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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (35 page)

BOOK: La clave de Einstein
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Elizabeth dio otro mordisco a la barrita energética, y luego se sentó sobre la cama para poder beber un poco de agua de una taza de poliestireno que Monique le llevó a los labios. Unos segundos después ya estaba comiendo vorazmente, con toda la barrita en la boca y recogiendo las migas que caían sobre las sábanas. Lo hizo con la vista puesta en Michael, sin apartar los ojos del adolescente mientras su mandíbula subía y bajaba. Cuando terminó de comer, se limpió la boca con el dorso de la mano y señaló a su hijo.

—No me lo puedo creer. Ha crecido tanto…

Monique asintió.

—Es un jovencito muy apuesto.

—La última vez que lo vi sólo tenía trece años. Apenas me llegaba a los hombros.

—¿Tu padre no lo trajo nunca para que lo vieras?

Elizabeth volvió a torcer el gesto, furiosa.

—Ese gilipollas ni siquiera me enviaba fotografías. Solía llamarlo a cobro revertido una vez al año, para el cumpleaños de Michael, pero el muy cabrón no aceptaba mis llamadas.

—Lo siento mucho —Monique se mordió el labio. Parecía estar verdaderamente afectada—. Yo no…

—¿Entonces ha muerto ya ese cabrón? Me dijo que nunca volvería a ver a Michael mientras estuviera vivo.

Monique levantó la mirada hacia David, sin saber qué contestar. Éste se apartó de la ventana y se acercó a la cama.

—Tu padre no está muerto, pero sí en el hospital. Nos pidió que trajéramos a Michael aquí porque no quería que lo metieran en una institución.

Elizabeth lo miró con desconfianza.

—Ése no parece mi padre. ¿Y por qué está en el hospital?

—Empecemos por el principio, ¿de acuerdo? Yo era alumno de un amigo de tu padre, Hans Kleinman. Te acuerdas de él, ¿no?

Ese nombre le tocó la fibra. Se relajó un poco.

—Sí, claro que conozco a Hans. Es mi padrino. Es la única persona en el mundo a quien mi padre odia más que a mí.

—¿Qué? —Aquello desconcertó a David—. Tu padre no odiaba al doctor Kleinman. Eran colegas. Trabajaron juntos durante muchos años.

Elizabeth negó con la cabeza.

—Mi padre lo odia porque Hans es más inteligente que él. Y porque Hans estaba enamorado de mi madre.

David estudió su rostro, intentando averiguar si se lo estaba inventando.

—Conocí muy bien al doctor Kleinman y me resulta difícil de creer que…

—Me importa una mierda que me creas o no. Lo único que sé es que vi a Hans en el funeral de mi madre hace veinte años y sollozaba como un bebé. Tenía toda la camisa llena de borrones húmedos por las lágrimas.

David intentó imaginárselo, su viejo profesor llorando en la tumba de Hannah Gupta. Le resultaba inverosímil. Luego apartó la imagen de su mente. Ahora no había tiempo para eso. Tenía que ir al grano.

—Tu padre nos dijo que Hans vino a Columbus hace unos años. Intentó que te desintoxicaras, ¿no?

Avergonzada, bajó la mirada hacia las sábanas.

—Sí, me consiguió un trabajo en Benning, atender las llamadas de un general. Y también me encontró un apartamento. Incluso tuve a Michael de nuevo unos meses. Pero la cagué.

—Bueno, pues por eso estamos aquí, Beth. Verás, el doctor Kleinman murió hace un par de días, pero dejó…

—¿Hans ha muerto? —Se irguió en la cama con la boca abierta—. ¿Qué ha pasado?

—Ahora no puedo entrar en detalles, pero dejó un mensaje diciendo que…

—Dios mío —murmuró, llevándose la mano a la frente—. ¡Oh, Dios mío!

