La cicatriz (26 page)

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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: La cicatriz
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Durante aquellas horas, Tanner soñó que se ahogaba (mientras, sin saberlo él, sus ojos se abrían y se cerraban).

Cuando se levantó el sol, el cirujano desconectó a Tanner y al pez de la maquinaria (y el bacalao murió al instante, encogido y marchito). Cerró los dos colgajos de piel del cuello de Tanner, empapados de una sustancia gelatinosa y resbaladiza. El poder hormigueaba entre sus dedos mientras apretaba con cuidado la piel para sellar las heridas.

Sin que Tanner despertase —drogado como seguía estando, no había peligro de que tal cosa ocurriera— el cirujano le colocó una máscara sobre la boca, le cerró la nariz con los dedos y poco a poco empezó a bombear el agua de mar al interior de su cuerpo. Durante varios segundos no hubo reacción alguna. De pronto, Tanner tosió con violencia y empezó a vomitar agua por todas partes. El cirujano se irguió, preparado para soltarle la nariz.

Y entonces Tanner se calmó, aún sin despertarse, mientras su epiglotis se flexionaba y su tráquea se constreñía para impedir que le entrara agua en los pulmones y el cirujano sonrió al ver que el agua empezaba a brotar por las nuevas branquias.

Al principio salió espesa, arrastrando consigo sangre y suciedad y costra. Pero pronto corrió limpia y clara y las branquias empezaron a flexionarse para regular su flujo y se derramó sobre el suelo a chorros regulados.

Tanner Sack estaba respirando agua.

Despertó más tarde, demasiado confuso como para comprender lo que había ocurrido pero infectado por el entusiasmo del cirujano. La garganta le dolía terriblemente así que volvió a dormirse.

Aquella fue con mucho la más difícil de las operaciones.

El cirujano le cortó los párpados y le cosió unas membranas modificadas, retráctiles y transparentes que habían pertenecido a un caimán criado en las granjas de la ciudad. Le inyectó unos microorganismos que se desperdigaron por su interior sin causarle daño e interaccionaron con su cuerpo, haciendo que su sudor fuera un poco más oleaginoso, para que lo calentara y lo ayudara a deslizarse por el agua. Le injertó un pequeño músculo y varios cartílagos en la base de las fosas nasales para permitirle cerrarlas a voluntad.

Finalmente, el cirujano llevó a cabo la alteración más sencilla, si bien la más visible. Entre los dedos y los pulgares de sus manos le injertó una membrana, una red de piel gomosa que unió a la epidermis de Tanner. Le cortó los dedos de los pies y los reemplazó con los de un cadáver y los cosió y reformó hasta que se parecieron a los de un simio; y a continuación los convirtió en los de una rana al unir aquellas extremidades antaño vivas con nuevas capas de epidermis artificial.

Bañó a Tanner, lo lavó en agua de mar. Lo mantuvo limpio y fresco y observó cómo se agitaban sus tentáculos en su sueño.

Y al cuarto día, Tanner despertó por completo. Ya no estaba atado, tenía libertad para moverse, los productos químicos habían abandonado su mente.

Se incorporó, poco a poco.

Le dolía el cuerpo; una agonía atroz, de hecho, que lo asaltaba en oleadas que enmudecían los latidos de su corazón. El cuello, los pies, los ojos, maldición. Vio los nuevos dedos de sus pies y apartó la mirada por un momento y el recuerdo del antiguo horror de la factoría de castigo regresó un segundo hasta que lo acalló y volvió a mirar (más
pus
, pensó, con un atisbo de humor).

Cerró sus nuevas manos. Parpadeó lentamente y vio una cosa traslúcida que se interponía en su visión antes de que los párpados bajaran. Aspiró con toda la fuerza de sus pulmones dañados por el agua y tosió y le dolió, como ya le había advertido el cirujano.

Y Tanner, a pesar del dolor y de la debilidad y del hambre y del nerviosismo, empezó a sonreír.

El cirujano entró mientras sonreía y sonreía y gruñó para sus adentros y se frotó los hombros lentamente.

—Señor Sack —dijo y Tanner se volvió y extendió los brazos temblorosos como si fuera a sujetarlo, tratando de estrecharle la mano. Sus tentáculos se flexionaron también, tratando de extenderse en el liviano aire. El cirujano sonrió.

—Enhorabuena, señor Sack —le dijo—. Los procedimientos se han completado con éxito. Ahora es usted anfibio.

Y ante aquellas palabras —no pudieron evitarlo y tampoco quisieron hacerlo— Tanner Sack y él rompieron a reír escandalosamente, a pesar de lo mucho que le dolía a Tanner el pecho y a pesar de que el cirujano no sabía con seguridad qué era lo divertido.

Cuando regresó a su casa, arrastrándose penosamente por las callejuelas de Libreros y Anguilagua, encontró a Shekel esperándolo en unas habitaciones que nunca habían estado tan limpias.

—Ah, vaya, muchacho —dijo. Se sentía avergonzado de sí mismo—. Esto está muy bien, vaya que sí.

