La cicatriz (23 page)

Read La cicatriz Online

Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: La cicatriz
12.89Mb size Format: txt, pdf, ePub

Había vendedores de comida y vino especiado y corredores que gritaban las apuestas. El festival era sencillo y profano, como casi todo lo que ocurría en Vos-y-los-Vuestros.

La multitud no era solo humana.

—¿Dónde están los costrados? —dijo Bellis y Silas empezó a señalar, en apariencia de forma fortuita, por todo el estadio. Estiró el cuello para ver lo que le decía: estaba señalando seres humanos, pensó, aunque sus pieles eran de un gris pálido y eran de corta estatura, achaparrados y fuertes. Sus rostros lucían marcas de escarificación.

Sonaron unos cuernos y entonces, por medio de algún truco químico, las luces se tornaron rojas de repente. La multitud rugió de entusiasmo. A dos asientos de distancia de donde ella se encontraba, vio a una mujer cuya fisonomía revelaba que era una costrada. No gritaba ni vitoreaba sino que permanecía, sentada e inmóvil, en medio de aquel entusiasmo vulgar. Bellis podía ver a otros costrados que reaccionaban de forma similar, esperando estoicamente las batallas del día sagrado.

Al menos la sed de sangre era honesta, pensó despectiva. Había demasiados corredores de apuestas entre los costrados como para negar que aquello era una industria, por mucho que los ancianos de Sombras fingieran lo contrario.

Bellis se dio cuenta con ironía de que estaba tensa esperando a ver lo que ocurría. Excitada.

Cuando los tres primeros luchadores fueron transportados hasta la arena, la multitud guardó silencio. Los costrados, desnudos del todo salvo por unos taparrabos, saltaron a la plataforma y formaron un triángulo en el centro, espalda contra espalda.

Todos ellos tenían aplomo y eran musculosos y sus grises pieles lucían pálidas bajo la luz de gas.

Uno de los hombres parecía estar mirándola a los ojos. Las luces debían de estarlo cegando pero a pesar de ello le complacía imaginar que estaba actuando sólo para ella.

Los luchadores se arrodillaron y se bañaron con sendas infusiones humeantes del color del té verde. Bellis vio que en los cuencos había hojas y yemas.

Entonces se sobresaltó. Cada hombre sacó un cuchillo de su cuenco. Los empuñaron sin decir nada, todavía goteantes. Eran armas curvas, cuyo borde cortante se doblaba hacia dentro, como una garra o un garfio. Cuchillos para desollar. Algo concebido para rayar y cercenar la carne.

—¿Luchan con eso? —miró a Silas pero un súbito jadeo de asombro procedente de la muchedumbre hizo que se volviera de nuevo hacia el escenario. Su propio grito se le escapó un instante más tarde.

Los costrados se estaban grabando surcos en la carne.

El luchador que estaba frente a Bellis estaba trazando los contornos de sus músculos con crueles tajos. Clavó el cuchillo bajo la piel del hombro y a continuación, con precisión de cirujano, cortó a su alrededor y delineó con una línea roja el deltoides y el bíceps.

La sangre pareció titubear un segundo y entonces afloró, toda una erupción de ella, brotó de la fisura como agua hirviendo, a borbotones, como si la presión de aquellas venas fuese inconmensurablemente mayor que las de Bellis. Resbaló sobre la piel del hombre formando macabros regueros mientras éste movía los brazos de un lado a otro con ademanes expertos, canalizándola con algún designio que Bellis no alcanzaba a comprender. Observó, esperando a que una cascada de sangre ensuciase la plataforma, lo que
no ocurrió
y se le heló el aliento en la garganta al ver que la sangre se estaba coagulando.

La sustancia brotaba a grandes borbotones de las heridas del hombre y se acumulaba sobre sí misma, y Bellis vio que los bordes de la herida estaban cubiertos por una costra de sangre coagulada, vastas concreciones de la sustancia, mientras el rojo se volvía poco a poco marrón y azul y negro y se congelaba formando extrusiones cristalinas que sobresalían varios centímetros de su piel.

La sangre que corría por sus brazos también se estaba asentando, se expandía a una velocidad imposible y cambiaba de color como un moho viviente. Los fragmentos de costra se solidificaban como sal o hielo.

El hombre volvió a hundir el cuchillo en el líquido verde y continuó cortando, lo mismo que sus camaradas, a su lado. Su rostro se contorsionó de dolor. Allí donde cortaba explotaba la sangre, que empezaba a discurrir por los canales de su anatomía hasta endurecerse formando una armadura de forma abstracta.

—El líquido es una infusión que frena la coagulación. Les permite darle forma a su armadura —le susurró Silas a Bellis—. Cada guerrero perfecciona su propio patrón de cortes. Eso forma parte de su habilidad. Los hombres rápidos se cortan y dirigen la sangre de manera que sus articulaciones queden libres y luego se arrancan el exceso de armadura. Los lentos y potentes se cubren de costra hasta que son tan torpes y están tan blindados como constructos.

Bellis no quería hablar.

