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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (15 page)

BOOK: La clave de Einstein
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—¿Qué dices? ¿Crees que es una especie de medida temporal?

—No, temporal no. Son dimensiones espaciales —David volvió a mirar la secuencia una vez más y su significado se abrió como una flor de seis pétalos perfectamente dispuestos—. Son coordenadas geográficas, latitud y longitud. Los dos primeros números de dos dígitos son los grados, los segundos números son los minutos y los terceros son los segundos.

Monique se lo quedó mirando atentamente un momento, y luego volvió a mirar los números. En su rostro se dibujó una sonrisa, una de las sonrisas más adorables que David había visto nunca.

—Muy bien, doctor Swift —dijo ella—. Probémoslo.

Fue hacia su portátil y empezó a teclear en el ordenador.

—Meteré las coordenadas en Google Earth, así podremos echarle un vistazo al lugar. —Encontró el programa y tecleó los números—. Presupongo que la latitud son 40 grados norte, no sur, o sería un punto del océano Pacífico. Y en cuanto a la longitud, que son 79 grados oeste, no este.

David permanecía de pie a su lado para poder ver la pantalla del portátil. La primera imagen que apareció fue una granulada fotografía de satélite. En la parte superior había un edificio grande con forma de H, y en la inferior una hilera de edificios más pequeños que formaban una L y signos de más. Las estructuras eran demasiado grandes para ser residencias, pero no suficientemente altas para ser oficinas. Y no formaban calles ni estaban cerca de una autopista; antes al contrario, los edificios estaban situados en la periferia de una larga explanada rectangular que recorrían varios senderos. Un campus, pensó David. Se trataba de un campus universitario.

—¿Dónde está este lugar?

—Espera, superpondré el mapa —Monique hizo clic en uno de los iconos y de repente aparecieron etiquetas de colores en cada uno de los edificios y calles.

—Está en Pittsburgh. Las coordenadas señalan este edificio de aquí —señaló un punto de la pantalla y entrecerró los ojos para poder leer bien la etiqueta.

—La dirección es 5000 de la avenida Forbes. Newell-Simon Hall.

David reconoció el nombre. Había visitado ese edificio antes.

—Es la Universidad Carnegie Mellon. El Instituto de Robótica. Ahí está Amil Gupta.

Monique siguió tecleando y encontró la página web del instituto. Abrió la página que contenía el listado de profesores.

—Mira los números de teléfono —dijo ella, mirando a David por encima del hombro—. Todos tienen una extensión de cuatro dígitos que empieza por 78.

—¿Cuál es la de Gupta?

—Su línea personal es 7832, pero es el director del instituto, ¿no?

—Sí, desde hace diez años.

—Mira esto. La extensión de la oficina del director es 7800 —sonrió triunfal—. Son los cuatro últimos dígitos de la secuencia de Kleinman.

Estaba tan entusiasmada por el éxito que alzó el puño al aire. David, sin embargo, seguía con la mirada puesta en el listado de profesores de la pantalla del portátil.

—Algo está mal —dijo—. Éste no puede ser el mensaje correcto.

Monique abrió la boca, incrédula.

—¿De qué estás hablando? Tiene sentido. Si efectivamente Einstein elaboró una teoría unificada, probablemente le habló de ello a Gupta. Lo que Kleinman te estaba diciendo era que acudieras a Gupta para salvaguardar la teoría. ¡Es obvio!

—Ése es el problema. El mensaje es demasiado obvio. Todo el mundo sabe que Gupta trabajó con Einstein. El FBI lo sabe, los terroristas lo saben, hay todo un maldito capítulo sobre ello en mi libro. ¿Por qué iba Kleinman a idear este complicado código si esto era lo único que me quería decir?

Monique se encogió de hombros.

—Joder, se lo estás preguntando a la persona equivocada. No tengo ni idea de lo que pasaba por la cabeza de Kleinman. Quizá éste es el mejor plan que se le ocurrió.

—No, no lo creo. Kleinman no era estúpido —cogió el papel de la mesa de la cocina y lo sostuvo en alto—. Esta secuencia oculta algo más. Algo que se nos escapa.

—Bueno, sólo hay una forma de averiguarlo. Tenemos que hablar con Gupta.

—No podemos llamarlo. Estoy seguro de que los federales ya le habrán pinchado el teléfono.

Monique apagó su portátil y lo cerró.

—Entonces tendremos que ir a Pittsburgh.

Llevó el portátil a la encimera de la cocina y lo metió dentro de una funda de piel. Luego cogió una pequeña bolsa de viaje y empezó a meter cosas de los armarios y cajones de la cocina: un cargador, un paraguas, un iPod, una caja de
Snackwells
. David la observó alarmado.

—¿Estás loca? No podemos aparecer así como así en casa de Gupta. Seguro que el FBI está vigilando el lugar. A no ser que ya hayan enviado a Gupta a Guantánamo. —O a no ser que los terroristas ya lo hayan torturado y asesinado, pensó—. En cualquier caso, no podremos acercarnos a él.

Monique cerró la cremallera de la bolsa de viaje.

