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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (26 page)

BOOK: La clave de Einstein
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Simon vio que se le presentaba su oportunidad cuando más adelante divisó un puente de un solo carril que cruzaba un arroyo poco profundo. Rápidamente, colocó el Ferrari atravesado en la carretera, cogió su Uzi y la apuntó hacia el utilitario. En cuanto el coche ralentizara la marcha lo suficiente como para dar media vuelta, dispararía a sus neumáticos. El resto sería sencillo. El vehículo ya estaba tan cerca que podía distinguir a las cuatro personas que iban dentro, incluido el desgarbado adolescente del asiento trasero. Había sido un golpe de suerte, pensó, que el jovencito fuera con ellos. Para conseguir que sus objetivos cooperaran más, había planeado empezar con el muchacho.

David vio que alguien se movía por detrás del Ferrari. Un hombre corpulento y calvo vestido con una camiseta negra y pantalones de camuflaje se había agachado en la parte posterior del vehículo. Tenía la cabeza ladeada a un lado y un ojo abierto que los miraba fijamente a través de la mirilla de una achaparrada ametralladora negra. Sintió en el pecho una fría oleada de terror. Era como si ya pudiera sentir la bala entrando en su corazón. La espalda se le puso rígida contra el asiento del vehículo y la mano derecha se agarró al apoyabrazos de la puerta. Sus ojos, sin embargo, permanecieron fijos en el pistolero que había detrás del Ferrari, y en esa fracción de segundo advirtió que el cañón del arma del tipo no les apuntaba directamente a ellos, sino un poco más abajo, a los neumáticos del Hyundai.

Monique también vio al hombre.

—¡Mierda! —exclamó—. ¡Voy a dar media vuelta!

Se dispuso a levantar el pie del pedal del gas, pero antes de hacerlo David le puso la mano encima de la rodilla y se lo impidió.

—¡No, no frenes! ¡Disparará a los neumáticos!

—¿Qué estás haciendo? ¡Déjame!

—¡Métete por ahí! —señaló un hueco entre los árboles que había a la izquierda, un sendero pedregoso y lleno de maleza que salía de la carretera e iba hasta el arroyo—. ¡Aprieta el acelerador! ¡Dale!

—¿Estás loco? ¡No podemos…!

Tres ensordecedores ruidos metálicos sacudieron el Hyundai cuando una ráfaga de la ametralladora impactó en el guardabarros delantero. Sin más discusión, Monique aceleró y giró bruscamente el coche hacia el lateral de la carretera.

Otra ráfaga de balas impactó en la parte posterior del Hyundai mientras saltaba un pequeño montículo a toda velocidad y cogía el estrecho sendero.

—¡Hijo de puta! —gritó Monique, aferrada al volante.

Mientras tanto, David, Amil y Michael rebotaban en sus asientos y todo el coche resonaba como una maleta llena de cubiertos de plata. Atravesaron a toda velocidad por las matas de hierbas y las piedras sueltas y un segundo después ya cruzaban el poco profundo arroyo, atravesando el pedregoso lecho del río casi únicamente gracias al impulso que llevaban. Las ruedas del Hyundai levantaron grandes colas de gallo en el agua y un momento después llegaron al margen opuesto del río y Monique pisó a fondo el acelerador. El motor protestó con un rugido, pero el coche logró subir el terraplén como un macho cabrío y pudo coger el sendero que llevaba de vuelta a la carretera. David miró por el espejo retrovisor en cuanto los neumáticos tocaron el asfalto y vio al hombre calvo de pie en el puente con la Uzi todavía apoyada contra el hombro. No les disparó. En vez de eso fue corriendo hacia el Ferrari y se metió en el asiento del conductor.

—¡Será mejor que le des caña! —gritó David—. ¡Viene a por nosotros!

Un sendero para piragüistas, eso es lo que era. Para que los privilegiados norteamericanos buscadores de emociones pudieran acercar sus camionetas hasta la orilla del arroyo y llevar sus botes al agua. Simon se maldijo a sí mismo por no haberse dado cuenta antes.

