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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (30 page)

BOOK: La clave de Einstein
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El hombre se acercó primero a David y lo cacheó de arriba abajo. Cuando hubo terminado, le clavó el arma en las costillas.

—Eres un gilipuertas —dijo.

David permaneció absolutamente inmóvil. No, pensó, este cabrón no me va a disparar. El gobierno me quiere vivo. Y sin embargo no podía estar seguro del todo. Visualizó la bala en la cámara, el gatillo listo para disparar.

Pero el agente no apretó el gatillo. En vez de eso se inclinó hacia delante hasta que sus labios casi tocan el lóbulo de la oreja de David.

—Deberías haberte quedado con tu ex esposa —susurró—. Es mucho más guapa que esta negrata.

El hombre se apartó y se acercó al profesor Gupta. David bajó los brazos, mareado por la ira, pero el agente llamado Santullo inmediatamente le apuntó con su Glock.

—¡ARRIBA ESAS MANOS! —gritó—. ¡No te lo voy a volver a decir!

Mientras David le hacía caso, el rubio cacheó al profesor Gupta. El anciano forzó una sonrisa y miró a su nieto.

—Michael, dentro de un minuto este señor te va a tocar. Pero no te preocupes, no te hará daño. Mira, a mí me lo está haciendo ahora y no pasa nada.

El agente lo miró maliciosamente.

—¿Qué le pasa al chaval? ¿Es retrasado?

Gupta siguió mirando a Michael.

—No tienes que gritar, ¿vale? Te tocará unos segundos y luego habrá terminado.

Los esfuerzos del profesor para tranquilizarlo parecieron funcionar: cuando el agente cacheó a Michael, el adolescente dejó escapar una queja, pero no llegó a gritar. Luego el agente pasó a Monique y rápidamente descubrió su revólver. Se lo sacó de los pantalones y lo levantó para que todos lo vieran.

—Bueno, bueno. Mirad esto —cacareó—. Parece que esta chica tiene auténtico poder negro bajo los pantalones.

Monique lo fulminó con la mirada, obviamente lamentando su decisión de no haber disparado. El agente enfundó su propia pistola y abrió el tambor del revólver para ver si estaba cargado.

—Esto supone un verdadero golpe de suerte para mí —dijo—. Pero muy desafortunado para usted, señorita Reynolds. Acabo de encontrar el arma homicida.

Ella negó con la cabeza.

—¡Yo no he matado a nadie! ¿De qué diablos está hablando?

Brock cerró el tambor con un golpe de muñeca y regresó al lado de su compañero.

—Estoy hablando de esto.

Apuntó la cabeza de Santullo con el arma y disparó.

Sucedió tan deprisa que Santullo todavía seguía con la mirada puesta sobre Amil, David y Monique cuando la bala le atravesó el cráneo. Del orificio de salida salieron despedidos sangre y sesos. El impacto lo tumbó en el suelo de lado e hizo que se le cayera la Glock. El agente rubio la recogió y sostuvo el arma de Santullo en una mano y la de Monique en la otra.

Michael empezó a gritar en cuanto oyó el disparo. Se dejó caer en la alfombra de pelo largo y se tapó las orejas con las manos. El profesor Gupta se arrodilló a su lado, apartando la mirada del fallecido. David, sin embargo, estaba demasiado anonadado para mirar otra cosa. No dejaba de salir sangre de la herida de entrada de la bala, justo por encima de la sien.

El agente rubio rodeó el cadáver sin ni siquiera mirarlo otra vez.

—Muy bien, dejémonos de gilipolleces —dijo. Puso el seguro de la Glock y se la metió en la cintura, pero siguió apuntando a los detenidos con el revólver.

—Tenemos que irnos de aquí antes de que aparezcan las tropas. Daremos un pequeño paseo por el bosque y nos encontraremos con un amigo mío al otro lado de la colina.