Elizabeth se agarró del pelo y tiró de él. Monique se acercó a ella y le dio unas palmaditas en la espalda. A David le sorprendió un poco la reacción de Elizabeth; había supuesto que una prostituta drogadicta se habría endurecido demasiado para sentir ningún tipo de pena. Pero el doctor Kleinman era la única persona que había intentado ayudarla. Estaba claro que había habido una gran conexión entre el viejo físico y su ahijada. Quizá ésa fue la razón por la que escondió la Teoría del Todo en Columbus.

David se sentó en la cama junto a Elizabeth y Monique. Los tres se abrazaron fuertemente, las cabezas casi tocándose.

—Escucha, Beth, voy a ser honesto contigo. Tenemos muchos problemas. El doctor Kleinman tenía un secreto, un secreto científico que a mucha gente le gustaría poseer. ¿Hans no te dejó unos papeles cuando vino?

Elizabeth arrugó el rostro, sin comprender.

—No, no me dejó nada. Excepto algo de dinero. Suficiente para cubrir el alquiler de mi apartamento unos cuantos meses.

—¿Y un ordenador? ¿No te compró uno?

—No, pero sí me regaló una tele. Y también una buena radio.—Sonrió al recordarlo, pero volvió a ponerse seria un instante después—. Tuve que empeñarlo todo cuando perdí el trabajo en la base. Lo único que tengo ahora es esa caja de ropa.

Señaló una caja de cartón que había junto a la ventana, repleta de bragas, sujetadores y medias. David no creía que la teoría del campo unificado estuviera ahí dentro.

—¿Y ahora vives aquí? ¿En esta habitación?

—A veces en esta habitación, otras en la de al lado. Harían se ocupa de las facturas del hotel.

—¿Harían?

—Sí, es el encargado del Night Maneuvers.

En otras palabras, su chulo, pensó David.

—El mensaje del doctor Kleinman nos proporcionó la dirección del bar, de modo que debía de saber lo que te había pasado.

Elizabeth hizo una mueca de dolor y se encorvó en la cama, cruzando los brazos sobre el estómago.

—Hans me llamó cuando me despidieron. Dijo que vendría a verme y que me metería en un programa de desintoxicación.

David se imaginó al doctor Kleinman en el
Night Maneuvers Lounge
, otra imagen difícil de concebir. Se preguntó si el club de
striptease
tendría un ordenador en su oficina.

—¿Hans fue a verte al club? ¿No entraría por casualidad en las oficinas?

Ella se frotó los ojos y negó con la cabeza.

—No, Hans nunca vino. Cuando me llamó, yo estaba colocada, así que lo envié a la mierda. Ésa fue la última vez que hablamos.

Se inclinó hacia delante hasta que su frente quedó a unos centímetros de las mantas. Sin hacer ningún ruido, su cuerpo empezó a temblar, presa de los sollozos, tumbado sobre el colchón.

Monique volvió a darle palmaditas en la espalda, pero esta vez sin éxito, de modo que se acercó a Michael y, tras cogerlo cuidadosamente por el codo, llevó al adolescente al lado de su madre. Automáticamente, Elizabeth lo abrazó. Michael se hubiera puesto a gritar como un loco si cualquier otra persona hubiera hecho esto, pero parecía tener una tolerancia natural a las caricias de su madre. A pesar de ello, no le devolvió el mimo y ni siquiera la miró. Mientras ella le rodeaba la cintura con los brazos, él se puso un poco de lado para poder seguir jugando al
Warfighter
.

Después de un rato Elizabeth se echó para atrás y se quedó a cierta distancia de su hijo. Se secó las lágrimas de los ojos y se lo quedó mirando.

—Todavía juegas a ese maldito juego de guerra —suspiró, mirando la pantalla de la
Game Boy
—. Pensaba que a estas alturas ya te habrías cansado.

Michael no respondió, claro está, de modo que Elizabeth se volvió hacia David y Monique.

