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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (18 page)

BOOK: La clave de Einstein
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Esta vez el silencio se alargó durante casi medio minuto. Simon se imaginó a su cliente vestido con una chilaba blanca, tirando con fuerza de una sarta de cuentas.

—Esto no me hace muy feliz —dijo finalmente—. Contaba con este lanzador. ¿Cómo nos las vamos a arreglar sin él?

—No se preocupe. Tengo otras perspectivas. Un hombre más joven, un jugador muy prometedor. Parece que trabajó codo con codo con el lanzador.

—¿He oído hablar de este jugador alguna vez?

—También lo mencionan en los periódicos. Es un jugador universitario. Creo que tiene lo que necesitamos.

—¿Sabe dónde está?

—Todavía no. Estuve a punto de contactar con él anoche, pero tuvo que irse de la ciudad repentinamente.

Contrariado, Henry dejó escapar un gruñido. Estaba claro que no era un hombre paciente. Pero los de su calaña rara vez lo eran.

—Esto es inaceptable —dijo—. Le estoy pagando muy bien y espero mejores resultados.

Simon sintió una punzada de irritación. Se enorgullecía de su profesionalidad.

—Tranquilícese. Rentabilizará su dinero. Sé de alguien que me puede ayudar a encontrar a este jugador.

—¿Quién?

—Un agente de la organización de los
Yankees
.

Se produjo otro largo silencio, pero éste fue distinto. Era un silencio meditabundo y de estupefacción.

—¿De los
Yankees
? —masculló su cliente—. ¿Tiene un amigo ahí dentro?

—Es una relación estrictamente profesional. Mire, los
Yankees
encontrarán a este jugador tarde o temprano. En cuanto ellos sepan dónde está, el agente me pasará la información.

—Y eso tendrá un precio, supongo.

—Naturalmente. Y necesitaré un sustancial aumento de mi presupuesto para cubrirlo.

—Se lo he dicho otras veces. El dinero no es problema. Estoy dispuesto a pagar todos los gastos necesarios.

Ahora su voz era conciliadora, casi deferente.

—¿Y está seguro de que puede confiar en este hombre?

—He concertado una entrevista con el agente para evaluar sus intenciones. Llegará dentro de unos minutos, de hecho.

—Bueno, pues entonces le dejo estar. Manténgame informado, por favor.

—Desde luego.

Simon frunció el ceño mientras colgaba el teléfono y se lo metía en el bolsillo. Odiaba tratar con los clientes. Era de largo la parte más desagradable de su trabajo. Pero no tendría que hacerlo muchas veces más. Si todo salía según lo planeado, esta misión sería la última.

Se volvió hacia el río Delaware y la línea de robles de la otra orilla. Según rezaba un cartel que había en la orilla, éste fue el lugar en el que el general Washington embarcó a sus tropas para cruzar el río. En la noche del 25 de diciembre de 1776, guió a 2.400 insurgentes de Pennsylvania a Nueva Jersey para sorprender al ejército británico en sus barracas de Trenton. Ahora el río estaba tan tranquilo, costaba creer que alguien hubiera muerto alguna vez aquí. Pero Simon sabía bien que la muerte corría bajo la rizada superficie del agua. Estaba en todos los ríos, en todos los países. Saturaba por completo el universo.

El chirrido de un todoterreno interrumpió sus pensamientos. Simon miró por encima del hombro y vio que un Suburban negro entraba en el aparcamiento. No había ningún otro vehículo a la vista, lo cual era una buena señal. Si el FBI estuviera preparando una emboscada, habrían enviado todo un convoy.

El Suburban aparcó al otro lado del aparcamiento y, unos segundos después, del coche salió un hombre vestido con un traje gris. Aunque llevaba gafas y se encontraba a casi treinta metros, Simon reconoció inmediatamente a su contacto por su distintiva forma de andar, desgarbada, con los hombros encorvados y las manos en los bolsillos. La brisa le desgreñaba el pelo mientras caminaba por el asfalto. Probablemente llevaba una semiautomática en la cartuchera que le colgaba del hombro debajo de la americana, pero no pasaba nada: Simon también iba armado. Estaba dispuesto a correr el riesgo en caso de que la cosa derivara en un tiroteo.

El agente se detuvo a unos metros del Ferrari. Señaló el coche, sonriendo.

—Bonito coche —dijo—. Te debe haber costado una pasta.

Simon se encogió de hombros.

—No es nada. Sólo una herramienta de la profesión.

—Así que es sólo una herramienta. —El tipo dio una vuelta alrededor del Ferrari, admirando sus líneas—. No me importaría tener una herramienta como ésta.

—Eso se puede arreglar. Mi oferta sigue en pie.

El agente pasó los dedos por el alerón del Ferrari.

—Sesenta mil, ¿no? ¿Era eso?

Simon asintió.

—Treinta ahora. Los otros treinta si tu información me conduce a la captura del sospechoso.

