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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (39 page)

BOOK: La clave de Einstein
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—Lo siento,
Herr Doktor
—susurró—. No debería haberme hecho esperar.

—¿David? ¿Dónde estás? ¡La pantalla se ha vuelto loca!

Podía oír a Monique, pero no veía nada. El visor RV sólo mostraba una espesa bruma roja, como si una niebla de sangre le tapara la vista. Lo último que recordaba era la imagen del soldado de Michael cayendo, y mientras volvía a visualizar mentalmente esta imagen, recordó algo más que había vislumbrado al fondo. Había otro soldado detrás del de Michael. No una de esas figuras generadas por ordenador con chaqueta negra, sino un soldado de uniforme caqui con el número «3» en el casco.

David se quitó las gafas, ahora inútiles. Fuera de la esfera transparente, Monique estaba inclinada sobre la terminal, manipulando frenéticamente el teclado.

—¡Hijo de puta! —gritó—. ¡Alguien más ha accedido al servidor! ¡Hay una descarga en marcha!

A la izquierda, al otro lado de la esfera, vio que Michael se reajustaba los anteojos. No parecía ni sorprendido ni decepcionado por la derrota. Unos segundos después volvió a levantar su rifle y se puso a correr dentro de su esfera. Había vuelto a empezar el juego.

—Hay que volver al principio —dijo David—. Sólo tenemos que…

—¡No hay tiempo para eso! —Monique se tiró del pelo—. ¡Sólo quedan veinte segundos!

Incapaz de pensar otra opción, David se volvió a poner las gafas. La niebla roja poco a poco se iba desvaneciendo, y él creía que volvería a estar de vuelta en el campo de las afueras del pueblo. Sin embargo, en cuanto las últimas volutas rojas desaparecieron, lo que vio fue la hilera de taquillas con iniciales en las puertas. Estaba a cuatro patas, todavía en el vestuario. Le habían disparado en el cuerpo, no en la cabeza.

No se podía mover, pero sí disparar el arma. El soldado con el «3» en el casco permanecía de pie delante de la taquilla, que ahora mostraba una cuenta atrás en vez de la ecuación. Al llegar a 0:09 David apretó el gatillo.

Simon advirtió que algo se movía en la pantalla. Algo pequeño y redondo rebotó contra la hilera de taquillas y desapareció de la vista.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó mientras señalaba el ordenador.

Gupta no respondió. Todavía estaba en trance con la cuenta atrás.

—¡Algo ha cruzado la pantalla! ¡Ha ido a la izquierda!

Frunciendo el ceño, el profesor movió su
joystick
, permitiendo así que todo el vestuario quedara a la vista. En el suelo había un objeto verde con forma de huevo. Simon lo reconoció al instante. Era una granada M406 del ejército norteamericano.

A David casi se le doblan las rodillas al salir de la esfera. Había estado dentro del mundo virtual menos de quince minutos, pero se sentía como si hubiera estado peleando en Iwo Jima. Tras desembarazarse de las gafas RV y el rifle de plástico, se acercó a Monique.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó—. ¿Lo hemos detenido?

Ella no levantó la vista. Permanecía inclinada sobre la terminal, con los ojos puestos en la pantalla.

—¿Por qué has utilizado la granada? Lo único que tenías que hacer era disparar al cabrón para cortarle la conexión.

—Pero hemos detenido la descarga, ¿no? No ha conseguido la teoría, ¿verdad?

—Oh, sí, has detenido la descarga. Y también te has cargado el
Warfighter
y borrado todos los archivos del programa.

David se agarró al borde del escritorio.

—¿Y qué ha pasado con el archivo que contenía la teoría?

—Ya no existe. Se ha borrado. Al estar incorporado en el software del juego, al cargarte el programa has corrompido el archivo de forma permanente. Incluso si alguien intentara recuperar la información del servidor, no conseguiría más que tonterías.

Sintió una punzada en el estómago. Era como si volviera a estar dentro de la esfera, pero ahora era todo el universo el que daba vueltas a su alrededor. Los planos del cosmos, el diseño oculto de la realidad; todo se había desvanecido en un instante por su error.

—¿Qué?

Monique sostenía en la palma de su mando un pequeño cilindro plateado, de unos siete centímetros de largo y uno y medio de diámetro.

—La teoría está aquí. O al menos eso espero. Será mejor que coja un portátil y lo mire.

David se quedó hecho polvo. Respiró hondo un par de veces mientras observaba el dispositivo de memoria USB. Hasta ese momento no había sido consciente de lo importante que la teoría era para él.

Mientras Monique buscaba un ordenador portátil por la oficina, Michael salió de su esfera. Volvió a dejar las gafas RV y el rifle en el armario, y cogió otra vez su
Game Boy
. Le debía haber supuesto un tremendo bajón dejar el campo de batalla virtual y regresar a un aparato cuyos controles se manejaban con los pulgares y la pantalla apenas medía diez centímetros, pero el rostro de Michael permanecía tan inexpresivo como siempre.

