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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (34 page)

BOOK: La clave de Einstein
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Graddick se lo pensó, mesándose la barba mientras miraba fijamente las cajas de serpientes de cascabel.

—Bueno, no rae esperan en Tallahassee hasta las cinco en punto. Esto me deja algo de tiempo que matar. —Unos segundos después sonrió y rodeó con su brazo los hombros de David—. ¡Muy bien, hermano, hagamos trabajo pastoral! ¡Entremos en este antro de perdición y cantémosle alabanzas al Señor! ¡Aleluya!

—No, no, es mejor que entre en el bar yo solo, ¿vale? Tú conduce hasta la parte trasera y espera ahí hasta que salgamos por la puerta de atrás. Así me podrás ayudar a llevarla hasta el coche si empieza a armar jaleo.

—¡Buena idea, hermano! —Alegre, Graddick le dio una palmada entre los omóplatos.

Antes de salir de la ranchera, David cogió a Monique del brazo y le dijo:

—Vigila a Michael, ¿de acuerdo? —Y luego se dirigió al
Night Maneuvers Lounge
.

Antes de llegar a la puerta ya le llegó el olor a cerveza derramada. La vieja sensación de asco le obstruyó la garganta, al igual que lo había hecho cuando entró en el bar de la estación Penn dos noches atrás. Sin embargo, respiró hondo y se las arregló para sonreír mientras le daba los diez dólares de la consumición mínima al gorila.

Dentro, el local estaba lleno de humo del tabaco. Una vieja canción de
ZZ Top, She's Got Legs
, atronaba en los altavoces. En un escenario semicircular, dos bailarinas en topless se movían delante de una audiencia de soldados completamente borrachos. Una de las mujeres se enroscaba lentamente en una barra plateada. La otra se volvía de espaldas al público y se inclinaba hasta que su cabeza colgaba boca abajo entre las rodillas. Un soldado se le acercó tambaleante y le puso un billete de cinco dólares delante de la boca. Ella se lamió los labios y luego atrapó el billete entre los dientes.

Al principio, la visión de todos los uniformes puso nervioso a David, pero rápidamente se dio cuenta de que estos soldados en particular no suponían peligro alguno. Seguramente la mayoría de ellos llevaban doce horas seguidas bebiendo, intentando disfrutar cada minuto de sus permisos de cuarenta y ocho horas. Se acercó al escenario y centró su atención en las bailarinas. Desafortunadamente, ninguna de ellas parecía poder estar emparentada con el profesor Gupta. La bailarina de barra era una pelirroja pecosa y la mujer con la cabeza entre las piernas era una rubia blanquísima.

David se acercó a la barra y pidió una
Budweiser
. Dejó la botella a cierta distancia y se puso a examinar a las tres mujeres que les hacían un
lap dance
a los soldados sentados en los taburetes de la barra. Dos rubias más y una pelirroja. Todas bastante atractivas, de pechos firmes y redondos, y prietos traseros que movían en lentos círculos para gozo de los soldados, pero David buscaba otra cosa. Empezó a preocuparse por si Elizabeth ya se había marchado; al fin y al cabo eran las siete de la mañana, y lo más probable era que las
strippers
trabajaran por turnos. O quizá había empezado a bailar en otro club. O quizá incluso ya no vivía en Columbus.

Estaba a punto de tirar la toalla cuando advirtió que en la esquina opuesta del local alguien se desplomaba sobre una mesa. Llevaba puesta una chaqueta verde oliva del ejército y lo primero que David pensó fue que se trataba de un soldado que se había desmayado en la silla, pero al acercarse vio un lustroso abanico de pelo negro que surgía de su cabeza inmóvil. Era una mujer que dormía con la cara apoyada en la mesa y las piernas largas y delgadas despatarradas por debajo. No llevaba camiseta debajo de la chaqueta, ni tampoco pantalones, sólo la parte de abajo de bikini rojo brillante y unas botas blancas que le llegaban hasta la rodilla.

David se acercó a la mesa para verla mejor, pero esa esquina estaba pobremente iluminaba y el pelo le tapaba la cara. No había otra opción: tenía que despertarla. Se sentó en la silla de enfrente y golpeó suavemente la mesa con los nudillos.

—Esto… ¿Perdona?

No obtuvo respuesta. David golpeó con más fuerza.

—¿Perdona? ¿Puedo hablar contigo un segundo?

La mujer levantó lentamente la cabeza y se apartó la cortina de pelo de delante de los ojos. Se quitó unos cuantos pelos negros de la boca, y luego miró a David con los ojos entrecerrados.

—¿Qué diantres quieres? —dijo con voz ronca.

Tenía la cara hecha un desastre. Una mancha de carmín le recorría la cara, desde la comisura de los labios al centro de la mejilla izquierda. Las bolsas debajo de los ojos estaban hinchadas y oscuras, y una de sus falsas pestañas se había despegado parcialmente del párpado, con lo que al pestañear se agitaba como el ala de un murciélago. Pero su piel era de un moreno oscuro, del mismo tono que la de Michael, y su pequeña nariz de muñeca era similar a la de Gupta. También parecía tener la edad adecuada: treinta y pico, seguramente ya largos, ostensiblemente mayor que las otras bailarinas del club. Jadeante, David se inclinó sobre la mesa.

