unos cuarenta años, guapo, para ser humano, y enérgico, con los ojos y los cabellos de un intenso color avellana. Iba ricamente ataviado, aunque de forma sencilla y elegante, como se acostumbraba en Arsilon, y sonrió alegremente cuando se dirigió directo hacia ella.

—Eyrien de Siarta, mi más querida invitada —dijo extendiendo los brazos.

Eyrien le tomó las manos que él le ofrecía y se acercó para besarlo en una mejilla. Como había adivinado, la frente de Ian estaba surcada de algunas marcas más, resultado de las tantas veces que el rey había fruncido el entrecejo con preocupación en aquellos tres años. A Eyrien no le extrañaba, los tiempos se estaban volviendo difíciles para todos.

—Hola, Ian —dijo con una sonrisa—. Me alegro mucho de verte, no has cambiado casi nada.

El rey de Arsilon hizo una mueca divertida.

—Qué tontería. Soy tres años más viejo, y lo sabes —dijo soltando una carcajada—. Aquí la única que no ha cambiado nada eres tú, Eyrien. Sigues siendo la joven más bella de cuantas he conocido. Tan joven y tan bella como cuando te conocí hace veinte años. Sin embargo te veo un poco... pálida. Sí, pálida. ¿Ha sido largo el viaje?

—Eh... no —dijo Eyrien—. ¿Nos sentamos? Sé que estás deseando ver a tu sobrino pero debes saber lo que me ha pasado, porque ha sucedido en las tierras que tú regentas.

Ian frunció un poco el ceño y se acercó a los sillones que descansaban junto a una mesita. Esperó hasta que ella se hubo acomodado frente a él, y entonces se sentó y la miró expectante. Eyrien se apartó los cabellos del lado izquierdo del cuello, dejando al descubierto las marcas rojizas de los colmillos del vampiro. Ian se puso blanco y apretó los brazos del sillón hasta que se le pusieron los nudillos blancos, pero mantuvo caballerosamente la calma.

—¿Estás bien, Eyrien? —preguntó centrándose en lo más importante.

—Podría haber sido peor.

—Y cómo... —dijo Ian, buscando la forma de entender lo que había sucedido—. Eyrien, tú eres una oponente imbatible. ¿Cómo ha podido atraparte un íncubo? ¿Qué te ha pasado?

—Si tengo que decirte la verdad...

—Intenta no hacerlo, a ver si puedes —bromeó Ian.

—Cierto, que tontería. Empiezo a hablar como un humano —dijo Eyrien con un suspiro—. Bueno, no sé lo que sucedió. Yo... ya estaba inconsciente cuando me debió encontrar el vampiro. Así que ni tuve oportunidad de defenderme ni de enterarme siquiera de lo que estaba sucediendo. Ni siquiera lo vi.

—Entonces, ¿cómo es que sigues viva?

—Aparecieron por allí dos chicos humanos.

—¿Tú crees que el vampiro iba a retirarse sólo por eso? —dijo Ian escéptico.

—No —suspiró Eyrien—, pero es la única explicación que tengo en este instante.

Luego le explicó lo que había sucedido tras despertar y encontrarse con los dos muchachos, aunque no le dijo quiénes eran.

—Me alegro de que esos chicos estuvieran contigo —dijo Ian—. Sé que no te hubiesen sido de ninguna ayuda, pero si realmente ahuyentaron de alguna forma a ese maldito ser... Me gustaría saber quiénes son para premiarlos por su demostración de valentía y nobleza.

—No te preocupas, lo sabrás —dijo Eyrien con una sonrisa enigmática.

Sin embargo no dijo nada más, e Ian no preguntó.

—Me alegro muchísimo de que estés bien, Eyrien —le dijo poniendo una mano sobre la de ella—. Si te hubiese sucedido algo, yo...

—Estoy bien —aseguró Eyrien—. Aunque ahora iré a descansar un rato. Realmente me siento un poco débil.