Mientras volvía al Ferrari y ponía primera, decidió que modificaría su estrategia. Se acabó lo de intentar capturar ilesos a los objetivos. Con que sobreviviera uno, Simon conseguiría lo que buscaba.

Monique pisaba a fondo el acelerador, pero estaban subiendo la cresta de una empinada montaña y al Hyundai le costaba llegar a los 110 kilómetros por hora. Golpeó con el puño el volante mientras el motor chirriaba y retumbaba.

—¡Ya os dije que deberíamos haber cogido mi Corvette! —gritó, mirando el cuentakilómetros.

David miró por encima del hombro hacia la ventana trasera. Todavía no se veía al Ferrari por la serpenteante carretera, pero creyó oír el gutural rugido de su motor en la distancia. En el asiento trasero, Michael volvía a tener la mirada puesta en la
Game Boy
, esperando silenciosamente que la pantalla volviera a encenderse. Ni siquiera parecía haberse dado cuenta de que pasaba algo. El profesor Gupta, en cambio, estaba extremadamente alarmado. Se había llevado ambas manos al pecho, y las había extendido a lo largo de su camisa como intentando tranquilizar los fuertes latidos de su corazón. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó jadeante.

—Todo va bien, profesor —mintió David—. No nos pasará nada.

Gupta negó frenéticamente con la cabeza.

—¡He de salir de aquí! ¡Dejadme salir del coche!

Un ataque de pánico, pensó David. Le tendió las manos, con las palmas hacia abajo, en un gesto que pretendía ser tranquilizador.

—Intente respirar hondo, ¿de acuerdo? Respire muy, muy hondo.

—¡No, he de salir de aquí!

Se desabrochó el cinturón de seguridad y estiró el brazo hacia la manecilla de la puerta. Afortunadamente, el seguro estaba puesto, y antes de que Gupta pudiera abrirlo David saltó al asiento de atrás y se lo impidió, colocándose encima del anciano y cogiéndolo por las muñecas.

—¡Ya se lo he dicho, no nos va a pasar nada! —repitió. Pero en cuanto las palabras salieron de su boca miró otra vez por el espejo retrovisor y vio el Ferrari amarillo a unos cien metros de distancia.

David se inclinó hacia delante para avisar a Monique, pero ella ya lo había visto. Sus furiosos ojos marrones estaban puestos en el espejo retrovisor.

—¡Es el coche del decano! —dijo entre dientes—. ¡Ese calvo hijo de puta lleva el coche del decano!

—Está ganando terreno —dijo David—. ¿No puedes ir más rápido?

—¡No, no puedo! ¡Él lleva un Ferrari y yo un jodido Hyundai! —Negó con la cabeza—. Debió de ir a mi casa a buscarnos. Pero a quien se encontró fue a Keith. ¡Así es como ha conseguido el coche!

El Ferrari se fue acercando a medida que llegaban a la cima de la cresta. Cuando el coche ya se encontraba a unos seis metros, David vio que el tipo calvo bajaba la ventanilla del asiento del conductor. Con la mano derecha en el volante, el tipo asomó medio cuerpo por la ventanilla y apuntó el Hyundai con la Uzi. Inmediatamente, David agarró a Michael y el profesor Gupta y los empujó hacia el suelo, detrás de los asientos delanteros. El adolescente dejó escapar un ensordecedor grito cuando David cubrió a ambos con su propio cuerpo.

—¡Agáchate! —le gritó a Monique—. ¡Nos va a disparar!

La primera ráfaga hizo añicos la ventanilla trasera, provocando que pequeños trozos del vidrio de seguridad cayeran sobre sus espaldas. La segunda pasó directamente sobre sus cabezas, las balas atravesaron el vehículo e hicieron unos cuantos agujeros en el parabrisas. Creyendo que Monique había sido alcanzada, David saltó a la parte delantera del coche para coger el volante, pero vio que ella todavía lo tenía firmemente agarrado, aparentemente ilesa. No sangraba, pero tenía las mejillas mojadas. Estaba llorando.