—¿Elizabeth?

Ella hizo una mueca.

—¿Quién te ha dicho mi nombre?

—Bueno, es una larga…

—¡No vuelvas a llamarme así! Me llamo Beth, ¿entiendes? Sólo Beth.

Ella torció el labio superior y David pudo verle los dientes. Tenía la línea de las encías de color marrón. «Boca de meta»
[18]
, la llaman los adictos. Al fumar la droga, los vapores corroen el esmalte. Ahora David estaba seguro de que esta mujer era Elizabeth Gupta.

—Muy bien, Beth. Escucha, me preguntaba…

—¿Qué quieres, una mamada o un polvo? —El lado izquierdo de su cara se contrajo nerviosamente.

—Esperaba que pudiéramos hablar un minuto.

—¡No tengo tiempo para tonterías! —De repente se puso en pie y la cazadora del ejército se le abrió, con lo que David pudo ver el medallón que colgaba de una cadena entre sus pechos.

—Veinte dólares una mamada en el aparcamiento, cincuenta un polvo en el motel.

La cara volvió a contraérsele nerviosamente, y empezó a rascarse la barbilla con las uñas escarlata. Tiene el síndrome de abstinencia, pensó David. Todo su cuerpo ansia otra dosis de metanfetamina. Él también se puso en pie.

—Muy bien, vamos al aparcamiento.

E intentó llevarla hacia la puerta trasera, pero ella le apartó la mano de un manotazo.

—¡Primero tienes que pagarme, gilipollas!

David cogió un billete de veinte dólares de la cartera y se lo dio. Ella se lo metió dentro del bolsillo interior de la cazadora y se dirigió hacia la salida de emergencia. Mientras iba detrás de ella, David advirtió que cojeaba, hecho que terminó de confirmarle su identidad. De niña un coche atropelló a Elizabeth Gupta y le rompió la pierna por tres sitios distintos.

En cuanto salió, ella se dirigió hacia una mugrienta alcoba que había entre la pared de bloques de hormigón del club y un par de contenedores.

—Bájate los calzoncillos —ordenó ella—. Iremos rápido.

Él miró por encima del hombro y divisó la ranchera. Graddick ya había salido del coche. Ahora David tenía refuerzos, por si las cosas se ponían feas.

—En realidad no quiero una mamada. Soy un amigo de tu padre, Beth. Quiero ayudarte.

Ella se quedó un momento con la boca abierta y la mirada inexpresiva. Luego apretó sus dientes podridos.

—¿Mi padre? ¿De qué cojones estás hablando?

—Me llamo David Swift, ¿vale? El profesor Gupta me dijo dónde podía encontrarte. Estamos intentando…

—¡Será cabrón! —Su grito resonó por todo el aparcamiento—. ¿Dónde está?

David alargó ambas manos cual policía de tráfico.

—¡Eh, eh, tranquilízate! Tu padre no está aquí. Sólo estoy yo y…

—¡CABRÓN! —se abalanzó hacia él, intentando arañarle los ojos.

—¡ASQUEROSO HIJO DE PUTA!

Él se preparó e intentó cogerla por las muñecas, pero antes de que ella se acercara demasiado, Graddick la cogió por detrás. Moviéndose mucho más rápido de lo que David hubiera creído posible, el montañero inmovilizó a Elizabeth colocándole las manos en la espalda.

—¡Madre de las abominaciones! —exclamó Graddick—. ¡Arrodíllate ante tu Señor Jesucristo! ¡Arrepiéntete antes de que llegue el juicio final!

Después de la sorpresa inicial, Elizabeth levantó la rodilla derecha y con el talón de la bota pisó el pie de Graddick. Éste la soltó, aullando de dolor, e inmediatamente ella se abalanzó sobre David.

Éste pudo desviar la mano derecha, pero las uñas de la izquierda lograron arañarle el cuello. ¡Dios, pensó él, esta mujer es rápida! La empujó hacia atrás, pero ella volvió a atacar, lanzando una patada que casi le da en la entrepierna. Era como luchar con un animal salvaje, una pelea a muerte, y David empezaba a pensar que tendría que noquearla para poder meterla en la ranchera. Sin embargo, antes de volver a arremeter, Elizabeth vio algo por el rabillo del ojo. Se detuvo de golpe y se giró hacia la derecha, pivotando sobre uno de sus talones letales. Y de repente se fue corriendo hacia Monique y Michael, que estaban de pie delante del coche de Graddick.

—¡Michael! —gritó mientras echaba los brazos al cuello de su hijo.

La Fuerza Delta había situado su cuartel general en la iglesia pentecostal de Jolo. Lucille observaba el armazón de madera del sencillo edificio —la Iglesia del Señor Jesucristo de las Señales—
[19]
y negó con la cabeza. Era una espectacular muestra de la estupidez militar. Si quieres que los nativos cooperen, no ocupas sus casas de oración. Pero la Fuerza Delta acababa de regresar directamente de Iraq, donde obviamente habían perdido parte de su paciencia para con las sensibilidades de la gente del lugar.