Ian se levantó también y se acercó a ella.

—Descansa tranquila, joven Hija de Siarta. Aquí estarás a salvo.

Ella le sonrió, sabiendo que aquellas eran palabras banales, pero igualmente agradecida de la intención del humano de protegerla; como River, que sin duda se hubiese enfrentado al vampiro por ella. Qué estupidez humana, querer enfrentarse a alguien a quien no podían superar, a un rival al que no le llegaban ni a la suela de los zapatos. Pero lo hacían de corazón, y eso era lo que importaba.

—Gracias, Ian.

—Bien, la cena de mañana será una gran fiesta y conocerás a mis muchachos —dijo Ian contento de nuevo y claramente orgulloso—. Ya verás qué dos chicos. Incluso a ti te van a gustar.

—No lo dudo —dijo Eyrien acentuando su sonrisa.

—También estará aquí Eriesh de Greisan, vendrá con los enanos de Riskaben —dijo Ian.

—¿Eriesh? Quiero verle ahora —dijo Eyrien—. Hay cosas que me gustaría hablar con él.

—Me temo que no puede ser, Eyrien —dijo Ian—. No llegarán aquí hasta mañana.

—Bueno, ya habrá tiempo, también hace mucho tiempo que no lo veo —dijo Eyrien, consolada ante el hecho de que fuera a haber un elfo más en Arsilon, sobre todo uno de confianza—. Ian, ¿podrías traer a un mensajero para que lo envíe rápidamente a Siarta? Tengo que explicar lo sucedido a mi padre. Y hay cosas que tienen que aclararme algunos siartanos a mí.

Ian se quedó algo sorprendido ante el tono duro de las últimas palabras de Eyrien, pero no indagó. Le prometió enviarle al mensajero inmediatamente. Acompañó a la dama élfica hasta la puerta de los aposentos privados que ella tenía en Arsilon, y se separaron.

En el vestíbulo principal del castillo hacía rato que se sucedían las muestras de regocijo de los mayordomos y criados. La mayoría había visto por última vez al príncipe cuando era un niño.

—¡Killian! ¡Mi muchacho! —dijo el rey Ian interrumpiendo los saludos y acercándose como un vendaval a su sobrino—. Cómo te he echado de menos. Mírate, qué alto y guapo y apuesto estás. —Lo estrujó entre sus brazos—. ¡El terror de las doncellas!

—Tío, por favor —dijo Killian sonrojándose un poco—. Yo también te he echado mucho de menos y me alegro de estar en casa. En casa —repitió, y suspiró con júbilo.

—River... —dijo Ian atrayendo al mago de un tirón y abrazándolo también con cariño—. Siento haberos hecho esperar, pero tenía asuntos urgentes que atender. Seguro que sabréis perdonarme.

Ambos jóvenes lo disculparon sin problemas.

—Habéis tardado mucho, chicos —dijo Ian pasando un brazo por el hombro de cada muchacho y llevándolos hacia los sillones de la sala de audiencias principal, donde los había citado—. Ya se me estaba empezando a caer el pelo de la preocupación.

—Espera a que te expliquemos lo que nos ha retenido, tío —dijo Killian emocionado—. River, haz los honores.

—No te lo vas a creer, Ian —dijo River con sus ojos verdes brillando con aquella anormal intensidad que delataba su emoción—. ¡Nos topamos con una Elfa de la Noche en apuros!

—¡No me digas! —dijo Ian soltando una sonora carcajada.

Ahora entendía la divertida expresión de Eyrien, y dejó que los dos muchachos volvieran a explicarle el suceso. Sobre todo entendía lo que significaba para River; todos los Altos humanos sentían una obsesiva fijación por los elfos. Cuando acabó de explicarle el suceso, con la triste y repentina desaparición de la elfa, Ian no pudo evitar sonreír y mirarlo con mucho cariño.