—Keith está muerto, ¿no? —gritó.

Ambos sabían la respuesta a esa pregunta, de modo que no hizo falta contestar. David se limitó a ponerle la mano en el hombro.

—Salgamos de aquí, ¿vale?

El Hyundai llegó a la cima y volvió a ganar velocidad en cuanto empezó a ir cuesta abajo. El calvo disparó de nuevo su Uzi, pero esta vez las balas no alcanzaron el coche porque la carretera torcía bruscamente hacia la derecha. Los neumáticos del Hyundai chirriaron al coger la curva y David tuvo que cogerse al salpicadero para no caer encima de Monique.

—¡Dios santo! —gritó—. ¡Ve con cuidado!

Ella no pareció oírle. Observaba atentamente la carretera que tenía por delante, con los ojos fijos en la doble línea amarilla. Tenía el muslo derecho hinchado por el esfuerzo de mantener presionado el pedal del gas y las manos se cogían con tal fuerza al volante que las venas se le marcaban en los nudillos. Todo su cuerpo era un tenso arco de nervios y músculos, y en la cara tenía una expresión de feroz concentración. La mente que había dilucidado las complejidades de la teoría de cuerdas, las complejas ecuaciones y topologías de variedades extradimensionales, calculaba ahora fuerzas centrífugas.

A media pendiente la carretera volvía a ser una línea recta, una empinada rampa que partía el bosque por la mitad. Ahora el Hyundai iba a más de 160 kilómetros por hora, pero el Ferrari todavía los seguía de cerca. A ambos lados de la carretera los árboles se habían convertido en un ininterrumpido borrón de hojas, troncos y ramas. Y entonces David divisó una brecha a unos cien metros. Una estrecha tira de asfalto a la izquierda que hacía un ángulo de 45 grados con la carretera. Miró a Monique: ella también la había visto.

Volviéndose, David se quedó mirando el Ferrari. El tipo calvo volvía a asomar el cuerpo por la ventanilla y los apuntaba con su ametralladora, ahora más cuidadosamente. David sólo tuvo tiempo para una breve y silenciosa oración. Todavía no, suplicó. Espera un segundo para disparar. Sólo un segundo más.

Entonces Monique giró el Hyundai hacia la izquierda, lanzando violentamente a David contra la puerta del asiento del acompañante. El coche se ladeó sobre las ruedas de la derecha, y estuvo casi a punto de volcar, pero un segundo después las ruedas de la izquierda volvieron a caer sobre el pavimento y el Hyundai se estabilizó y avanzó a toda velocidad por la estrecha carretera. Sorprendido, el tipo calvo miró por encima de la mirilla de la Uzi e intentó seguirlos girando el volante con una mano. Lo hizo demasiado tarde. La parte posterior del Ferrari salió disparada hacia delante, provocando que el coche empezara a dar vueltas en sentido contrario a las agujas del reloj. Se deslizó por la carretera como un reluciente molinete amarillo, casi hermoso en su velocidad, extrañeza y brillo. Luego se salió del asfalto y chocó contra uno de los árboles provocando un escalofriante crujido de aluminio.

Monique aminoró un poco la marcha pero siguió avanzando por la carretera. Mirando por la ventanilla trasera del Hyundai, David pudo ver cómo el Ferrari se retorcía al chocar contra el nudoso tronco de un roble. Luego la carretera hacía una doble curva y el accidente quedó fuera de la vista.

Karen y Jonah estaban en el vestíbulo del edificio del
New York Times
. Detrás del mostrador de seguridad había un tipo bajo y huraño vestido con una americana azul que se los quedó mirando de arriba abajo.

—¿Puedo ayudarlos en algo?

Karen le ofreció una gran sonrisa.