Shekel trató de darle un abrazo de bienvenida pero a Tanner le dolía demasiado y atajó su entusiasmo de forma amistosa. Conversaron tranquilamente hasta el anochecer. Tanner le preguntó con cautela por Angevine. Shekel le contó que estaba mejorando con la lectura y que no había pasado gran cosa pero que había empezado a hacer más calor, ¿lo notaba?

Sí que lo notaba. Se arrastraban en dirección sur a velocidad casi geológica pero los remolcadores y vapores llevaban en marcha casi dos semanas. Debían de encontrarse a unas quinientas millas náuticas al sur de su posición anterior (aunque hasta el momento seguían viajando tan despacio que su marcha resultaba casi imperceptible) y el invierno estaba desapareciendo mientras se aproximaban a las latitudes templadas.

Tanner le enseñó a su compañero las adiciones, los cambios experimentados por su cuerpo y Shekel, aunque parpadeó al ver su extrañeza y su inflamación, se mostró fascinado. Tanner le contó todo lo que el cirujano le había explicado.

—Tendrá que tener cuidado, señor Sack —le había dicho—. E incluso, cuando se encuentre del todo recuperado, debo advertirle: algunas de las incisiones, algunas de las heridas, podrían curar mal. Podrían dejar cicatriz. Si eso ocurre, no quiero que se descorazone ni se decepcione. Las cicatrices no son lesiones, Tanner Sack. Una cicatriz es señal de curación. Después de una lesión, la cicatriz es lo que vuelve a dejarlo a uno entero.

—Quince días, muchacho —dijo Tanner—, antes de que me reincorpore al trabajo, eso calculo. Si practico y todo lo demás.

Pero Tanner tenía una ventaja que el doctor no había considerado siquiera: nunca había aprendido a nadar. No tenía que ajustar un convulso e ineficaz balanceo al sinuoso movimiento de un habitante del mar.

Se sentó junto a los muelles mientras sus compañeros de trabajo, sorprendidos, solícitos y amigables, lo saludaban. Juan el Bastardo emergió a la superficie a escasa distancia, miró fijamente a Tanner con sus líquidos ojillos de cerdito y emitió con su estúpido castañeteo de cetáceo lo que sin duda debía de ser una retahíla de insultos. Pero Tanner no sentía miedo esa mañana. Recibió a sus colegas como un rey, agradeciéndoles su preocupación.

En la frontera entre los paseos de Anguilagua y Jhour, había un espacio tendido entre varias embarcaciones, una franja de mar abierto que podría haber albergado un barco de tamaño modesto. Sólo unos pocos de los piratas armadanos sabían nadar y, con semejantes temperaturas, eran menos aún los que se atrevían a hacerlo. Sólo había un puñado de seres humanos, valientes o masoquistas, nadando en aquel brazo de mar.

Bajo el agua, poco a poco, nervioso con su nueva independencia y su nueva libertad, horas y horas durante aquel día y el siguiente y el siguiente, Tanner extendió los brazos, abrió las telarañas de piel y capturó el agua, se impulsó hacia delante con movimientos bruscos e inexpertos. Aleteaba con un estilo parecido a la braza, flexionando sus pies nuevos, aún inflamados, doloridos pero poderosos. Las pequeñas presencias a las que no podía ver ni sentir bajo su piel ponían en marcha sus glándulas infinitesimales y su sudor era lubricado.

Abrió los ojos y aprendió a cerrar sólo los párpados interiores: era una sensación extraordinaria. Aprendió a ver en el agua, sin tener que soportar la incomodidad de un tosco casco, sin tener que soportar nada de hierro, latón y cristal. Sin mirar por una portilla sino con toda libertad, con visión periférica y todo lo demás.

Y más despacio y con más miedo que todo lo demás, solo —¿quién hubiera podido enseñarle?—, Tanner aprendió a respirar.

La primera vez que el agua irrumpió en su boca, su tráquea se cerró en un movimiento reflejo y su lengua se retrajo y su garganta se puso tensa para bloquear el camino a su estómago y el agua de mar se abrió camino por las nuevas sendas y las obligó a dejarla pasar. El sabor a sal se hizo tan intenso que pronto dejó de percibirlo. Sintió el discurrir del agua a través de su cuerpo, a través de su garganta, de sus branquias y
esputo divino y mierda y todo lo demás
, pensó, porque no necesitaba respirar.

Por hábito había llenado sus pulmones antes de descender, pero eso le impedía sumergirse demasiado. Lentamente, presa de una especie de pánico exuberante, exhaló por la nariz y dejó que el aire desapareciera sobre él.

Y no sintió nada. Ningún mareo, ni dolor ni miedo. El oxígeno seguía llegando a su sangre y su corazón seguía bombeando.

Sobre él, los pálidos cuerpecillos de sus conciudadanos discurrían con torpeza sobre la superficie del agua, anclados al aire que respiraban. Tanner daba vueltas por debajo de ellos, torpe aún pero ya aprendiendo, girando como un sacacorchos, mirando arriba y abajo, arriba, hacia las luces y los cuerpos y la forma masiva, extendida y entrelazada de la ciudad, abajo, hacia la ilimitada oscuridad azul.

13

Silas y Bellis pasaron dos noches juntos.