—Bueno muchachos, tengo que decir que sabía ya algo de eso —dijo—. No puedo deciros más ahora, pero sabed que vuestro acto desinteresado cambiará muchas cosas en el camino futuro. Sí, sin duda —dijo, sin saber realmente cuánta razón tenía.

5
Investidura

La primera mañana que Killian pasó en el castillo se levantó muy temprano. Antes de la salida del Sol ya estaba con River desayunando en el salón principal, esperando la llegada del maestro de ceremonias que les diría todo lo que tendrían que hacer en aquel histórico día en que sería investido como príncipe heredero al trono de Arsilon. Al cabo de un rato entró Ian y se sentó a desayunar con ellos, y los tres contemplaron en silencio cómo el sol rojizo amanecía tras el gran ventanal. River no pudo evitar tener un pensamiento para los cabellos de Erynie, que en aquel momento y en algún lugar estarían recibiendo al sol con sus mágicos cambios de color.

—Bueno, bueno —se oyó una voz, demasiado enérgica para aquella hora de la mañana, entrando por la puerta—. Hay mucho que hacer, así que se acabó el desayuno. ¡Señor River! Haz el favor de sentarte erguido, como un caballero y no como un vulgar campesino.

River suspiró sonoramente y se irguió. Se giró para mirar a Killian, pues el príncipe aún no tenía el dudoso gusto de conocer al maestro de ceremonias. Éste lo miraba con gesto aturdido mientras el hombre entraba y desplegaba una enorme tabla cronológica sobre la mesa, murmurando cosas ininteligibles pero con evidente emoción. Yinser, el maestro de ceremonias de la casa de Arsilon, era un hombre alto y demasiado delgado que, pese a la fragilidad de su figura, tenía una energía excesiva que ponía al servicio de un celoso fervor por la etiqueta y la ceremonia. Ian soportaba a su relaciones públicas con diplomacia y buen humor, pero River lo aborrecía hasta extremos insospechados.

—Bien, vamos a ver —dijo Yinser con su agudo tono de voz—. A las doce Ian pronunciará su discurso a la multitudinaria plebe que se habrá concentrado en...

—¿Por qué los llamas plebe? —interrumpió River. Yinser apoyó las manos en la mesa con aspecto irritado—. No son plebe, son personas. No los trates como si valieran menos que tú o que yo.

—Yo estoy de acuerdo —lo apoyó rápidamente Killian al ver la mirada asesina del maestro.

Yinser siguió con su lista de eventos sin decir nada más al respecto, aunque estaba claro que parte de la excitación inicial se había esfumado.

—Bien. La
gente
se habrá reunido en los jardines delanteros del castillo a escuchar el discurso de su rey. Cuando éste finalice a las doce y quince, tú, Killian, saldrás a la terraza acompañado de River y saludarás a la gente hasta las doce y treinta.

—¿Voy a estar saludando en la terraza durante quince minutos como un pasmarote?

Yinser suspiró exasperado. Y siguió la lista de actividades: La comida con los nobles y burgueses; por la tarde, paseo a caballo por la ciudad y un pequeño entrenamiento bélico en el patio de armas de la ciudadela con los soldados, para deleite de la gente y para demostrar las formidables aptitudes bélicas del futuro rey; otro paseo por las afueras; la distribución de buen vino a los ciudadanos para brindar por el príncipe y, al fin, el retorno al castillo para el banquete y el baile. Fue aquí donde River y Killian empezaron a prestar atención de verdad.

—Bien, vamos a ver... —dijo Yinser rebuscando una lista de invitados que tenía escondida por alguna parte—. Veamos a quién hemos conseguido avisar... Vaya, bien, hemos conseguido avisar a Eriesh de Greisan.

—¿Quién es Eriesh de Greisan? —preguntó River muerto de curiosidad.

Yinser le dirigió una mirada fulminante, por lo que River se aclaró la garganta con afectación.

—Perdonad que os interrumpa, señores —dijo con voz atiplada—. ¿Pero podríais decirme quién es Eriesh de Greisan, por favor?

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