—Bueno, supongo que hoy es mi día de suerte. Acabo de recibir una transmisión del cuartel general mientras conducía hasta aquí. —Cruzó los brazos sobre el pecho—. ¿Llevas el dinero encima?

Con los ojos puestos en el agente, Simon metió el brazo dentro del Ferrari. Cogió el maletín negro que descansaba en el asiento del conductor.

—El primer pago está aquí. En billetes de veinte dólares.

El agente dejó de mirar el coche. Ahora toda su atención pasó al maletín. La avaricia de ese hombre era apabullante, razón por la cual Simon había cultivado este contacto en particular.

—Nos han informado de que un ciudadano ha visto a David hará una hora. En una área de descanso de la autopista de peaje de Pennsylvania.

Simon echó una ojeada a la orilla pensilvana del río.

—¿Dónde? ¿En qué área de descanso?

—Área de servicio de New Stanton. A unos sesenta kilómetros al este de Pittsburgh. La policía del estado está realizando controles, pero todavía no lo han encontrado. Seguramente ya habrá salido de la autopista.

Sin vacilar, Simon le dio el maletín al agente. Estaba ansioso por ponerse en marcha.

—Estaré en contacto contigo para el segundo pago. Recibirás mi llamada en las próximas doce horas.

El agente se aferraba el maletín con ambas manos. Parecía alucinado ante su buena suerte.

—La estaré esperando. Es un placer hacer negocios contigo.

Desde su posición estratégica, a unos cien metros, David observaba el Newell-Simon Hall, intentando recordar la localización exacta de la oficina de Amil Gupta. Él y Monique estaban de cuclillas dentro de una aula vacía del Purnell Arts Center, un edificio vecino que había en el campus de la universidad Carnegie Mellon. Al parecer en esa aula daban un curso de diseño de decorados para teatro; desparramados por los pupitres había varios paneles de madera pintados para parecer árboles, casas, coches y escaparates de tiendas. Un panel grande que mostraba la entrada de una barbería con las palabras «SWEENEY TODD» encima estaba apoyado junto a la ventana desde la que David y Monique estaban espiando. Todos esos facsímiles bidimensionales le daban a la habitación una aire desorientador, como si fuera el interior de un Casa de la Risa. David pensó en su artículo sobre
Planicie
, un universo sin profundidad.

Era casi mediodía. Después del fiasco del área de servicio de New Stanton, se pasaron más de una hora dando vueltas por las callejuelas de los suburbios de Pittsburgh, manteniéndose alejados de las calles principales para poder llegar a Carnegie Mellon sin cruzarse con ningún coche patrulla. En cuanto llegaron, Monique escondió su Corvette entre los centenares de coches deportivos que había aparcados en el aparcamiento principal de la universidad y se dirigieron al campus a pie. Escogieron el Purnell Arts Center para realizar su reconocimiento porque estaba en una elevación que quedaba por encima del Newell-Simon Hall y ofrecía una excelente panorámica del aparcamiento que había entre los dos edificios.

Lo primero que David vio fue el vehículo robótico
Highlander
, un Hummer tuneado con una gran esfera plateada en el techo. Había leído sobre ese coche en la
Scientific American
. Era uno de los proyectos favoritos de Gupta. El
Highlander
podía viajar miles y miles de kilómetros sin conductor. Un par de alumnos del Instituto de Robótica estaban probando el vehículo, observando cómo navegaba de forma autónoma por el aparcamiento. La esfera del techo contenía un escáner de láser que detectaba los obstáculos que se encontraba por el camino. Uno de los estudiantes sostenía un mando de radiocontrol con el que podía apagar inmediatamente el motor si el coche robot se descontrolaba.

Lo segundo que advirtió David fueron los Suburbans. Dos todoterrenos negros estaban aparcados cerca de la entrada de Newell-Simon y otros dos estaban situados en la parte trasera del aparcamiento. Se los señaló a Monique.

—¿Ves esos todoterrenos? Son coches del gobierno.

—¿Cómo lo sabes?

—Vi unos cuantos de éstos en el garaje del FBI en Nueva York.

Luego señaló un par de tipos vestidos con camiseta y pantalones cortos que jugaban a lanzarse una pelota de fútbol americano. ¿Por qué lo hacían en medio del aparcamiento?

—Parecen un poco mayores para ser estudiantes —señaló Monique.

—Exacto. Y mira a ese tipo sin camiseta que está tumbado en la hierba. Nunca había visto a nadie tan pálido tomando el sol.

—Hay dos más sentados en la hierba al otro lado del edificio.

David negó con la cabeza.

—Es por mi culpa. Probablemente han aumentado la vigilancia al descubrir que estábamos en la autopista. Saben que queremos ponernos en contacto con Gupta.

