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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La chica del tambor (7 page)

BOOK: La chica del tambor
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Al día siguiente se produjo la desgracia que había estado esperando y no estaba aún en condiciones de evitar. Fue una cosa terrible, pero le sirvió de mucho. Un joven poeta israelí de visita en la Universidad de Leiden, en Holanda, adonde había acudido para recibir un premio, fue hecho pedazos mientras desayunaba por un paquete bomba entregado en su hotel en la mañana de su vigésimo quinto aniversario. Kurtz estaba en su despacho cuando llegó la noticia, y supo encajarla como un viejo boxeador profesional aguantando un directo: reculó, sus ojos se cerraron un instante, pero horas después se encontraba en el cuarto de Gavron con un pliegue de carpetas bajo el brazo y dos versiones de su plan operativo en la mano, una para el propio Gavron y la otra, mucho más difusa, para el comité de Gavron formado por políticos nerviosos y generales hambrientos de guerra.

Lo que pasó exactamente entre los dos hombres no pudo saberse al principio, puesto que ni Kurtz ni Gavron eran dados a confidencias. Pero a la mañana siguiente Kurtz se hallaba ya al descubierto, a buen seguro con algún tipo de autorización, enrolando nuevos efectivos. Para ello utilizó como intermediario al entusiasta Litvak, un
sabra,
un
apparatchik
entrenado a conciencia y capaz de moverse entre los altamente motivados jóvenes de Gavron, que Kurtz juzgaba para sí gente rígida y difícil de manejar. El benjamín de esta familia reunida con tantas prisas era Oded, un joven de veintitrés años del mismo kibbutz que Litvak y, al igual que éste, licenciado en los prestigiosos sayaret. El abuelo era un georgiano de setenta años llamado Bougaschwili, «Schwili» para abreviar. Era completamente calvo, tenía los hombros caídos y llevaba pantalones que parecían de payaso -o muy bajos de tiro y cortos de pernera-. Un sombrero flexible, que no se quitaba bajo techo ni al descubierto, coronaba la exótica hechura. Schwili había empezado su carrera como contrabandista y timador, empleos no poco comunes en su región natal, pero al llegar a la madurez había cambiado de oficio para convertirse en falsificador de todo lo imaginable. Su máxima gesta había sido realizada en Lubianka, donde falsificó documentos para otros reclusos a partir de números atrasados de 
Pravda,
volviendo a convertirlos en pasta para hacer su propio papel. Por fin liberado, había aplicado ese mismo talento al terreno de las bellas artes, tanto como falsificador cuanto como experto contratado por importantes galerías. Aseguraba haber tenido varias veces el placer de autentificar sus propias falsificaciones. Kurtz sentía un gran aprecio por Schwili y siempre que le sobraban diez minutos lo llevaba a una heladería que había al pie de la colina y le invitaba a uno doble de caramelo, que era el preferido de Schwili.

Kurtz le proporcionó a Schwili dos de los más inverosímiles ayudantes que se pueda imaginar. El primero -un hallazgo de Litvak- era un licenciado por la Universidad de Londres llamado León, un israelí que sin él desearlo había pasado su infancia en Inglaterra, pues su padre era un
macher
de kibbutz que había sido enviado a Europa como representante de una cooperativa de marketing, siendo
macher
la palabra que se utiliza en yiddish para designar a un entrometido o a un culo de mal asiento. En Londres, León se había interesado por la literatura, editado una revista y publicado una novela que pasó completamente inadvertida. Sus tres años de servicio obligatorio en las fuerzas armadas israelíes le dejaron por los suelos y, una vez licenciado, había vuelto a la realidad en Tel Aviv, donde entró a formar parte de uno de los muchos semanarios intelectuales que, como las chicas bonitas, vienen y se van. Cuando la revista se fue a pique, León se encargaba ya él solo de escribirla. Y sin embargo, entre la juventud de Tel Aviv, claustrofóbica y obsesionada por la paz, León experimentó el profundo renacer de su identidad como judío y con ello un ardiente deseo de liberar a Israel de sus enemigos, pasados y futuros.

–A partir de ahora -le dijo Kurtz- escribirás para mí. No vas a tener muchos lectores. Pero los que tengas, sabrán apreciar tus escritos.

El segundo ayudante de Schwili fue una tal Miss Bach, una discreta mujer de negocios nacida en South Bend, Indiana. Impresionado tanto por su inteligencia como por su aspecto nada judío, Kurtz había reclutado a Miss Bach, la había adiestrado en múltiples habilidades y la había enviado finalmente a Damasco en calidad de profesora de programación por ordenador. A partir de entonces y durante varios años, la sosegada Miss Bach informó asiduamente sobre la capacidad y disposición de los sistemas de radar aéreo de Siria. Una vez de regreso, Miss Bach había mencionado con añoranza la posibilidad de empezar una existencia tranquila como residente en la orilla occidental cuando la nueva convocatoria de Kurtz la sacó de esta aflicción.