Poco después, su madre salió del despacho contiguo. Con cara de asco, Elizabeth se alisó una arruga en las medias y se ajustó la correa de los zapatos. Luego se dirigió directamente hacia David.

—Muy bien, ¿dónde está el resto del dinero?

—¿Dónde está Mannheimer?

—Dormido en el sofá. Es hombre de una bala. Pero tú me debes doscientos dólares.

—Está bien, está bien. —David cogió su cartera y sacó los billetes—. Escucha, tenemos que irnos de la base antes de que alguien sospeche algo. Será mejor que vengas con nosotros.

Ella cogió el rollo de veintes y los deslizó dentro de la cintura de sus medias.

—Me parece bien. A mí dejadme en el motel.

A estas alturas Monique ya había encontrado un portátil, un lustroso
MacBook
plateado. Antes de encenderlo, sin embargo, David se acercó a la ventana y advirtió dos acontecimientos alarmantes. Para empezar, el Cadillac de Graddick ya no estaba aparcado en la entrada trasera del Infantry Hall. Y, en segundo lugar, un escuadrón de policías militares venía corriendo hacia el edificio. Desde lejos parecían soldados virtuales del
Warfighter
, con la diferencia de que los M-16 que llevaban en las manos no eran de plástico.

Lucille estaba de pie en la plaza de armas de Fort Benning, discutiendo con uno de los esbirros del secretario mientras éste daba su discurso desde un podio situado delante del Infantry Hall. Una muchedumbre de por lo menos tres mil soldados y civiles ocupaba la plaza de armas, y varios cientos más deambulaban por detrás del podio, obstaculizando la entrada principal del edificio. A nivel de seguridad era una pesadilla: con toda esta gente revoloteando era imposible llevar a cabo una búsqueda como Dios manda de los sospechosos, quienes, por lo visto, habían conseguido entrar en la base hacía menos de una hora. Lucille quería que el secretario abreviara su discurso, pero uno de sus ayudantes del Pentágono lo impidió. Era un corpulento joven veinteañero, tonto como él solo.

—Llevamos meses planeando este evento —dijo—. Las tropas hace tiempo que lo esperan con ganas.

—Mira, es una cuestión de seguridad nacional. Sabes lo que es la seguridad nacional, ¿verdad? ¡Quiere decir que es más importante que tu maldito evento!

El ayudante parecía desconcertado.

—¿Seguridad? Pensaba que de eso ya se encargaba la Policía Militar.

—¡Madre de Dios! —Exasperada, Lucille metió la mano debajo de su chaqueta y sacó su Glock—. ¿Es que tengo que dispararte para que te enteres de lo que te estoy diciendo?

Pero ni siquiera la visión del arma pareció surtir ningún efecto en su abotargado cerebro.

—Por favor, señora, tranquilícese. El secretario ya está terminando. Está a punto de contar su chiste de la gallina de tres patas.

Los policías militares irrumpieron a toda prisa en el Infantry Hall por la entrada trasera y empezaron a subir las escaleras. David se apartó de la ventana.

—¡Vamos, vamos! —les gritó a los demás—. ¡Por aquí!

Iba empujando a Michael pasillo abajo mientras Monique y Elizabeth trotaban detrás. Instintivamente se dirigió hacia la parte delantera del edificio, alejándose de los soldados que los perseguían, aunque era perfectamente consciente de que podía ser que otro escuadrón viniera por ahí. Cuando David llegó a la escalera que había por encima de la entrada principal, oyó voces abajo, y primero supuso que eran los gritos de los fervorosos soldados subiendo las escaleras. Un momento después, sin embargo, oyó una risotada y grandes vítores. Parecía más una fiesta que una búsqueda.

Bajaron las escaleras a toda prisa hasta llegar a un vestíbulo de entrada lleno de soldados y sus familias. Hombres y mujeres en ropa de civil se alineaban alrededor de una larga mesa repleta de cuencos con patatas fritas y latas de
Coca-Cola
. Se trataba de una especie de recepción. La gente se daba la mano, contaba chistes y se atiborraba de comida. David atravesó el gentío, aterrado por si alguien daba la voz de alarma, pero nadie le prestó la menor atención, ni a él ni a Michael. Algunos soldados lanzaron miradas lascivas a Elizabeth y Monique, pero eso fue todo. Medio minuto después ya estaban fuera y se unieron a la corriente de gente que se dirigía a los aparcamientos. Mientras se alejaban del edificio, David vio a un tipo mayor cuya cara le sonaba dando la mano a varios generales. Dios mío, pensó, ése es el secretario de Defensa. David apretó con más fuerza el brazo de Michael y aceleró un poco el paso.

