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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La chica del tambor (5 page)

BOOK: La chica del tambor
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Nadie dudaba de que funcionase, casi todos se lo sabían de memoria, pero pese a ello, y durante un momento, le pareció a Alexis que los espectadores compartían un involuntario estremecimiento cuando la bombilla pestañeó alegremente su señal. Sólo Schulmann parecía inmune. Puede que haya visto demasiado, pensó Alexis, y que no sepa ya lo que es la compasión. Pues Schulmann ignoraba por completo la bombilla y permanecía inclinado sobre la maqueta con una amplia sonrisa y la mirada crítica de un entendido en la materia.

Un parlamentario, deseoso de lucir sus excelencias, quiso saber por qué la bomba no había estallado a tiempo.

–La bomba estuvo catorce horas dentro de la casa -objetó en un sedoso inglés-. La aguja grande gira como máximo una hora. La aguja pequeña lo hace durante doce. ¿Cómo se explica, vamos a ver, esas catorce horas en una bomba que tiene como tope un máximo de doce?

Para todas las preguntas, el silesio tenía a punto un discurso. Mientras procedía a ello, Schulmann, sin abandonar su complaciente sonrisa, empezó a tantear con sus gruesos dedos los bordes de la maqueta, como si se le hubiera perdido algo en el relleno que había debajo. El silesio dijo que el reloj debía de haber fallado, que posiblemente el viaje hasta la Drosselstrasse habría estropeado el mecanismo, que el agregado laboral, al dejar la maleta sobre la cama de Elke, habría desencajado el circuito, o que como el reloj era barato se habría parado y puesto en marcha otra vez. En fin, cualquier cosa, pensó Alexis, incapaz de contener su enfado.

Pero Schulmann tenía una sugerencia mucho más ingeniosa que hacer:

–O que el terrorista en cuestión no quitó pintura suficiente de la manecilla del reloj -dijo como en un despistado aparte mientras fijaba su atención en los goznes del facsímil de maleta. Sacándose del bolsillo una vieja navaja del ejército, seleccionó de entre sus accesorios una escarpia gruesa y se puso a hurgar detrás de la cabeza del tornillo del gozne, confirmando para sí la facilidad con que se podía quitar-. La gente de su laboratorio rascó toda la pintura. Pero puede que el terrorista en cuestión no hiciera un trabajo tan científico como ellos -dijo al cerrar la navaja con un chasquido-. Puede que no supiera tanto. Que no fuese tan concienzudo en su trabajo.

Pero si era una chica…, protestó mentalmente Alexis al punto; ¿por qué de repente emplea Schulmann el masculino, si se supone que hemos de pensar en una bonita muchacha con un vestido azul? Ajeno -al menos de momento- al hecho de haberle pisado la escena al silesio en plena actuación, Schulmann dirigió ahora su atención a la trampa explosiva casera de dentro de la tapa, dando unos ligeros tirones al trocito de cable que estaba engrapado al forro y unido a un taco en la boca de la pinza de la ropa.

–¿Algo interesante, herr Schulmann? -inquirió el silesio con angelical continencia-. ¿Ha encontrado una pista, quizá? Cuente, cuente, puede que nos interese.

Schulmann sopesó la generosa oferta del silesio.

–Hay poco cable -anunció, regresando al aparador para rebuscar entre los espeluznantes objetos exhibidos-. Aquí tienen los restos de setenta y siete centímetros de cable. -Blandía ahora un carbonizado ovillo que se enroscaba sobre sí mismo como un pelele, con un lazo a la cintura para que no se desbaratara-. Según esta reconstrucción, hay un máximo de veinticinco centímetros. ¿Qué ha pasado con el medio metro restante?

Se produjo un momento de confuso silencio antes de que el silesio lanzara una indulgente risotada:

–Pero herr Schulmann… si eso era cable sobrante -aclaró como si el otro fuera un niño-. Cable para la circuitería. Cable normal y corriente. Una vez lista la bomba, debió de sobrarle cable, así que el (o la) terrorista lo arrojó a la maleta. Es muy normal, eso se hace por pulcritud. Era cable sobrante -repitió-.
Übrig.
Carente de significación técnica.
Sag ihm dech übrig.