David miró fijamente al agente. Con un escalofrío se dio cuenta de que sus sospechas iniciales habían sido acertadas: este tipo no era del FBI. Trabajaba con los terroristas.

En tres rápidos pasos, el agente se acercó al profesor Gupta y su nieto, que no dejaba de gritar. Primero apartó a Gupta, tirándolo al suelo. Luego cogió a Michael por el cuello de su polo y colocó el cañón del revólver contra su cabeza.

—Vais a salir todos en fila india. Si alguien intenta huir, mato al chaval, ¿lo habéis entendido?

Ahora Monique estaba a la izquierda del agente y David a la derecha. Ella le lanzó a David una mirada apremiante que él entendió perfectamente: el tipo estaba en una posición vulnerable. No podía verlos a ambos a la vez. Si iban a intentar algo, éste era el momento.

Gupta se puso lentamente en pie. Cuando volvió a ver al agente, su rostro se crispó en una feroz mueca.

—¡Ya basta, imbécil! —gritó—. ¡Suelta a mi nieto!

David calculó la distancia a la que se encontraba el agente. Podía abalanzarse sobre el cabrón y quizá agarrarlo del brazo, pero eso no impediría que pudiera disparar el revólver. Tenían que conseguir que disparara a otra cosa que no fuera Michael.

Divirtiéndose, el agente miró al profesor con una amplia sonrisa en la cara.

—¿Qué me has llamado? ¿Imbécil?

Monique le volvió a lanzar una mirada a David: ¿A qué estás esperando? Entonces él se dio cuenta de que el brontosaurio robot estaba agitando su cola segmentada a escasos pasos de ella. Se quedó mirando la larga antena de la máquina.

—¡Sí, eres un imbécil! —gritó Gupta—. ¿No ves lo que estás haciendo?

David musitó la palabra «antena» y señaló hacia el bicho. Al principio Monique se quedó confundida. Entonces David cerró el puño de la mano derecha e hizo ver que tiraba. Ahora lo pilló. Monique se agachó sobre máquina y le arrancó la antena.

La alarma era todavía más ruidosa de lo que David recordaba. Inmediatamente, el agente dejó ir a Michael y apuntó el revólver hacia el origen del ruido. Mientras tanto, David se le acercó por detrás.

Simon aparcó la camioneta
pickup
en el punto de encuentro, una pronunciada curva de una carretera de tierra que había a un kilómetro de la cabaña. Había elegido ese lugar con la ayuda de un mapa local que había encontrado en la guantera. Encontrarse en el Retiro de Carnegie no habría sido inteligente porque la cabaña se encontraba en un camino sin salida, y en estos momentos al menos una docena de vehículos de policía se dirigían hacia ahí desde el norte. Pero la carretera de tierra iba hacia el sur a través de un enmarañado y oscuro bosque, lo que la convertía en la ruta perfecta para huir al estado vecino de Virginia.

Apagó las luces y luego miró las brillantes manecillas de su reloj: las 9.21. Brock llegaría en unos nueve minutos. Simon le había prometido una sustanciosa recompensa —250.000 dólares— si conseguía entregarle vivos a los cuatro objetivos. El agente tenía pensado hacer ver que los sospechosos habían disparado a su compañero y luego se habían escapado por el bosque. Simon sospechaba que el FBI no se creería la historia, pero ese problema era de Brock, no suyo.

Bajó la ventanilla y sacó la cabeza para ver si ya podía oír el ruido de las cinco personas avanzando por la hojarasca. Sin embargo, lo único que oyó fueron los sonidos habituales del bosque por la noche: el chirrido de las cigarras, el croar de las ranas toro, el susurro del viento al empujar las copas de los árboles. Unos segundos después oyó un sordo estruendo proveniente del oeste, probablemente de algún lugar a varios kilómetros de distancia. Un disparo de escopeta, seguramente. Y luego oyó un chillido extraño y agudo, al que siguieron cuatro disparos más en rápida sucesión. Estos disparos provenían del norte, y no eran de escopeta. Conocía bien el sonido de distintas armas de fuego. Era una pistola, seguramente un revólver.