—Michael empezó a jugar a este juego cuando yo trabajaba en Benning. Hans configuró uno de los ordenadores de mi oficina para que Michael pudiera jugar ahí. —Le pasó la mano por el pelo, haciéndole la raya a la derecha—. Los días que la escuela para niños autistas cerraba me lo llevaba al trabajo y él se quedaba sentado delante del ordenador durante horas y horas.

Elizabeth bajó un poco la mano y acarició la mejilla de Michael. Era una escena conmovedora, y en circunstancias normales David no la hubiera interrumpido, pero ahora la cabeza le iba a mil por hora.

—Un momento, ¿el doctor Kleinman estuvo en tu oficina de Benning?

Ella asintió.

—Sí, en mi primer día. Quería presentarme al general Garner, mi nuevo jefe. Hans lo conocía de hacía tiempo. Cientos de años atrás habían trabajado juntos en algún proyecto del ejército.

—¿Y, mientras estuvo en tu oficina, Hans trabajó con uno de los ordenadores?

—Sí, ese sitio estaba lleno de ordenadores. Se llamaba oficina SCV, Simulación de Combate Virtual. Tenían montones de cosas raras: cintas de correr, anteojos, rifles de plástico. El ejército ni siquiera utilizaba la mayoría de esas cosas, así que dejaban que Michael jugara con ellas.

—¿Y cuánto tiempo estuvo Hans trabajando con el ordenador?

—Uf, no lo sé. Unas cuantas horas, al menos. El general y él eran viejos amigos, así que Hans tenía libertad absoluta en aquel lugar.

El corazón de David empezó a latir con fuerza. Intercambió una mirada con Monique, y luego centró su atención en la
Game Boy
que Michael tenía en las manos. Casualmente, la pantalla mostraba el mismo pasillo oscuro que David había visto la noche anterior cuando había mirado por encima del hombro de Michael. De nuevo, un soldado animado vestido con un uniforme caqui irrumpía en una pequeña habitación y disparaba con su M-16 a media docena de enemigos. De nuevo, los soldados enemigos caían al suelo, sangrando sangre simulada. Y de nuevo apareció un mensaje parpadeante: «¡FELICIDADES! ¡HAS LLEGADO AL NIVEL SVIA/4!».

—¿Qué diablos es eso? —preguntó Monique, señalando la pantalla—. ¿SVIA/4?

David no tenía ni idea, pero sabía a quién preguntar. Se inclinó hasta que su cara quedó delante de la de Michael. El adolescente le había hablado la noche anterior. Quizá lo volvería a hacer ahora.

—Escúchame, Michael. ¿Qué hay en el Nivel SVIA/4?

El chaval bajó la barbilla, evitando la mirada de David.

—No puedo llegar a ese nivel —dijo con su monótona voz—. Regresa al Nivel A1.

—Ya lo sé, ya me lo has dicho —David ladeó la cabeza, manteniendo su cara delante de la del chaval—. ¿Pero por qué no puedes llegar al Nivel SVIA/4?

—La
Game Boy
no tiene ese nivel. Sólo está en el programa del servidor.

—¿Y por qué lo configuró así?

Michael abrió la boca, como si se fuera a poner a gritar. En vez de eso, por primera vez miró a David a los ojos.

—¡Me dijo que ahí estaría seguro! ¡Que era un lugar seguro!

David asintió. Al parecer, el doctor Kleinman había alterado el software del
Warfighter
. Como la
Game Boy
podía llegar a las manos de cualquiera, sólo contenía una versión abreviada del programa. La versión completa, con toda la información que Kleinman había añadido, se encontraba en un lugar más seguro.

—¿Dónde está ese servidor?

Antes de que Michael pudiera responder la
Game Boy
emitió un pitido anunciando la vuelta al Nivel A1. Rápidamente el adolescente se apartó de David y se fue del lado de su madre. Regresó al otro extremo de la habitación, se puso de cara a la pared y se puso a jugar otra vez al
Warfighter
.