–De más -tradujo alguien innecesariamente-. Que no tiene ninguna importancia, Mr. Schulmann.

Pasó el momento, se soldó la grieta, y la próxima vez que Alexis miró a Schulmann, éste se hallaba junto a la puerta, dispuesto a marcharse, vuelta parcialmente su gran cabeza hacia Alexis y alzado el brazo en que llevaba el reloj, como quien está consultando su estómago más que la hora. Aunque sus miradas no llegaron a toparse, Alexis supo con certeza que Schulmann le estaba esperando, forzándole a cruzar la sala y pronunciar la palabra «almuerzo». El silesio seguía con su monótono parloteo, rodeado por una desmotivada audiencia que parecía un grupo de pasajeros recién desembarcados del avión. Separándose de ellos, Alexis salió rápidamente y sin hacer ruido en pos de Schulmann. En el pasillo, Schulmann le cogió del brazo en un espontáneo gesto de afecto. Una vez en la acera -el día era una vez más bonito y soleado- se quitaron ambos la chaqueta y Alexis reparó muy bien en cómo Schulmann hizo un ovillo con ella como si pensara usarla de almohada para dormir al raso, mientras Alexis paraba un taxi y daba el nombre de un restaurante italiano situado en una colina de las afueras de Bad Godesberg. Anteriormente había ido allí con mujeres, pero nunca con un hombre, y, voluptuoso para todas las cosas, Alexis era siempre consciente de una primera vez.

En el trayecto apenas hablaron. Schulmann iba contemplando la vista y sonreía radiante como quien se ha ganado ya el Sabbath, aunque estaba a mitad de semana. El avión de Schulmann, recordó Alexis, debía partir de Colonia a primera hora de la tarde. Como un niño al que sacan de la escuela, Alexis contó las horas que eso les dejaba en el supuesto de que Schulmann no tuviera otros compromisos, una suposición tan ridícula como maravillosa. En el restaurante, situado en lo alto de Cecilian Heights, el
padrone
italiano festejó a Alexis con los aspavientos acostumbrados, pero fue Schulmann quien le hechizó al momento. El italiano le llamó «Herr Professor» e insistió en preparar una mesa con vistas donde podrían haber comido siete personas. A sus pies estaba la ciudad vieja, más allá el Rin serpenteante con sus montes pardos y sus mellados castillos. Alexis conocía el paisaje de memoria, pero era como si hoy lo estuviera viendo por primera vez, gracias a los ojos de su nuevo amigo Schulmann. Alexis pidió dos whiskies. Schulmann no puso reparos.

Contemplando admirativamente la vista mientras esperaban las copas, Schulmann se decidió a hablar:

–A lo mejor si Wagner hubiera dejado en paz a ese Siegfried, habríamos tenido un mundo mejor, a fin de cuentas -dijo.

Alexis, momentáneamente, no pudo comprender lo que sucedía. Había tenido un día muy ajetreado; tenía el estómago vacío y la mente agitada. ¡Schulmann estaba hablando en alemán! Con un fuerte y oxidado acento de los Sudetes que chirriaba como un motor en desuso. Y lo hablaba, además, con una sonrisita pesarosa que era a un tiempo confesión y llamada a la conspiración. Alexis soltó una breve carcajada, Schulmann se rió también; llegó el whisky y bebieron a la salud de ambos, pero sin toda esa pesada ceremonia germana de «mirar, beber y mirar otra vez», que a Alexis le parecía excesiva, sobre todo con los judíos, quienes veían instintivamente en la formalidad germana algo de amenazador.