Por consiguiente, Schwili, León y Miss Bach: el Comité Literario, como llamó Kurtz al incongruente terceto, y le dio un rango especial dentro de su cada vez más extenso como ejército privado.

En Munich, su quehacer era de tipo administrativo, pero Kurtz se puso a ello con callada modestia, obligando a su impulsiva naturaleza a adoptar el molde más modesto posible. No menos de seis miembros de su nuevo equipo estaban ya instalados allí, ocupando dos establecimientos completamente separados uno del otro y en zonas muy distintas de la ciudad. El primer equipo consistía en dos hombres de exterior. Deberían haber sido cinco, pero Misha Gavron seguía decidido a atarle corto, de modo que fueron sólo dos. Recogieron a Kurtz no en el aeropuerto sino en un sombrío café de Schwabing, utilizando para ello una destartalada camioneta de unas obras -la propia camioneta era un ahorro- y le llevaron oculto a la Ciudad Olímpica, a uno de sus oscuros aparcamientos subterráneos, guarida predilecta de atracadores y prostitutas de ambos sexos. La Ciudad, por supuesto, no es en absoluto una ciudad, sino una desamparada ciudadela de hormigón gris en vías de desintegración, que recuerda más un poblado israelí que a nada de lo que uno pueda encontrar en Baviera. De uno de sus enormes aparcamientos subterráneos, le hicieron salir por una mugrienta escalera con graffiti borroneados en multitud de idiomas, y atravesando pequeños jardines de azotea llegaron a un apartamento dúplex que habían alquilado por poco tiempo parcialmente amueblado. De puertas afuera hablaban en inglés y le llamaban «señor» pero dentro se dirigían a su jefe por el nombre de «Marty» y le hablaban respetuosamente en hebreo.

El apartamento, situado en lo alto de una casa que hacía esquina, estaba repleto de curiosos fragmentos de iluminación fotográfica y cámaras prodigiosas montadas en trípodes, así como de magnetófonos y pantallas de proyección. El apartamento se enorgullecía de su escalera de teca y de su rústica galería de pacotilla, que cencerreaba cuando entraban pisando demasiado fuerte. De allí se abría un dormitorio sobrante de cuatro metros por tres y medio, provisto de una claraboya practicada en el ángulo de inclinación del tejado, que como le explicaron habían tapado primero con mantas, luego con cartón y después con varios centímetros de relleno de guata sujeto con tiras de cinta adhesiva negra. Paredes, suelo y techo estaban acolchados de la misma forma, y el resultado era una mezcla de moderno refugio para sacerdotes perseguidos y celda de manicomio. Habían reforzado la puerta mediante unas placas de metal laminado, instalando en su interior una pequeña área de cristal blindado a la altura de la cabeza, de varios grosores, sobre la cual habían colgado un letrero de cartón que decía «cuarto oscuro. Prohibida la entrada» y debajo,
«Dunkelkammer kein Eintritt!».
Kurtz hizo entrar a uno de ellos en el cuarto, cerrar la puerta y chillar lo más fuerte que pudiera. Al oír tan sólo una especie de arañazo ronco, Kurtz dio su aprobación.

El resto del apartamento estaba bien ventilado pero, como la Ciudad Olímpica, espantosamente descuidado. Las ventanas de la cara norte daban una lúgubre vista de la carretera a Dachau, en cuyo campo de concentración habían muerto tantos judíos, y lo irónico de la situación no escapaba a ninguno de los presentes; más aún desde que la policía bávara, con frustrante falta de sensibilidad, había alejado su escuadra ligera en los barracones que allí había. Un poco más a mano pudieron señalarle a Kurtz el lugar exacto donde, más recientemente, los comandos palestinos habían irrumpido en los alojamientos de los atletas israelíes matando a algunos en el acto y llevándose al resto hasta el aeropuerto militar, donde los mataron también. Justo al lado de su apartamento, le explicaron a Kurtz, había una comuna de estudiantes; debajo no había nadie de momento, porque la última inquilina se había suicidado. Tras haber recorrido todo el piso por sí solo y considerado las entradas y vías de escape, Kurtz decidió que había que alquilar también el piso de abajo, y ese mismo día telefoneó a cierto abogado de Nüremberg dándole instrucciones para que se ocupara del contrato. Los muchachos se habían encargado por su cuenta de adoptar un aspecto que llamara poco la atención, y uno de ellos -el joven Oded- se había dejado barba. Según sus pasaportes eran argentinos, fotógrafos de profesión, qué clase de fotógrafos nadie lo sabía ni le importaba. A veces, le dijeron a Kurtz, para dar a su casa un aire de naturalidad y excepcionalidad, avisaban a sus vecinos que iban a organizar una fiesta a altas horas de la noche, cuya única evidencia era la música a todo volumen y las botellas vacías en el cubo de la basura. Pero en realidad nadie que no fueran ellos habían entrado en el apartamento, salvo el mensajero del otro equipo: ni invitados ni visitas de ningún tipo. En cuanto a mujeres, ni hablar de ello. Habían borrado a las mujeres de su mente hasta que estuvieran de vuelta en Jerusalén.