Los crueles y cuidadosos preparativos de los hombres llevaban su tiempo. Cada uno de ellos se cortó en el rostro y el pecho, en el vientre y los músculos, hasta formar un integumento único de sangre seca, coraza y grebas y gorguera y yelmo de formas y coloraciones irregulares: extrusiones al azar, como coladas de lava, orgánicas y minerales al mismo tiempo.

El acto laborioso de los cortes le revolvió el estómago. La contemplación de aquellas armaduras tan cuidadosamente cultivadas en el dolor la dejó pasmada.

Después de aquella preparación cruel y hermosa, la pelea fue tan aburrida y desagradable como Bellis había esperado.

Los tres costrados, cada uno de los cuales blandía dos grandes cimitarras, empezaron a girar unos alrededor de otros. Frenados por sus insólitas armaduras, parecían animales de estrafalario plumaje. Pero la armadura era de un material más duro que el cuero hervido en cera y repelía los golpes de las gruesas espadas. Después de un prolongado y sudoroso intercambio, cayó un trozo de costra del antebrazo de uno de los luchadores y el más rápido de sus enemigos lo hirió.

Pero la sangre de los costrados proporcionaba otra defensa. Mientras la carne del hombre se abría, la sangre manó a borbotones sobre la hoja de su enemigo. Sin la presencia del anticoagulante, se endureció casi en el instante mismo en que tocaba el aire, formando un tosco grumo sin forma que envolvió el metal de la cimitarra como si estuviera soldado a ella. El herido vociferó y se revolvió y le arrancó la espada de la mano a su enemigo. El arma se meneaba de forma ridícula en su herida.

El tercer hombre se adelantó un paso y le cortó el cuello.

Se movió con rapidez, en un ángulo tal que aunque su hoja estaba cubierta de roja sustancia que empezaba a coagularse, no se vio atrapada por el glaciar de sangre que emergía de la herida y se solidificaba sobre ella.

Bellis contuvo el aliento, aterrada, pero el hombre que había sido derrotado no murió. Había caído de rodillas, presa de una agonía evidente, pero la orla de costra había sellado la herida de inmediato y le había salvado la vida.

—¿Ves lo difícil que es matarlos en la arena? —murmuró Silas—. Si quieres matar a un costrado, usa un garrote o cualquier otra arma contundente, no una espada —miró un instante a su alrededor y entonces habló, con intensidad y cautela, dejando que la algarabía de los espectadores ocultase su voz—. Tienes que tratar de
aprender
cosas, Bellis. Quieres vencer a Armada, ¿no es así? ¿Quieres escapar? Tienes que saber dónde estás. ¿Estás acumulando conocimientos? Por el esputo de los Dioses, Bellis, créeme, eso es lo que yo hago. Ahora ya sabes cómo no debes tratar de matar a un costrado, ¿verdad?

Ella se lo quedó mirando, los ojos muy abiertos por la sorpresa, pero su brutal lógica tenía sentido. Aquel hombre no se comprometía con nada y lo cotejaba todo. Lo imaginó haciendo lo mismo en el Cromlech Alto y Las Gengris y Yoraketche, reuniendo dinero e información e ideas y contactos, todo ello materia prima, todo ello un arma o una mercancía en potencia.

Era, se dio cuenta con incomodidad, más serio, mucho más serio que ella. Estaba preparando y urdiendo planes en todo momento.

—Tienes que saber —le dijo él—. Y hay más. Debes conocer a algunas personas.

Hubo más peleas de costrados, ejercicios todos ellos de aquel salvajismo extrañamente comedido: diferentes variedades de armadura-costra, diferentes estilos de lucha ejecutados todos con los estilizados movimientos y la ostentación del
mortu crutt
.

Y luego hubo otras peleas, entre humanos y cactos y todas las razas no acuáticas de la ciudad: espectáculos de lucha callejera.

Los combatientes utilizaban la parte baja de sus puños, como si estuviesen dando un golpe sobre una mesa: un golpe llamado martillazo. No golpeaban con la puntera de los pies sino con la base. Daban vueltas y tirones, se arrojaban al suelo y golpeaban, con una sinuosidad rápida y convulsa.

Bellis presenció minutos y minutos de narices rotas, magulladuras, desmayos. Las peleas se confundieron hasta convertirse en una sola. Trató de ver las posibilidades de todo, trató de asimilar lo que veía, como sabía que Silas estaba haciendo.

Unas olas pequeñas lamían la base del escenario y se preguntó cuándo terminaría el espectáculo.

Bellis escuchó un sonido rítmico y retumbante en la multitud.

Al principio era un murmullo, un murmullo repetido que palpitaba bajo los susurros de los espectadores como un latido. Pero fue ganando en fuerza y se hizo más ruidoso e insistente y la gente empezó a mirar a su alrededor y a sonreír y a sumar sus voces al murmullo con excitación creciente.



… —dijo Silas. Alargó la palabra con un deleite intenso y duro—. Por fin. Esto es lo que quería ver.

Al principio el ruido le sonó a Bellis como un eco de tambores, tambores de voz. Luego, de repente, como una exclamación,
Oh, Oh, Oh
, repetida con un ritmo perfecto, acompañada por palmadas de los brazos y golpes de los pies.