No tenía por qué preocuparse, se dijo a sí mismo. No es más que el agente Brock ejecutando a su compañero. ¿Pero por qué cuatro disparos? Normalmente una bala en la cabeza era más que suficiente. No, no, mejor no adelantar conclusiones; quizá Brock no era muy buen tirador, quizá había disparado tres veces más a su compañero sólo para asegurarse de que estaba muerto. Sin embargo, ninguna de estas posibilidades tranquilizó los nervios de Simon. Todos sus instintos le decían que algo había salido mal.

Cogió la Uzi, abrió la puerta de la furgoneta y salió con cautela. Tenía el tobillo izquierdo muy hinchado, pero no había elección.

David se abalanzó hacia delante y empujó con el hombro derecho la espalda del agente. Lo arrolló fuerte y rápido, con lo que el hombre perdió el equilibrio, las piernas no pudieron sostenerlo y terminó dando con el pecho contra el suelo. Sin embargo, no llegó a soltar el revólver y pudo realizar un disparo que hizo explotar al robot dinosaurio y silenció la alarma. David se dejó caer encima de él y sujetó con fuerza el brazo con el que disparaba. El tipo volvió a disparar a lo loco, y entonces David empezó a golpearle en la cabeza, aporreando con los nudillos el huesudo bulto de la base del cráneo. Seguía la difícil lección que su padre le había enseñado: no existe eso llamado pelea justa. Se gana o se pierde, y si quieres ganar tienes que pegar al otro cabrón hasta que deje de moverse. David le volvió a romper la nariz al agente al golpearle la cara contra el suelo, a pesar de lo cual éste siguió disparando el revólver. Resonaron dos disparos más, y David oyó gritar a Monique. Enfurecido, colocó su rodilla sobre el antebrazo del agente y éste por fin dejó caer el arma. David, sin embargo, no se detuvo ahí. Oía la voz con aliento a ginebra de su padre: ¡Por el amor de Dios, no dejes que se levante! ¡Golpéalo, machácalo, jódelo vivo! Y David siguió las instrucciones de su padre, las siguió al dedillo, hasta que la cara del tipo que tenía debajo se convirtió en un rebujo de carne magullada, con la boca abierta y babeante y los ojos hinchados y cerrados. David le gritaba «HIJO DE PUTA», pero en realidad ya no pensaba en el agente. Era a su padre, ese cabrón sanguinario y borracho, a quien David gritaba mientras sus puños golpeaban el rostro púrpura del agente.

Y hubiera seguido pegándole hasta matarlo, pero alguien vino por detrás y le sostuvo los brazos.

—¡Ya basta, ya basta! ¡Está inconsciente!

Se volvió y vio a Monique. Para su sorpresa, no parecía estar herida. Lo miraba con cara de preocupación, luego estiró el brazo hacia la pistolera que el agente llevaba en el hombro y cogió su semiautomática.

—Dale la vuelta para que pueda cogerle la otra —ordenó.

David levantó el cuerpo inerte y Monique cogió el arma que el agente Santullo llevaba en la cintura de los pantalones.

—Ten, cógela —dijo ella, ofreciéndole la Glock—. Vigílalo por si se despierta. Iré a ocuparme de Amil.

—¿Amil? ¿Qué le pasa?

Miró por encima del hombro y vio a Michael todavía agachado sobre la alfombra de pelo largo, tapándose los oídos con las manos. A su lado, el profesor Gupta estaba tumbado de espaldas sobre un charco de sangre. Salía de un agujero de un par de centímetros que tenía en el muslo izquierdo. Apoyado sobre los codos, miraba horrorizado la herida.

—¡No deja de salir! —gritaba—. ¡No deja de salir, no deja de salir, no deja de salir!

