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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La chica del tambor (11 page)

BOOK: La chica del tambor
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Charlie había estado representando el papel de Juana de Arco, teniendo que soportar hasta lo indecible al Delfín, que estaba siempre a la que saltaba y procuraba robarle protagonismo cada vez que ella abría la boca. De modo que hubo de llegar la última escena para que Charlie se fijara por primera vez en él, sentado entre los colegiales en la primera fila de la platea semivacía. Si la iluminación no hubiera sido tan tenue, ella probablemente no le habría visto ni siquiera entonces, pero los focos de la compañía se habían quedado en Derby por alguna razón, así que no había el típico deslumbramiento que suele empañar la visión desde el escenario. Al principio le había tomado por un maestro, pero cuando los chavales desalojaron la sala, él permaneció en su butaca leyendo lo que ella pensó sería el texto de la obra o quizá la introducción. Y cuando se alzó el telón y empezó la función de noche, el hombre seguía allí, en el mismo sitio, clavando en ella su plácida e insensible mirada exactamente igual que antes; y al caer definitivamente el telón, lo que sintió fue que le privaran de su presencia.

Pocos días después, en York, cuando ya se había olvidado de él, pudo haber jurado que le veía de nuevo, pero no estaba segura; los focos de escenario eran tan buenos que le fue imposible traspasar su halo con la mirada. Y el desconocido tampoco se quedó en su sitio durante el entreacto. Pese a todo, hubiera jurado que
era
la misma cara, en primera fila y hacia el centro, la que parecía vuelta hacia ella en éxtasis, y también el mismo blazer rojo. ¿Sería un crítico? ¿Un productor? ¿Un agente? ¿Un director? ¿Sería, acaso, de la empresa de la City que había asumido el patrocinio de su compañía en lugar del Arts Council? Estaba demasiado flaco, demasiado alerta pese a su inmovilidad, para ser un mecenas profesional verificando los frutos de su inversión. En cuanto a los críticos, agentes y demás, era un milagro si se quedaban un solo acto, y no digamos dos representaciones consecutivas. Y cuando le vio por tercera vez -o creyó verle- justo antes de irse de vacaciones, la última noche de su gira, apostado a la entrada de artistas del pequeño teatro del East End, ella estuvo tentada de abordarle sin más y preguntarle qué buscaba, si era un «destripador» en potencia o sólo un vulgar maníaco sexual como los demás. Pero la contuvo su aire de solícita rectitud.

El verle ahora, por consiguiente -a menos de un metro de ella, aparentemente ajeno a su presencia, contemplando los libros con el mismo interés solemne que sólo unos días antes le había prodigado-, la sumió en un estado de extraordinaria agitación. Charlie se volvió hacia él, advirtió su no aturdido encaro, y por un momento le miró con más furia de la que él había mostrado nunca al mirarla. Tenía además la ventaja de unas gafas de sol que se había puesto para disimular sus cardenales. Visto de tan cerca, le pareció sorprendentemente más viejo de lo que había imaginado al principio, y más flaco también. Pensó que no le habría ido mal dormir un poco, y se preguntó si no estaría sufriendo de
jet-lag
pues el contorno de sus ojos mostraba una clara inclinación descendente. Pero él no le ofreció a cambio un solo parpadeo de reconocimiento o de excitación. Dejando el
Herald Tribune
de nuevo en su sitio, Charlie se batió en rápida retirada hacia la segura cantina de la zona portuaria.

Estoy loca, pensó, mientras se llevaba a la boca una temblorosa taza de café. Todo me lo hago yo. Será su doble. No debería haberme tragado ese ácido que me pasó Lucy para animarme después de la paliza que me dio Long Al. Había leído en alguna parte que la sensación de
dejà vu
era la consecuencia de un error de comunicación entre cerebro y vista. Pero al mirar hacia la calle por donde había venido, le distinguió sensible por igual a la vista y al intelecto, sentado en la siguiente cantina y tocado con una gorra blanca de golf muy inclinada hacia adelante para protegerse los ojos del sol, mientras leía su libro de bolsillo:
Conversaciones con Allende,
de Debray, en inglés. No hacía ni dos días que ella había pensado en comprarlo.

Ha venido por mi alma, se dijo al pasar garbosamente por delante de él a fin de demostrarle su inmunidad. Pero bueno, ¿cuándo le he prometido yo que se la iba a dar?

Aquella misma tarde, efectivamente, José tomó posiciones en la playa a menos de veinte metros del campamento de la familia; vistiendo un recatado y monástico bañador de color negro, y con una cantimplora de estaño de la que sorbía frugalmente de vez en cuando, como si el próximo oasis estuviera a un día de marcha; sin levantar la vista en ningún momento, sin prestar la mínima atención, leyendo su Debray bajo la sombra de su holgada gorra blanca de golf. Pero, eso sí, siguiendo todos los movimientos de ella (Charlie lo sabía, aunque sólo fuera por la inclinación y la quietud de su hermosa cabeza.) De todas las playas que había en Mykonos, había tenido que escoger aquélla. De todos los puntos de la playa, había tenido que ir a para a ése, en lo alto de las dunas desde donde dominaba cualquier posible acercamiento, estuviera ella nadando o yendo a buscarle a Al otra botella de retsina al merendero. Desde su elevada madriguera podía dispararle a placer, y nada podía hacer ella, en cambio, para sacarle de allí arriba. Decírselo a Long Al habría sido exponerse al ridículo y a algo peor; no tenía intención de darle esa oportunidad de oro para que la despreciara por sus fantasías recurrentes. Decírselo a otro habría sido como contárselo a Al: se habría enterado el mismo día. No tenía más solución que guardarse el secreto, y eso era lo que en el fondo quería.