Lucille y el agente Crawford entraron en la iglesia y buscaron al coronel Tarkington, el comandante de la brigada. Sus hombres habían organizado una operación de comando y control al lado del púlpito. Dos soldados estaban encargados de la radio, mientras otros dos se inclinaban sobre un mapa de Virginia Occidental y una pareja más apuntaba sus M-16 hacia el grupo de detenidos que estaba sentado en los bancos con los ojos vendados. Lucille volvió a negar con la cabeza. Los prisioneros eran unos paletos hoscos y tercos que temían a Dios, pero a pocas cosas más. Aunque conocieran el paradero de los fugitivos, no le revelarían nada a un soldado.

Al final divisó al coronel Tarkington al fondo de la iglesia. Mordisqueaba nerviosamente la húmeda colilla de un cigarro mientras gritaba órdenes a través de la radio de campaña. Lucille esperó a que terminara la transmisión para acercarse a él.

—Coronel, soy la agente especial Lucille Parker, su enlace del FBI. Me gustaría hablar con usted de las pruebas que sus tropas obtuvieron anoche en el Retiro de Carnegie.

El coronel se quedó mirando unos segundos a Lucille y al agente Crawford, mientras con los dientes y los labios se colocaba el cigarro en la comisura de los labios.

—¿Qué les pasa?

—Necesitaría enviar el ordenador dañado al laboratorio del Bureau en Quantico. Puede que podamos extraer algunos datos del disco duro destrozado.

Tarkington se las arregló para sonreír con el cigarro en la boca.

—No te preocupes, querida. Hemos enviado todo eso a la DIA.

Lucille dio un respingo al oír lo de «querida», pero mantuvo su voz en calma.

—Con el debido respeto, señor, el equipo que tenemos en Quantico es muy superior al de la Agencia de Inteligencia de la Defensa.

—Estoy seguro de que nuestros muchachos se las arreglarán. En todo caso, tampoco vamos a necesitar esa información. Hemos cerrado el tráfico en toda esta parte del estado. Encontraremos a esos fugitivos antes de la hora de comer.

Ella lo dudaba. En las últimas treinta y seis horas había aprendido a no subestimar el talento de David Swift para la evasión.

—Como sea, señor, el Bureau quiere ese disco duro.

El coronel dejó de sonreír.

—Ya se lo he dicho, lo tiene la DIA. Hable con ellos si quiere. Ahora he de dirigir una operación. —Y se fue hacia el púlpito para departir con sus hombres.

Lucille se quedó de pie un momento, echando chispas. Que le dieran, pensó. Si no quiere su ayuda, ¿qué sentido tenía ofrecérsela? Ya no tenía edad para tonterías. Lo que debería hacer era regresar a su oficina de Washington y quedarse ahí sentada, como todos los demás malditos burócratas.

Furiosa, salió de la iglesia en dirección a su todoterreno. El agente Crawford tuvo que darse prisa para no quedarse atrás.

—¿Adónde vamos ahora? —preguntó.

Ella estuvo a punto de decir «el D.C.», pero entonces se le ocurrió una idea. Era algo tan simple y obvio que le sorprendía no haber caído antes.

—Ese ordenador del Retiro de Carnegie estaba conectado a internet, ¿no?

Crawford asintió.

—Sí, una conexión de cable, creo.

—Llama a su proveedor de internet. Averigua si anoche hubo actividad.

Elizabeth Gupta estaba tumbada en una cama de la habitación 201 del motel
Army Mule
, enfrente del
Night Maneuvers Lounge
. Ésta era la habitación en la que habitualmente atendía a los tipos que se ligaba en el club de
striptease
. Ahora, sin embargo, estaba sola en la cama extra grande, con un albornoz de toalla puesto bajo las sábanas. Monique estaba sentada en el borde de la cama, acariciando el pelo de Elizabeth y murmurando suavemente, cuidándola como si fuera una niña de cinco años enferma de gripe. Michael jugaba otra vez con su
Game Boy
sentado en una de las sillas, mientras David miraba por entre las cortinas de la ventana para comprobar que no hubiera ninguna actividad inusual en Victory Drive. Habían enviado a Graddick a buscar café; sus exhortaciones sobre la redención y el perdón divino habían resultado ser contraproducentes.

Monique le quitó el envoltorio a una barrita NutriGrain que había comprado en la máquina expendedora del motel y se la ofreció a Elizabeth.

—Ten, toma un poco.

—No, no tengo hambre —dijo con voz ronca. Desde el griterío del aparcamiento no había dicho más de una docena de palabras.

Monique sostenía la barrita NutriGrain debajo de su nariz.

—Venga, un poco. Tienes que comer algo.

Hablaba con voz suave pero firme. Claudicando, Elizabeth mordisqueó la punta de la barrita. A David le impresionó la destreza con la que Monique manejaba la situación. Estaba claro que tenía experiencia en el trato con drogadictos.

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