–Me han dicho que pronto va a tener un nuevo empleo en Wiesbaden -observó Schulmann, aún en alemán, cuando hubieron dejado atrás el ritual de apareamiento-. Un trabajo de oficina. Un ascenso y un descenso a la vez, según he oído. Dicen que es usted demasiado hombre para la gente de aquí. Ahora que le conozco y que conozco a la gente, le diré que no me extraña.

Alexis intentó no extrañarse tampoco. De los pormenores de un nuevo nombramiento no se había dicho nada, salvo que iba a producirse en breve. Incluso su sustitución por el silesio se suponía un secreto; Alexis no había tenido tiempo material de comentarlo con nadie, ni siquiera con su amiga, con la que mantenía varias e insignificantes conversaciones telefónicas al día.

–Conque así son las cosas, ¿eh? -comentó filosóficamente Schulmann, dirigiéndose tanto al río como a Alexis-. Créame, en Jerusalén la vida de un hombre es igual de precaria. Río arriba, río abajo. Así son las cosas. -Con todo, parecía un poco desilusionado-. He sabido también que la mujer es muy guapa -añadió, entrometiéndose una vez más en los pensamientos de su interlocutor-. Inteligente y leal. Puede que sea demasiada mujer para ellos.

Resistiéndose a la tentación de convertir la velada en un seminario sobre los problemas de su vida privada, Alexis encaminó la conversación hacia la conferencia de la mañana, pero Schulmann respondía con vaguedades, indicando únicamente que los técnicos jamás solucionaban nada, que las bombas le aburrían. Había pedido pasta y la estaba comiendo al estilo presidiario, con movimientos automáticos de la cuchara y el tenedor, sin molestarse en bajar la vista. Alexis, temeroso de interrumpir el fluir de sus palabras, permanecía tan callado como le era posible.

En primer lugar, con la soltura narrativa de un hombre entrado en años, Schulmann se embarcó en una suave queja acerca de los así llamados aliados de Israel en el negocio antiterrorista:

–En enero pasado, metidos en una investigación muy distinta, apelamos a nuestros amigos italianos -afirmó con voz de hogareñas reminiscencias-. Les enseñamos algunas pruebas, les dimos unas cuantas direcciones importantes. Y luego nos enteramos de que habían detenido a unos cuantos italianos mientras que los que Jerusalén estaba buscando disfrutaban de unas vacaciones, sanos y salvos, en Libia, tomando el sol y esperando un nuevo encargo. Eso no fue lo que nosotros teníamos en mente. -Un buen bocado de pasta. Unos toques en los labios con la servilleta. La comida, para él, es como el combustible, pensó Alexis; come para poder luchar-. En marzo surgió otro problema y volvió a suceder exactamente lo mismo, pero esta vez tratando con París. Hubo unas cuantas detenciones pero nada más. Hubo aplausos también para ciertos funcionarios franceses y, gracias a nosotros, algunos obtuvieron ascensos. Pero los árabes… -Se encogió largamente de hombros-. Un expediente, quizá. Firme política de crudos. Firme política económica. Firme lo que sea. Pero de justicia nada. Y lo que queremos es justicia. -Su sonrisa se ensanchó en contraste directo con la magnitud del chiste-. Yo diría, pues, que hemos aprendido a ser selectivos. Mejor decir poco que mucho. Que alguien tiene buena disposición para con nosotros, que tiene además un expediente magnífico (el antecedente de un buen padre, como usted), con él haremos negocios. Cautelosa e informalmente. Entre amigos. Si él puede hacer uso constructivo de nuestras informaciones, si puede mejorar un poco en su profesión… mucho mejor si nuestros amigos obtienen influencia en su oficio. Pero queremos nuestra parte del trato. Y esperamos que la gente cumpla. Especialmente lo esperamos de los amigos.

Fue a lo máximo que llegó Schulmann, ese y otros días posteriores, a la hora de exponer los términos de su propuesta. En cuanto a Alexis, no expuso nada de nada. Dejó que el silencio hablara por él. Y Schulmann, que tan bien parecía comprenderlo, comprendió también eso, puesto que reanudó la conversación como si el trato se hubiera cerrado y estuvieran los dos metidos en faena.