Se apartó de la ventana y se dejó caer contra la pared. Era una trampa. Los agentes encubiertos estaban esperando que él apareciera. Curiosamente, David no estaba asustado. Sus miedos habían remitido, al menos de momento, y ahora lo único que sentía era indignación. Pensó en el artículo de portada de la
Pittsburgh Post-Gazette
, esa elaborada historia falsa en la que se le retrataba como traficante y asesino. Santo Dios, murmuró. Esos gilipollas se creen que pueden hacer lo que les dé la gana.

Monique se recostó contra la pared, a su lado.

—Bueno, el siguiente paso está claro. Tú te quedas aquí y yo voy dentro.

—¿Qué?

—A mí no me están buscando. Esos agentes no tienen ni idea de que estoy contigo. Lo único que saben es que un viejo te vio en el área de descanso.

—¿Y qué ocurre si el tipo ese también vio la matrícula de tu coche?

Ella lo miró con desconfianza.

—¿Ese anciano? En cuanto te reconoció, salió corriendo muerto de miedo. No vio nada más.

David frunció el ceño. No le gustaba nada el plan de Monique.

—Es demasiado arriesgado. Esos agentes están inspeccionando a cualquier persona que se acerque al edificio. Que nosotros sepamos, pueden tener fotografías de todos los físicos teóricos del país, y si descubren quién eres, seguro que sospecharán. Ya han estado en tu casa, ¿recuerdas?

Ella respiró hondo.

—Sé que es arriesgado. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer? ¿Tienes una idea mejor?

Desafortunadamente, David se había quedado sin ideas. Se volvió y miró por la habitación, en busca de inspiración.

—¿Y un disfraz? —aventuró él—. Estamos en un departamento de teatro, de modo que debe de haber algunos disfraces. Quizá podrías ponerte una peluca o algo así.

—Por favor, David. Lo que podamos encontrar aquí me hará parecer ridícula. Y eso llamará todavía más la atención.

—Eso no es necesariamente cierto. Y si…

Antes de que David pudiera terminar la frase, oyó un gran estruendo en el pasillo que había fuera del aula.

—¡Mierda! —gritó Monique, y se dispuso a coger la pistola que llevaba metida en los pantalones cortos, pero David la cogió de la muñeca. Era lo último que necesitaban. La metió detrás del panel de madera que representaba la barbería de Sweeney Todd. Pronto terminó el estruendo y oyeron un tintineo de llaves. David estaba seguro de que un equipo de agentes del FBI estaba al otro lado de la puerta y que dentro de un segundo irrumpirían en el aula. Pero cuando la puerta se abrió pudo ver que sólo era la mujer de la limpieza del edificio, una joven vestida con un guardapolvo azul pálido y que tiraba de un gran contenedor de tela.

Monique se agarró al hombro de David, aliviada, pero ninguno de los dos salió de su escondite. Mirando a hurtadillas desde detrás del decorado de Sweeney Todd, David vio como la mujer de la limpieza tiraba del contenedor por el aula. Cuando llegó al otro extremo, cogió una papelera llena de material desechado —restos de las partes serradas de los paneles de madera, un montón de trapos empapados de pintura— y la vació en el contenedor. Era una mujer negra, alta y delgada, que vestía camiseta y pantalones vaqueros bajo la bata. Seguramente no tendría más de veintitrés años, pero en su rostro ya se dibujaban la preocupación y el cansancio. Fruncía el ceño mientras vaciaba la papelera en el contenedor. Y en ese momento David se dio cuenta de que, a pesar de la diferencia de edad, la mujer de la limpieza y Monique se parecían bastante. Ambas tenían las piernas largas y la misma inclinación de cabeza desafiante. David siguió mirándola mientras volvía a dejar la papelera en el suelo y empujaba el contenedor fuera del aula. Entonces, justo antes de llegara a la puerta, David salió de su escondite. Monique intentó detenerlo, pero no lo hizo a tiempo.

—Disculpe —le dijo a la mujer de la limpieza, que estaba de espaldas a él.

Ella se dio la vuelta de golpe.

—¡Por el amor de Dios! ¿Qué coj…?

—Siento haberla asustado. Mi colega y yo estábamos dándole los últimos retoques al decorado para la función de esta noche. —Y le hizo una seña a Monique para que diera un paso adelante. Apretando los dientes, ella salió del escondite. David le puso una mano en la cintura y la colocó a su lado—. Ésta es la profesora Gladwell —dijo—, y yo el profesor Hodges. Del Departamento de Teatro.

La mujer de la limpieza se llevó la mano al pecho, todavía recuperándose del susto. Se quedó mirando enfadada a David y Monique.

—¡Me han asustado! Pensaba que esta habitación estaba vacía hasta la una.

David sonrió para tranquilizarla.

—Normalmente lo está, pero estamos ultimando los detalles para la función de esta noche. Es un estreno importante, estamos entusiasmados.

A la mujer no parecieron impresionarle sus palabras.

—Bueno, ¿qué quieren? ¿Tienen algo para tirar?

—Bueno, en realidad estaba pensando en la bata que lleva. ¿Habría alguna posibilidad de que nos la prestara durante unas horas?

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