Sólo cuando el frenesí alcanzó su propia embarcación se dio cuenta de que era palabra.


Doul
—se alzó por todas partes a su alrededor—.
Doul, Doul, Doul
.

Un nombre.

—¿Qué están diciendo? —le susurró a Silas.

—Llaman a alguien —le dijo, mientras sus ojos registraban los alrededores—. Quieren un espectáculo. Quieren ver pelear a Uther Doul.

La obsequió con una sonrisa fría y fugaz.

—Lo reconocerás —le dijo—. Sabrás quién es cuando lo veas.

Y entonces la percusión del nombre se deshizo en vítores y aplausos, una oleada extática que crecía y crecía mientras uno de los pequeños dirigibles amarrados a los aparejos se ponía en marcha y se iba aproximando poco a poco a la arena. Su emblema mostraba un vapor contra una luna roja, el símbolo de Anguilagua. La góndola que arrastraba era de madera barnizada.

A veinte metros sobre la arena, una cuerda descendió desde el aeróstato. Los chillidos de los espectadores eran extraordinarios. Con gran destreza y velocidad, un hombre saltó desde la barcaza y se deslizó, mano sobre mano, hasta el escenario manchado de sangre.

Se irguió, descalzo y con el pecho desnudo, ataviado tan solo con unos pantalones de cuero. Con los brazos relajados fue rotando lentamente para abarcar con la mirada a toda la multitud (frenética ahora que había accedido a descender para pelear). Y mientras sus ojos pasaban lentamente sobre el rostro de Bellis, ésta se aferró a la barandilla que tenía delante, la respiración entrecortada por un instante, al reconocer al hombre rapado, el hombre de gris, el asesino que había abordado el
Terpsícore
.

Un puñado de hombres fue obligado a salir a la arena para pelear con él.

Doul —el carnicero de semblante triste, el asesino del capitán Myzovic— no se movió, no se estiró ni saltó ni tensó los músculos de ninguna manera. Simplemente se quedó allí, esperando.

Cuatro oponentes aguardaban, intranquilos, en un extremo de la arena. Sobre ellos resonaba el entusiasmo de la audiencia, gritos y ruidos por todas partes mientras los cuatro se agitaban y discutían sus tácticas entre murmullos.

El rostro de Doul estaba por completo vacío. Cuando sus rivales se desplegaron a su alrededor, él adoptó lentamente la postura de la lucha callejera, los brazos ligeramente alzados, las rodillas dobladas, con aspecto muy relajado.

En los primeros, brutales y pasmosos segundos, Bellis ni siquiera pudo respirar. Una mano en la boca, los labios muy apretados. Entonces empezó a emitir pequeños jadeos de asombro con el resto de la muchedumbre.

Uther Doul no parecía vivir en el mismo tiempo que todos los demás. Parecía un visitante del espacio, llegado a un mundo mucho más torpe y lento que el suyo. A pesar de su constitución fornida, se movía con tal velocidad que hasta la gravedad parecía operar más deprisa para él.

No hacía un solo movimiento de más. Mientras alternaba entre patada y martillazo y bloqueo, sus miembros se deslizaban por las posturas siguiendo las rutas más precisas, económicas y rápidas, como máquinas.

Lanzó un golpe con la mano abierta y un hombre cayó; se hizo a un lado con un paso y, apoyado sobre una sola pierna, le propinó una patada en el plexo solar a un segundo y a continuación utilizó la pierna levantada para bloquear el ataque del tercero. Giraba y se agachaba sin florituras, con precisión brutal, despachando a sus rivales con toda facilidad.

Acabó con el último con una proyección; le sujetó el brazo en el aire y atrajo todo su cuerpo tras él. Doul pareció rodar en el aire, preparando su cuerpo mientras caía y aterrizó directamente sobre la espalda del otro, aprisionando su brazo e inmovilizándolo.

Hubo un largo silencio y entonces un estallido de gozo de la multitud, como el borbotón de sangre de un costrado, una oleada de aplausos y vítores.

Bellis observaba y sintió que se enfriaba y volvió a contener la respiración.

Los caídos se levantaron por su propio pie o fueron sacados a rastras mientras Uther Doul se erguía, respirando rápida pero rítmicamente, los brazos ligeramente separados del cuerpo, las estribaciones de su musculatura empapadas con su sudor y la sangre de otros.

—El guardián de los Amantes —dijo Silas en medio del frenesí de la muchedumbre—. Uther Doul. Erudito, refugiado, soldado. Experto en teoría probabilística, en la historia de los Espectrocéfalos y en lucha. El guardián de los Amantes, su lugarteniente, su asesino, su brazo armado y su campeón. Esto es lo que tenías que ver, Bellis. Esto es lo que está tratando de evitar que nos marchemos.

Other books

Kaleidoscope by Danielle Steel
Wall Ball by Kevin Markey
Ragtime by E.L. Doctorow
Chasing Shadows by Rebbeca Stoddard
Astride a Pink Horse by Robert Greer
Live-In Position by Tice, V.S.
Wicked and Dangerous by Shayla Black and Rhyannon Byrd
Empty Mile by Matthew Stokoe