–Hace ya unos años, un puñado de palestinos armaron un revuelo considerable en mi país -empezó evocadoramente-. Normalmente son gente de bajo nivel. Jóvenes campesinos con ganas de convertirse en héroes. Se cuelan por la frontera, pasan la noche en una aldea, se deshacen de sus bombas y corren a ponerse a salvo. Si no los cazamos a la primera, es a la segunda, si es que hay segunda vez. Los hombres de los que hablo eran diferentes. Alguien los guiaba. Sabían cómo actuar, cómo eludir a los confidentes, disimular sus huellas, llegar a sus propios acuerdos, redactar sus propias órdenes. La primera vez dieron un golpe en un supermercado de Beit She’an. La segunda vez en un colegio, luego en varias poblaciones, después en otro comercio, hasta que se convirtió en algo monótono. Y luego empezaron a acechar a nuestros soldados cuando volvían a casa en autostop. Muchas madres airadas, periódicos, todos en fin pedían que se les detuviera. Nosotros les escuchamos y corrimos la voz allí donde se nos ocurrió. Descubrimos que utilizaban cuevas en el valle del Jordán. Vivían de lo que les daba la tierra. Pero no pudimos encontrarlos. Su sistema de propaganda les llamaba héroes del Comando Ocho, pero nosotros conocíamos a fondo al Comando Ocho, y no era gente que pudiera encender una cerilla sin que nos enterásemos con mucha antelación. Hermanos, decía el rumor. Una empresa familiar. Según un confidente eran tres, según otro, cuatro. Pero desde luego, eran hermanos y operaban más allá del Jordán, cosa que ya sabíamos.

»Organizamos un equipo y fuimos tras ellos; son equipos reducidos, gente realmente dura, lo que nosotros llamamos sayaret. Supimos que el jefe de los palestinos era un solitario, alguien muy poco dispuesto a depositar su confianza en nadie que no fuera de su familia; sensiblemente paranoico respecto a la perfidia árabe. Nunca pudimos dar con él. Sus dos hermanos no eran tan vivos. Uno de ellos iba de cabeza por una muchacha de Ammán. Cayó bajo el fuego de las ametralladoras al salir de su casa una mañana. El otro cometió el error de llamar a un amigo suyo de Sidón, invitándose a pasar el fin de semana. La aviación le destrozó el coche cuando iba por la carretera de la costa.

Alexis no pudo contener una sonrisa de excitación:

–No había suficiente cable -murmuró, pero Schulmann fingió que no le oía.

–Para entonces sabíamos ya quiénes eran… gente de la orilla occidental procedente de una aldea vinícola cercana a Hebrón, huidos a raíz de la guerra del sesenta y siete. Había un cuarto hermano, pero era demasiado joven para combatir, incluso para lo que es normal entre los palestinos. Había dos hermanas, pero una de ellas había muerto en un bombardeo de represalia que nos vimos obligados a hacer al sur del río Litani. No quedaba mucha familia para organizar el ejército. Aun así, seguimos buscando a nuestro hombre. Esperábamos que reuniera refuerzos para caer otra vez sobre nosotros. No fue así. Dejó de actuar. Transcurrieron seis meses, un año. Y pensamos: «Lo más seguro es que su propia gente lo haya matado, sería normal. Olvidémonos de él.» Supimos que los sirios se lo habían hecho pasar bastante mal, así que probablemente había muerto. Hace unos pocos meses, recogimos el rumor de que iba a venir a Europa. Aquí precisamente. Que pensaba reunir un equipo, incluyendo varias mujeres, la mayoría alemanas y jóvenes. -Schulmann tomó otro bocado, masticó y tragó con aire reflexivo-. Las estaba organizando a distancia -prosiguió cuando estuvo listo-, haciendo de Mefistófeles árabe con un puñado de jovencitas impresionables -concluyó.

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