Elizabeth miró a David.

—¡Eh, deja de hacerle preguntas! ¡Lo estás molestando!

—Está bien, está bien. —Se apartó de la cama.

Lo cierto era que no necesitaba hacerle a Michael más preguntas. Ya sabía dónde estaba el servidor. El doctor Kleinman había escogido el escondite más atrevido imaginable. Había ocultado la teoría del campo unificado en un ordenador de Fort Benning.

El doctor Milo Jenkins y su esposa yacían boca abajo sobre la alfombra del salón. Si no fuera por los agujeros de bala de la cabeza, Simon hubiera pensado que estaban echando una cabezada. Los había liquidado a las 9.00, poco después de que el médico paleto anunciara que el profesor Gupta estaba fuera de peligro y que dormía plácidamente en la mesa del comedor. Los disparos despertaron al agente Brock, que estaba repanchingado en el sofá del salón, pero unos segundos después se dio la vuelta y volvió a dormirse.

A Simon le hubiera encantado poder dormir. No lo había hecho mucho en las últimas treinta y seis horas y la transfusión de sangre lo había debilitado más de lo esperado. Sin embargo, su cliente, el enigmático Henry Cobb, estaba a punto de hacerle la llamada diaria de las 9.30 para averiguar los avances en la misión, y Simon sentía la obligación profesional de darle buenas noticias. Así pues, con un gruñido de cansancio, entró en el comedor y se acercó a la mesa ensangrentada en la que estaba tumbado el profesor Gupta.

La sonda intravenosa que colgaba de la lámpara de araña todavía estaba sujeta al brazo de Gupta, pero la bolsa IV estaba vacía. El diminuto profesor dormía de manera irregular boca arriba, con la pierna herida apoyada sobre un cojín del sofá. El efecto de los analgésicos que le había dado el doctor Jenkins ya debía de haber pasado, de modo que Gupta empezaría a agonizar en cuanto recobrara el conocimiento. Exactamente lo que Simon quería.

Empezó el proceso golpeando con el puño el agujero suturado del muslo de Gupta. El cuerpo del profesor sufrió una convulsión: la parte posterior de la cabeza golpeó la mesa de caoba y la pierna sana tiró el cojín del sofá de una patada. Dejó escapar un gemido largo e irregular y los párpados le temblaron.

Simon se inclinó sobre la mesa.

—Despierte, profesor. La clase va a empezar.

Luego volvió a golpear la herida del muslo del profesor con fuerza suficiente para que le tiraran los puntos que el doctor Jenkins había cosido con tanto cuidado.

Esta vez Gupta abrió los ojos y dejó escapar un grito agudo. Intentó incorporarse, pero Simon lo sujetó por los hombros contra la mesa.

—Es usted un hombre afortunado, ¿lo sabía? Un poco más y no lo cuenta.

Gupta se lo quedó mirando, parpadeando con rapidez. Obviamente, el anciano estaba un poco confundido. Simon le dio un apretón en el hombro.

—No pasa nada, profesor. Se va a poner bien. Sólo me tiene que contestar una pregunta. Una pequeña pregunta y habremos terminado.

El profesor abrió y cerró la boca, pero no emitió sonido alguno. Le llevó unos segundos encontrar su voz.

—¿Qué? ¿Quién eres?

—Eso ahora no es importante. Lo importante es encontrar a sus amigos. David Swift y Monique Reynolds, ¿se acuerda? Anoche estaba con ellos en la cabaña. Y lo dejaron atrás, sangrando en el suelo. No fue muy considerado por su parte, ¿no?

Gupta arrugó el entrecejo. Era una buena señal: estaba recobrando la memoria. Simon apretó con mayor fuerza el hombro del anciano.

—Sí que se acuerda. Y creo que también recuerda adónde se dirigían. Habría ido con ellos si no hubiera recibido un disparo, ¿no es así?

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