Por lo tanto no hizo nada, ni él tampoco, aunque ella sabía que pese a todo él estaba esperando; podía notar la paciente disciplina con que contaba las horas. Incluso tumbado como un muerto, había en su ágil cuerpo moreno una actitud de misteriosa alerta que el sol se encargaba de transmitir. A veces la tensión parecía estallar dentro de él, y se ponía en pie de un salto, se quitaba el sombrero, bajaba muy serio de su duna como un salvaje sin lanza y se zambullía sin hacer ruido, alterando apenas la superficie del agua. Ella esperaba; y seguía esperando. Se habría ahogado, sin duda. Hasta que al fin, cuando le daba definitivamente por perdido, él asomaba a lo lejos en plena bahía, nadando en un estilo libre, pausado y perfecto como si le quedaran aún kilómetros por recorrer, su negra cabeza de pelo corto reluciente como la de una foca. Cerca suyo pasaban lanchas motoras a toda velocidad, pero él no les hacía caso. Había chicas, pero su cabeza jamás se volvía a mirarlas (ella se encargaba de vigilar). Y después del baño, su lenta y metódica sucesión de ejercicios gimnásticos antes de volver a ponerse la gorra de golf y seguir con su lectura de Allende y Debray.

¿Quién es su dueño?, se preguntaba ella impotente. ¿Quién escribe su papel, quién le dirige? Él estaba actuando para ella, tal como ella había hecho a su vez en Inglaterra. Era un comediante, también él. Con aquel sol abrasador brillando entre el cielo y la arena, Charlie podía quedarse mirando su afilado y maduro cuerpo horas y horas, utilizándolo como blanco de sus exaltadas especulaciones. Tú para mí, pensó; yo para ti; estos críos no entienden nada. Pero cuando llegó la hora de comer y todos ellos pasaron frente a su ciudadela camino de la cantina, Charlie se enfadó al ver que Lucy separaba su brazo del de Robert y le saludaba impúdicamente, luciendo al mismo tiempo las caderas.

–¿A que está como un
tren
? -dijo Lucy en voz alta-. Yo, es que me lo comería ahora mismo.

–Y yo -dijo Willy, más alto aún-. ¿Verdad, Pauly?

Pero él no les hizo caso. Por la tarde, Al la llevó hasta la granja, donde hicieron el amor con furia y sin afecto. Al volver a la playa al caer la tarde y ver que él no estaba, ella se sintió mal por haber sido infiel a su hombre secreto. Entonces se preguntó si sería conveniente recorrer los locales nocturnos en su busca. Ya que no lograba comunicarse con él de día, optó por pensar que era de hábitos nocturnos.

A la mañana siguiente ella decidió no bajar a la playa. Por la noche, la fuerza de su fijación la había advertido primero y asustado después, despertándose decidida a acabar con aquello. Tumbada junto a la mole durmiente de Al, se imaginó a sí misma locamente enamorada de alguien con quien no había cruzado una palabra, figurándoselo de mil y una maneras, dejando a Al en la estacada y huyendo con él para siempre. A los dieciséis años una imbecilidad como ésta se podía permitir; a los veintiséis era indecente. Una cosa era dejar a Al en la estacada, eso tendría que ocurrir un día u otro, y otra distinta perseguir una ilusión con gorra de golf, ni siquiera en Mykonos y de vacaciones. De modo que hizo lo mismo que el día anterior, pero comprobó desilusionada que esta vez él no aparecía a su espalda en la librería ni iba a tomar café a la cantina contigua a la suya; y tampoco, cuando ella fue a mirar los escaparates de las tiendas de la zona portuaria, apareció su reflejo junto al de ella como seguía confiando que ocurriría. Al reunirse en la cantina con la familia para comer, se enteró que en su ausencia le habían puesto por nombre José.

No tenía nada de excepcional: la familia adjudicaba nombres a todos aquellos que atraían su atención, por lo general personajes del cine o del teatro, y la ética exigía que, una vez aprobados, fuesen adoptados mayoritariamente. Su Bosola de
La duquesa de Malfi,
por ejemplo, era un nervioso naviero sueco de mirada fugaz para la carne, su Ofelia una gigantesca matrona de Frankfurt que lucía una gorra de baño con flores rosas y nada más. Pero José, manifestaron ellos, debía su nombre a su aspecto semítico y a la bata de rayas multicolores que se ponía sobre el bañador negro cuando bajaba a la playa o se iba de allí. José también por su estirada actitud para con los demás mortales y ese aspecto de ser el elegido en detrimento de otros no tan favorecidos por la suerte. José, el hermano despreciado, apartado de todos con su cantimplora y su libro.