—Sí, he venido a ver a la señora Gloria Mitchell. Trabaja en el periódico.

—¿Tiene una cita?

Ella negó con la cabeza. No había intentado llamar a Gloria porque sospechaba que el FBI le había intervenido el teléfono.

—No, somos viejas amigas. Sólo quería pasar un momento por su oficina y decirle hola.

El guarda de seguridad estiró el brazo para coger el teléfono de su escritorio.

—¿Cómo se llama?

—Karen Atwood. —Su nombre de soltera—. Íbamos juntas al Instituto Forest Hills. Hace tiempo que no nos vemos, pero se acordará de mí.

El guarda marcó el número sin prisas. Inquieta, Karen inspeccionó el vestíbulo para ver si la seguía algún agente del FBI. Le preocupaba que la volvieran a arrestar antes de llegar a la recepción. Para tranquilizarse, agarró con fuerza la mano de Jonah.

Finalmente, Gloria se puso al teléfono.

—Karen Atwood ha venido a verla —dijo por el teléfono. Hubo una pausa—. Sí, Karen Atwood —otra pausa. Luego tapó el auricular con una mano y se volvió hacia Karen—. Dice que no conoce a nadie llamado así.

Karen se puso tensa. ¿Cómo podía ser que Gloria la hubiera olvidado? ¡Hicieron juntas clase de gimnasia durante tres años!

—Dígale que soy Karen Atwood del Instituto Forest Hills. La de la clase de gimnasia del señor Sharkey.

El guarda dejó escapar un suspiro de impaciencia y repitió la información por teléfono. Hubo otra pausa, esta vez más larga, y luego el guarda dijo:

—Muy bien, la envío arriba.

Colgó el teléfono y empezó a escribir el nombre de Karen en un pase de visitante.

Ella respiró aliviada.

—Gracias.

Todavía huraño, el guarda le dio el pase.

—La señora Mitchell está en la decimosexta planta. Coja los ascensores de la izquierda.

Mientras Karen se dirigía hacia el vestíbulo esperaba que algún hombre de gris la interceptara, pero ella y Jonah cogieron el ascensor sin incidente alguno. Le pareció raro que los agentes del FBI le permitieran ponerse en contacto con el periódico. Quizá habían supuesto que ningún periodista se iba a creer su historia. Lo cierto era que no tenía ninguna historia que contar; aunque sabía que los cargos de drogas contra David eran falsos, no tenía ni idea de por qué el gobierno se había inventado esas mentiras. Es más, era su palabra contra la del fiscal general. A ojos del mundo, ella no era más que la esposa de un profesor que traficaba con drogas, y ningún periódico se tomaría sus acusaciones en serio.

A no ser que tuviera pruebas, claro. Y Karen no había ido a la redacción con las manos totalmente vacías. Se acordaba del nombre del detective que había llamado a su apartamento anoche, el hombre que le podía decir al
New York Times
por qué habían llamado a David para que fuera al hospital Saint Luke. Se llamaba Héctor Rodríguez.

Lucille estaba en el despacho de Amil Gupta, sentada en su escritorio y hablando por el teléfono móvil con el director del Bureau mientras sus agentes analizaban el ordenador del profesor. En las cuatro horas desde que Gupta, Swift y Reynolds se habían escapado del Instituto de Robótica, su equipo había investigado cada rincón del campus de la Carnegie Mellon, en busca de pistas acerca de adónde se habían ido los sospechosos. El agente Walsh había interrogado a una mujer de la limpieza del Servicio de Mantenimiento de la Carnegie Mellon que reconocía haberle vendido su uniforme a Reynolds y Swift, y el agente Miller había encontrado el Corvette de Reynolds en uno de los aparcamientos del campus. Aunque era innegable que el FBI la había cagado bien, Lucille esperaba que con un poco de trabajo de campo su equipo localizara a los sospechosos y los detuviera. Por eso se enfadó tanto cuando el director le dijo que el Pentágono tomaba el mando.

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