—Somos dos personas inteligentes, David. Ya se nos ocurrirá cómo hacerlo. —Y con la bolsa en una mano y la funda del portátil en la otra, salió de la cocina.

David la siguió hasta el salón.

—¡Espera un segundo! ¡No podemos hacer esto! ¡La policía ya me está buscando! ¡Es un milagro que haya podido salir de Nueva York!

Monique se detuvo delante de la chimenea destrozada y dejó las bolsas en el suelo. Cogió el revólver de la repisa y, con un golpe de muñeca, abrió el tambor. Volvía a tener una arruga vertical entre las cejas, y su boca adoptó un rictus tirante y severo.

—¡Mira esto! —dijo, señalando con el arma las dos esvásticas rojas y la frase «NEGRATA VUELVE A CASA»—. Estos cabrones han entrado en mi casa, ¡mi casa!, y han escrito esta mierda en mis paredes. ¿De veras piensas que lo voy a dejar estar? —Recogió las balas de la repisa de la chimenea y las empezó a meter, una a una, en el tambor—. No, voy a llegar hasta el final de todo esto. Voy a descubrir qué está pasando y luego voy a hacer que estos hijos de puta paguen por lo que han hecho.

David se quedó mirando el revólver que Monique sostenía en sus manos. No le gustaba el cariz que estaban tomando las cosas.

—Esa pistola no va a servirte de nada. Tienen cientos de agentes y miles de policías. No podrás abrirte camino a disparos.

—No te preocupes, no tengo intención de empezar ningún tiroteo. Seremos cuidadosos, no cometeremos estupideces. Nadie sabe que estás conmigo, así que el FBI no te buscará en mi coche. Tú mantén oculta la cara y todo irá bien —metió la última bala en el tambor y lo cerró con otro golpe de muñeca—.

Ahora voy a mi habitación a coger algo de ropa. ¿Quieres que te coja alguna maquinilla de afeitar de Keith?

David asintió. Ya no se podía discutir con ella. Era como una fuerza de la naturaleza, inflexible e imparable, que curvaba toda la textura espacio-temporal a su alrededor.

—¿Qué le vas a decir a Keith?

Monique cogió las dos bolsas con una mano y la pistola con la otra.

—Le dejaré una nota diciéndole que he tenido que ir a una conferencia o algo así. —Se dirigió al vestíbulo y empezó a subir las escaleras—. No creo que le moleste demasiado. Tiene otras tres novias con las que retozar. La resistencia de este chaval es increíble.

Simon conducía a toda velocidad por Alexander Road, a un kilómetro escaso de la casa de Einstein, cuando vio unas luces destellantes en el espejo retrovisor. Era un coche patrulla del Departamento de Policía del Municipio de Princeton. «
Yob tovyu mat!
», maldijo, golpeando el volante con el puño. Si esto hubiera ocurrido un minuto antes, cuando estaba en la Ruta 1, simplemente hubiera acelerado —su Mercedes era un SLK 32 AMG: podía dejar atrás cualquier coche americano con facilidad— pero ahora estaba en las calles de una población y había demasiadas posibilidades de que lo atraparan. No le quedaba otra que parar.

Se detuvo en el arcén de un tramo desierto de carretera, a unos cincuenta metros de la entrada a un parque municipal. No había casas o tiendas a la vista, ni tampoco tráfico en la calle. El coche patrulla se detuvo a unos diez metros de distancia con las luces encendidas, y permaneció así durante unos cuantos segundos exasperantes. Seguramente el agente que iba dentro le estaba dando por radio al operador de policía una descripción del vehículo de Simon. Al fin, después de medio minuto, del coche de policía salió un tipo fuerte y musculoso vestido con un uniforme azul. Simon movió un poco el espejo retrovisor para poder examinar al agente. Era joven, de unos veinticinco años como mucho. Brazos y hombros musculosos, pero de cintura un poco regordeta. Seguramente se pasaba la mayor parte de su turno sentado en el coche, a la espera de que apareciera algún estudiante universitario conduciendo ebrio.

Simon bajó la ventanilla mientras el agente se acercaba al Mercedes. El joven apoyó las manos en la puerta del conductor y se inclinó sobre el coche.

—¿Tiene idea de la velocidad a la que iba, señor?

—Ciento cuarenta y tres kilómetros por hora —contestó Simon—. Más o menos.

El agente torció el gesto.

—Esto no es una broma. Podía haber matado a alguien. Enséñeme su permiso y los papeles del coche.

—Claro. —Simon buscó en su chaqueta. Tenía un permiso de conducir falso, pero no los papeles del Mercedes, pues lo había robado en un concesionario de Connecticut dos días antes. Así que en vez de coger la cartera sacó su Uzi y disparó al agente en la frente.

El tipo dio unos pasos tambaleantes hacia atrás. Simon arrancó el Mercedes y salió disparado. Unos minutos más tarde, algún motorista que pasara por ahí vería el cuerpo y en media hora la policía de Princeton estaría buscando este vehículo. Pero no pasaba nada. No pensaba quedarse demasiado tiempo en la ciudad.