Una vez que hubieron informado de todo esto a Kurtz y hablado de asuntos tales como los gastos extra de transporte y de si sería o no buena idea colocar argollas de hierro en las paredes acolchadas del cuarto oscuro -Kurtz estuvo a favor-, le llevaron, a instancias suyas, a dar una vuelta y tomar lo que él llamó un poco de aire fresco. Pasearon por los ricos barrios estudiantiles, se demoraron en una escuela de alfarería, una de carpintería y en lo que se anunciaba con orgullo como la primera escuela de natación del mundo construida para niños muy pequeños, y leyeron los eslóganes anarquistas y pintarrajeados en las puertas de las casitas. Hasta que inevitablemente, por pura ley de la gravedad, se encontraron frente a la malhadada casa donde casi diez años atrás el ataque contra los atletas israelíes había conmocionado al mundo. Una lápida grabada en hebreo y en alemán conmemoraba a los once muertos. Once u once mil, el sentimiento de indignación que compartían era idéntico.

–No lo olvidéis nunca -ordenó innecesariamente Kurtz cuando volvían a la camioneta.

De la Ciudad Olímpica, llevaron a Kurtz al centro de Munich, donde se dejó perder a propósito un buen rato dejando que sus pasos le condujeran al azar, hasta que los muchachos, que le seguían de cerca, le hicieron la señal de que podía ir a su próxima cita. El contraste entre el último sitio y el nuevo no podía ser mayor. La cita era en la planta superior de una ostentosa casa de frontones altos en el corazón mismo del Munich elegante. La calle era estrecha, adoquinada y cara. Destacaba un restaurante suizo y un diseñador exclusivo que parecía no vender nada, aunque sin duda le iban bien las cosas. Kurtz subió al piso por una oscura escalera y la puerta se abrió frente a él al pisar el último peldaño; le habían visto cruzar la calle mediante la pequeña pantalla de televisión en circuito cerrado. Kurtz entró sin decir palabra. Eran hombres mayores que los dos que habían ido a recibirle; padres más que hijos. Tenían la clásica palidez de los que están hechos a esperar, y se movían con una especie de resignación, especialmente cuando iban de aquí a allá en calcetines, evitando tropezarse. Se trataba de observadores estáticos profesionales, una sociedad secreta incluso en la propia Jerusalén. La cortina de encaje estaba corrida; afuera había anochecido y también dentro del piso, y todo parecía estar saturado de un aire de triste abandono. Entre el mobiliario Biedermeier de imitación se amontonaba una colección de aparatos electrónicos y ópticos, incluyendo antenas interiores de diseños diversos. Pero en la penumbra sus formas espectrales no hacían sino sumarse a ese estado de congoja imperante.

Kurtz abrazó brevemente a cada uno de ellos. Luego, mientras tomaban queso, galletas y té, el mayor, que se llamaba Lenny, relató a Kurtz los pormenores del estilo de vida de Yanuka, pasando completamente por alto el hecho de que en todo este tiempo Kurtz había estado pendiente hasta de los menores detalles: las llamadas telefónicas de Yanuka, hechas o recibidas, sus últimos visitantes, sus últimas chicas. Lenny tenía un gran corazón, pero desconfiaba un poco de la gente a la que no estaba observando. Tenía orejas grandes y una cara fea y de facciones descompensadas; tal vez por esa razón evitaba la dura mirada del mundo exterior. Llevaba un chaleco gris, grande y tejido a mano, que parecía una cota de malla. En otras circunstancias Kurtz se cansaba enseguida de tantos detalles, pero respetó a Lenny y prestó la máxima atención a todo cuanto aquel le decía, asintiendo, felicitándole y haciendo todo lo que el otro esperaba de él.

–Este Yanuka es un joven muy normal -argumentó seriamente Lenny-. Le admiran los tenderos. Le admiran los amigos. Es una persona simpática y popular, Marty. Estudia, le gusta divertirse, habla mucho, es un individuo formal con sanos apetitos. -Al captar la mirada de Kurtz se sintió un poco ridículo-. A ratos resulta difícil creer en su otra personalidad, Marty, te lo digo en serio.

Kurtz le aseguró que lo comprendía perfectamente. En eso estaba cuando se encendió una luz en la ventana de mansarda del piso que estaba justo enfrente, al otro lado de la calle. Sin nada cerca que estuviera iluminado, el rectángulo amarillo resplandeció como la llamada de un amante. Joshua, uno de los hombres de Lenny, se acercó de puntillas y sin decir palabra a unos prismáticos montados sobre un trípode, mientras Lenny se agachaba junto a un radiorreceptor y se pegaba el auricular al oído.

–¿Quieres echar un vistazo, Marty? -propuso, esperanzado, Lenny-. Por la sonrisa de Joshua, veo que esta noche tiene una buena vista de Yanuka. Si esperamos mucho, nos correrá la cortina. ¿Qué ves, Joshua? ¿Se ha emperifollado Yanuka para salir? ¿Con quién está hablando por teléfono? Seguro que con una chica.

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