Monique señaló la camiseta de David.

—¡Rápido, quítatela! —dijo. Luego se dirigió a toda prisa hacia Gupta y le rasgó la pernera izquierda del pantalón, que ya estaba empapada de sangre—. Intente calmarse, profesor —le dijo—. Respire hondo. Debe ralentizar los latidos de su corazón.

Cogió la camiseta de David —la de su equipo de
softball
en cuya espalda ponía «Historiadores sin pegada»— y la dobló hasta formar una almohadilla que colocó sobre la herida de Gupta. Le pasó las mangas por detrás del muslo, las ató y presionó el vendaje con la palma para contener la hemorragia. Luego le puso la otra mano en la ingle y empezó a inspeccionar la zona, justo a la izquierda de la bragueta.

—Lo siento —dijo ella—. Estoy intentando encontrar la arteria femoral.

Gupta estaba demasiado ocupado respirando hondo y probablemente no la oyó. David observó con estupefacción cómo ella hundía los dedos en la entrepierna del anciano. Unos segundos después Monique encontró el punto sobre el que hacer presión y apretó con fuerza con la palma de la mano, empujando la arteria contra el hueso pélvico. El profesor dejó escapar un grito de dolor.

Monique le ofreció una amplia sonrisa.

—Ajá. Esto está mucho mejor —dijo ella—. Ahora ya no sangrará tanto —pero la expresión con la que miró a David no era nada halagüeña—. Tenemos que llevarlo a un hospital.

Esta vez Gupta sí la oyó. Y, negando violentamente con la cabeza, intentó sentarse.

—¡No! —gritó—. ¡Tenéis que daros prisa! ¡Tenéis que llegar a Georgia!

—Por favor, profesor, túmbese —le instó Monique.

—¡No, escuchadme! ¡Ese tipo ha dicho que las patrullas estatales están a punto de llegar! ¡Si os atrapan, conseguirán la
Einheitliche Feldtheorie
!

Monique se esforzaba por mantener la presión sobre la arteria femoral de Gupta y el vendaje casero.

—¡No podemos dejarte aquí! —gritó ella—. ¡Te desangrarás hasta morir!

—En cuanto lleguen las autoridades me llevarán a toda prisa al hospital. Creedme, no me dejarán morir. Soy demasiado importante para ellos.

Ella negó con la cabeza. No quería irse de su lado. A David le impresionó su lealtad. Había tenido la impresión de que a Monique no le caía demasiado bien el profesor y sin embargo ahora estaba dispuesta a sacrificarlo todo por él.

Gupta extendió el brazo hacia ella y le tocó la mejilla. Luego señaló a su nieto, que se balanceaba adelante y atrás sobre los talones.

—Llevaos a Michael —dijo—. Si la policía lo encuentra lo meterán en una institución. No dejes que eso ocurra, Monique. Por favor, te lo ruego.

Ella mantuvo la mano sobre el vendaje, pero asintió. Luego Gupta se volvió hacia David, señalando el ordenador que había sobre la mesa.

—Antes de iros tenéis que destruir el disco duro. Para que el FBI no descubra el código.

Sin decir una sola palabra, David levantó el ordenador por encima de la cabeza y lo lanzó contra el suelo. La carcasa de plástico se rompió y David arrancó el disco duro, que parecía un tocadiscos en miniatura con un montón de pequeños discos plateados. Sosteniendo la Glock por el cañón, empezó a golpear los discos de cristal con el mango de la pistola. Lo hizo hasta que quedaron reducidos a cientos de astillas diminutas.

En cuanto terminó, oyó una sirena. Era el coche de la policía estatal que se acercaba a toda velocidad por la carretera de gravilla, más o menos a medio kilómetro. Prestó atención y oyó otras dos sirenas un poco más lejos. Y luego un ruido todavía menos bienvenido, la ráfaga de una ametralladora.

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