Durante el día, Bellis trabajaba en la biblioteca, ayudaba a Shekel con la lectura, le hablaba del Parque Crum y en ocasiones comía con Carrianne. Luego regresaba junto a Silas. Hablaban un rato pero él no decía mucho sobre lo que había hecho durante el día. Ella tenía la sensación de que era un hombre lleno de secretos. Follaban varias veces.

Tras la segunda noche, Silas desapareció. Bellis estaba contenta. Había estado descuidando los libros de Johannes y ahora pudo regresar a su extraña ciencia.

Silas estuvo fuera tres días.

Bellis se dedicó a explorar.

Por fin se atrevió a aventurarse en las zonas más lejanas de la ciudad. Vio los templos-pira del paseo Soleado y las estatuas trípticas tendidas sobre las cubiertas de varias embarcaciones. En Vos-y-los-Vuestros (que no era tan rudo ni aterrador como le habían hecho creer, más bien era una especie de mercado exagerado y pugnaz) vio el manicomio de Armada, un enorme edificio que se erguía amenazante sobre la cubierta de un vapor, cruelmente próximo —así se lo pareció a Bellis— al barrio encantado.

Había un pequeño afloramiento de embarcaciones de Anguilagua, tendido como un cojín amortiguador entre Raleas y Soleado y separado del corazón de su paseo por algún capricho histórico. Allí encontró Bellis el Liceo, cuyos talleres y aulas se agolpaban precipitadamente sobre los costados de un barco, como una aldea de montaña.

Armada tenía todas las instituciones de una ciudad de tierra firme, dedicadas a la enseñanza, la política y la religión, sólo que un poco más severas, acaso. Y si los eruditos de la ciudad eran más duros que sus equivalentes en tierra y por su aspecto parecían más piratas y ladrones que doctores, eso no restaba valor a sus conocimientos y experiencia. En cada paseo había diferentes agentes de la ley, desde los procuradores de Soleado a los alguaciles de Anguilagua, de imprecisa definición y que se identificaban tan solo por sus fajas, insignias tanto de lealtad como de cargo. En cada paseo, la ley era diferente. En Raleas existía una especie de tribunal arbitral mientras que la lacia y violenta disciplina pirata reinante en Anguilagua se administraba con el látigo.

Armada era una ciudad profana y secular y sus descuidadas iglesias eran tratadas con la misma irreverencia que las panaderías. Existían templos a Crum deificado; a la luna y sus hijas para agradecerles las mareas; a los dioses del mar.

Cuando se perdía, Bellis no tenía más que salir de las callejuelas, alzar la vista hacia los aeróstatos amarrados a los mástiles y buscar el
Arrogancia
, inmóvil y majestuoso sobre el ceñudo
Grande Oriente
. Era su faro y lo utilizaba para encontrar el camino a casa.

En medio de la ciudad había balsas, plataformas de madera que se extendían decenas de metros a cada lado. Las casas se levantaban de forma absurda sobre ellas. Había submarinos esbeltos como agujas amarrados entre los bergantines y navíos-carroza llenos de madrigueras hotchi. Destartalados edificios cubrían por completo las cubiertas o se erguían precariamente sobre decenas de embarcaciones de pequeño tamaño en los barrios bajos. Había casas de juego, prisiones y colosos desiertos.

Cuando se volvía hacia el horizonte, Bellis podía ver perturbaciones marítimas: aguas revueltas, olas sin causa aparente. Normalmente eran provocadas por los vientos o el tiempo, pero en ocasiones divisaba un banco de marsopas o el cuello de un plesiosauro o una sierpe de mar o el lomo de algo grande y rápido que no lograba identificar. La vida más allá de la ciudad y a su alrededor.

Al atardecer contemplaba el regreso de los barcos de pesca. En ocasiones, aparecían barcos pirata y eran recibidos con gran júbilo en Puerto Basilio o en la Espina del Erizo. Los motores de la economía de Armada que, por muy extraño que pareciese, lograban regresar a casa.

Armada estaba llena de mascarones de proa. Asomaban en los lugares más insospechados, vistosos e ignorados como las aldabas talladas de las casas de Nueva Crobuzón. Al extremo de una terraza, mientras caminaba entre viviendas de ladrillo muy próximas, Bellis podía encontrarse de cara con una espléndida mujer corroída, de pecho enmohecido y mirada desconchada y perdida. Tendida del mismo aire, como un espíritu, bajo el bauprés de su barco, extendida sobre la cubierta de su vecino y señalando hacia la avenida.

Estaban por todas partes. Nutrias, dracous, peces, guerreros y mujeres. Por encima de todo, mujeres. Bellis odiaba aquellas curvilíneas figuras de ojos vacíos que se balanceaban arriba y debajo de forma imbécil, como fantasmas banales.

En su habitación, terminó el
Ensayo sobre las Bestias
y siguió sin comprender el proyecto secreto de Armada.

Se preguntó dónde estaría Silas y lo que estaría haciendo. No sentía enfado o despecho por su ausencia, pero sí curiosidad y un poco de frustración. Al fin y al cabo, él era lo más parecido a un aliado con que contaba.

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