Keith estaba soñando con el Corvette de Monique. Ella le traía el coche al taller y le decía que el motor se calentaba. Sin embargo, cuando él abría el capó el motor no estaba: en su lugar aparecía ese tipo, David Swift, acurrucado. Keith se volvía entonces a Monique para preguntarle qué estaba pasando, pero ella, juguetona, no dejaba de revolotear detrás de él.

Sintió una mano sobre el hombro. Era de verdad, no un sueño. La mano lo cogió del hombro y le dio la vuelta. Debía de ser Monique que volvía a la cama. Seguramente quería cariños. Era buena en la cama, pero estaba demasiado necesitada.

—Oh, Mo —refunfuñó, con los ojos todavía cerrados—. Ya te lo he dicho, tengo que despertarme pronto.

—Tú no eres David Swift.

Al oír una voz desconocida se despertó de golpe. Abrió los ojos y vio la silueta de una cabeza afeitada y un cuello grueso. La mano del tipo agarró entonces a Keith por el cuello y lo presionó, manteniéndolo sujeto en la cama.

—¿Dónde están? —preguntó Simon—. ¿Adónde han ido?

Los dedos de Simon aprisionaban la tráquea de Keith. Éste permaneció tumbado, inmóvil, demasiado aterrorizado para ofrecer resistencia.

—¡Abajo! —dijo con voz áspera—. ¡En la planta baja!

—No, ahí no están.

Keith oyó un crujido en la oscuridad y luego vio un resplandor fugaz. Era luz azulada del amanecer que entraba por la ventana de la habitación y se reflejaba en la larga y recta hoja de un cuchillo.

—Muy bien, amigo mío —dijo el tipo—. Tú y yo vamos a tener una pequeña charla. 

6

Karen daba vueltas dentro de la sala de interrogatorio de las oficinas que el FBI tenía en el Federal Plaza. Primero pasó por delante de la puerta de acero, cerrada por dentro. Luego por delante de un espejo que ocupaba casi la totalidad de la pared, con toda probabilidad un espejo unidireccional para permitir ver los interrogatorios a los agentes que estuvieran al otro lado. Finalmente, pasó por delante de un escudo azul y dorado con el dibujo de una águila y las palabras «Federal Bureau of Investigation — Protegiendo América». Unas cuantas sillas rodeaban una mesa de metal que había en el centro de la habitación, pero Karen estaba demasiado nerviosa para sentarse. En vez de eso, dio al menos cincuenta vueltas a la habitación, mareada por el miedo, la indignación y la fatiga. Los agentes se habían llevado a Jonah.

A las cinco de la madrugada oyó pasos en el pasillo que había al otro lado de la puerta cerrada. Una llave abrió la cerradura, y un momento después el agente que la había arrestado entró en la habitación. Alto, rubio y musculoso, todavía llevaba esa horrible americana gris bajo la cual sobresalía la cartuchera. Karen recordó su nombre mientras se abalanzaba sobre él: agente Brock. El cabrón había esposado a un niño de siete años.

—¿Dónde está mi hijo? —le preguntó—. ¡Quiero ver a mi hijo!

Brock extendió los brazos, como si fuera a agarrarla. Tenía los ojos fríos y azules y una cicatriz hinchada en el mentón.

—¡Eh, tranquilícese! Su hijo se encuentra bien. Está durmiendo en una de las habitaciones del pasillo.

Karen no lo creyó. Jonah había gritado como una
banshee
[7]
cuando los agentes lo arrancaron de sus brazos.

—¡Lléveme con él! ¡Necesito verlo ahora mismo!

Intentó rodear a Brock y llegar a la puerta, pero el agente se movió a un lado y se interpuso.

—¡Oiga, he dicho que se tranquilice! Podrá ver a su hijo dentro de unos minutos. Antes quiero que me conteste a unas cuantas preguntas.

—Mire, soy abogada, ¿de acuerdo? No me dedico al derecho penal, pero sí sé que esto es ilegal. No nos puede retener aquí sin cargos.

Brock hizo una mueca. Estaba claro que le daban igual los abogados.

—Podemos presentar cargos si eso es lo que quiere. ¿Qué le parece negligencia criminal de un menor? ¿Le parece eso suficientemente legal?

—¿Qué? ¿De qué está hablando?

—Hablo de la drogadicción de su ex marido. Y cómo se la financiaba vendiendo cocaína a sus alumnos de Columbia. La mayoría de sus trapicheos los hacía en Central Park, justo después de recoger a su hijo de la escuela.

Karen se lo quedó mirando fijamente. Era la mayor estupidez que había oído en su vida.

—¡Eso es ridículo! ¡Lo peor que han hecho en el parque es jugar con la
Super Soakers!

—Tenemos vídeos de vigilancia en los que se le ve realizando las transacciones. Según nuestras fuentes, Swift ha estado traficando durante años.

—¡Por el amor de Dios! ¡Si David hubiera vendido droga en el parque, me habría enterado!

Brock se encogió de hombros.

—Quizá. O quizá no. Una cosa es segura: el Juzgado de Familia querrá averiguar si usted también estaba implicada. Puede que decidan retirarle la custodia de su hijo mientras investigan todo el asunto.

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