Avanzaron en dirección oeste junto a la gente durante más o menos medio kilómetro, pasando por aparcamientos en los que grupos de espectadores se iban quedando para coger sus coches. Diez minutos después la muchedumbre había disminuido considerablemente, pero ellos cuatro todavía caminaban en la misma dirección, siguiendo las señales que indicaban «PUERTA OESTE», «PUENTE EDDY». Pasaron junto a una pista de tenis y un campo en el que una docena de soldados jugaban al fútbol. David no vio a ningún Policía Militar, ni señal alguna de que los estuvieran buscando.

Diez minutos después vieron un río, una sinuosa franja de aguas turbias con árboles a ambos lados. Era el río Chattahoochie, la frontera oeste de Fort Benning. Un puente de dos carriles se extendía sobre las aguas y en el extremo de su lado había un paso vigilado. La barrera estaba puesta y varios coches hacían cola, esperando para abandonar la base. Los conductores tocaban las bocinas pero los dos policías militares de la puerta permanecían impasibles como estatuas. Mierda, pensó David, han cerrado el lugar. Consideró la posibilidad de dar media vuelta, pero seguramente los policías militares ya los habían visto. Su única esperanza era intentar engatusarlos para que los dejaran salir.

Se acercaron al paso tranquilamente, como si de una excéntrica familia de excursión se tratara. David saludó a los policías militares.

—¡Eh, soldados! —dijo David—. ¿Es éste el camino hacia el camping?

—¿Se refiere al de Uchee Creek, señor? —contestó uno de ellos.

—Sí, sí, ése mismo.

—Tiene que cruzar el puente y caminar hacia el sur tres kilómetros. Pero ahora no puede cruzar, señor.

—¿Por qué no?

—Alerta de seguridad. Estamos a la espera de más órdenes.

—Bueno, imagino que la alerta es sólo para coches. Los peatones sí pueden pasar, ¿no?

El policía militar lo pensó un momento, pero luego negó con la cabeza.

—Tendrá que esperar, señor. Tranquilo, no creo que vaya para largo.

Mientras David y Monique intercambiaban miradas de nerviosismo, un Humvee llegó al paso a toda velocidad. El conductor bajó del vehículo de un salto y se acercó corriendo a los policías militares. Sostenía un par de folletos en la mano; David no podía ver qué había impreso en ellos, pero hubiera apostado lo que fuera a que su fotografía estaba en esa página. Los policías militares les habían vuelto la espalda, de modo que, sin hacer ruido, David guió a Michael, Monique y Elizabeth al otro lado de la barrera. Empezaron a avanzar hacia el puente, que estaba a unos treinta metros.

—¡Alto! —Uno de los policías militares se había dado la vuelta—. ¿Qué diablos piensa que está haciendo?

David echó una mirada por encima del hombro pero no se detuvo.

—¡Lo siento, tenemos prisa!

El otro policía militar, que ya había echado un vistazo a los folletos, le apuntó con su pistola.

—¡DETENTE AHORA MISMO, GILIPOLLAS!

Unos segundos después, los tres soldados habían desenfundado sus M-9. Los conductores de los coches detenidos por la barrera habían dejado de tocar la bocina; estaban demasiado ocupados mirando la disputa. Pero precisamente porque todos los ojos estaban puestos en los soldados o en los fugitivos, nadie vio la serpiente de cascabel hasta que aterrizó a los pies de los policías militares. La gruesa serpiente parda rebotó en el asfalto y, retorciéndose de dolor, hundió sus colmillos en la primera cosa en movimiento que vio, que resultó ser la pantorrilla de un policía militar. El soldado gritó, y entonces la segunda serpiente cayó del cielo. David miró delante y vio a Graddick agachado junto a su ranchera, que estaba aparcado en el margen del río, no muy lejos del puente. Con gran impulso, Graddick lanzó su tercera serpiente de cascabel a los policías militares, que se habían ido corriendo hacia los árboles. Luego hizo una señal a David.

—¡Vamos, pecadores! —gritó—. ¡Meteos en el coche!

Karen y Jonah estaban en Brownsville, uno de los barrios más pobres de Brooklyn, siguiendo a Gloria Mitchell por las calles cubiertas de cristales rotos de un complejo de viviendas subvencionadas. Gloria era una reportera infatigable; se había pasado todo el día recopilando información acerca del doble homicidio, primero había hablado con los policías en la comisaría del distrito local y luego había entrevistado a los amigos y la familia de las víctimas. A las nueve de la noche todavía estaba trabajando, intentando localizar a un testigo del tiroteo. En circunstancias normales Karen nunca se hubiera aventurado por Brownsville de noche pero, curiosamente, ahora el lugar no le daba miedo. Las pandillas de adolescentes en las esquinas de las calles no la asustaban lo más mínimo. Lo que le daba miedo eran los todoterrenos que parecían seguirla allá adonde fueran.

Mientras cruzaban a toda prisa un patio de recreo desierto, un hombre alto y de cuello grueso salió de las sombras. Había tan poca luz que Karen tan sólo vio una silueta. No podía ver bien su cara, pero sí que llevaba un traje y un pequeño cable en espiral al lado de la oreja izquierda.

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