Desde su sitio en la mesa, Charlie asistió sombríamente a la cruel anexión de su secreto por parte de los demás. Alastair, que se sentía en peligro tan pronto alguien recibía algún elogio sin su consentimiento, estaba sirviéndose un poco de cerveza de la lata de Robert.

–¿José? Chorradas -anunció con descaro-. Ese tío es un marica de mierda, como Willy y Pauly. Está buscando ligue, sabéis. Él y sus ojillos sicalípticos, me gustaría partirle la cara. Y eso voy a hacer.

Pero aquel día Charlie estaba totalmente harta de Alastair, harta de ser al mismo tiempo su esclava fascista personal y su madre tierra. Normalmente Charlie no era tan demoledora, pero la creciente repugnancia que sentía por Al estaba ahora en guerra con sus sentimientos de culpa respecto a José.

–Pues si es marica, ¿qué falta le hace exhibirse por aquí, gilipollas? -le preguntó ella fieramente, volviéndose hacia él para hacerle una espantosa mueca de ira-. Qué demonios, dos playas más arriba puede escoger entre un montón de locas griegas. Y tú también, anda.

Haciéndose eco de tan imprudente consejo, Alastair le propinó un fuerte bofetón en la mejilla, haciendo que la cara se le pusiera blanca y luego colorada.

Sus especulaciones se prolongaron toda la tarde. José era un mirón, un merodeador, un exhibicionista, un asesino, un culturista, un travesti, un miembro del partido conservador. Pero como de costumbre fue Alastair quien aportó la definitiva solución:

–¡Un mamón es lo que es, la madre que lo parió! -dijo, escupiendo las palabras, y se chupó los dientes delanteros para subrayar lo astuto de su percepción.

Pero el propio José actuaba tan ajeno a estos insultos como incluso Charlie deseaba, tanto más cuanto que a media tarde, cuando el sol y la hierba los habían sumido en una virtual estulticia -a todos excepto a Charlie, una vez más- acabaron decidiendo que era muy enrollado, lo cual fue su cumplido final. Y pese a este cambio dramático, fue Alastair una vez más quien llevó la voz cantante. A José no iban a quitárselo de encima ellos, ni nadie se lo iba a ligar, ni Lucy ni la parejita. Era enrollado pero también impasible, como el propio Alastair. Tenía su territorio, y toda su presencia lo afirmaba así: nadie me dice por dónde tengo que ir, aquí es donde me he plantado. Enrollado pero impasible. Bakunin le hubiera puesto un diez.

–Es enrollado y me gusta -concluyó Alastair mientras acariciaba pensativamente la sedosa espalda de Lucy, bajando hasta el bikini y volviendo a empezar-. Si José fuera una mujer, ya sabría
yo
qué hacer con él. ¿No es cierto, Lucy?

Al poco rato, Lucy se había levantado, la única persona erguida en el rielante calor de la playa.

–¿Quién dice que no me lo voy a ligar? -dijo, despojándose de su traje de baño.

Ahora bien, Lucy era rubia, de caderas anchas y tentadora como una manzana. Hacía papeles de camarera, de puta, de galán, pero su especialidad eran las adolescentes ninfómanas, y era capaz de ligarse a quien le diera la gana con una simple caída de pestañas. Tras anudarse una bata blanca de baño bajo los pechos, cogió una jarra de vino y un vaso de plástico y echó a andar hacia el pie de la duna con la jarra en la cabeza, meneando las caderas, haciendo su propia interpretación satírica de una hollywoodiense diosa griega. Tras subir la pequeña cuesta de arena, Lucy posó una rodilla en el suelo, al lado de él, y escanció el vino desde muy arriba, dejando que la bata le resbalara al hacerlo. Al tenderle el vaso, optó por dirigirse a él en francés, o en lo que ella sabía de ese idioma.

–Aimez-vous?
-le preguntó.

José no demostró haber reparado en su presencia. Pasó una página, observó luego su sombra y sólo entonces rodó sobre un costado y, tras una mirada crítica de sus ojos oscuros desde la sombra de su gorra de golf, aceptó el vaso y bebió solemnemente a su salud. A unos veinte metros el club de fans de Lucy aplaudía a rabiar o emitía gruñidos de fatua aprobación como los que se oyen en la Cámara de los Comunes.

–Tú debes de ser Hera -le comentó José a Lucy con la misma emotividad que si estuviera consultando un mapa. Y fue entonces cuando tuvo lugar el gran descubrimiento: ¡qué cicatrices tenía!

Lucy apenas pudo contenerse. La más atractiva de todas ellas era un limpio orificio del tamaño de una moneda de cinco peniques, parecido a esas pegatinas representando un agujero de bala que Willy y Pauly llevaban en su Mini, ¡sólo que ésta estaba en el lado izquierdo del abdomen! No podía verse a cierta distancia, pero cuando Lucy la tocó pudo notar su lisura y dureza sorprendentes.

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