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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (36 page)

BOOK: La clave de Einstein
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Unos segundos después el anciano entrecerró los ojos y frunció el ceño. Esto ya no era tan buena señal. Ahora que estaba recobrando la memoria, Gupta se ponía desafiante.

—¿Quién eres? —repitió.

—Ya se lo he dicho, eso no es importante. Necesito saber adónde han ido Swift y Reynolds. Dígamelo ahora mismo, o las cosas se pondrán muy feas para usted, profesor.

Gupta miró a la izquierda y por primera vez advirtió lo que lo rodeaba: la mesa de caoba, la lámpara de araña, el papel de pared rojo y amarillo del comedor de Jenkins. Respiró hondo con dificultad.

—Tú no eres del FBI —susurró.

Simon mantuvo la mano aferrada al hombro de Gupta y puso la otra sobre el muslo herido del profesor.

—No, afortunadamente yo tengo mayor libertad de acción. Los norteamericanos conocen algunos trucos, claro está: el submarino, la privación de sueño, los pastores alemanes. Pero yo no me ando con chiquitas. —Cuando su mano llegó a la herida de bala, cogió la gasa que la cubría y la arrancó de golpe.

Gupta arqueó la espalda y dejó escapar otro grito. Sin embargo, al estudiar la cara del hombre, Simon no vio la expresión de pánico que normalmente acompañaba las frenéticas contorsiones. En vez de eso, el profesor le enseñó los dientes.

—¡Imbécil! —dijo entre dientes—. ¡Eres tan estúpido como ese agente!

Irritado, Simon le clavó dos dedos en la herida, hurgando entre las suturas con las uñas. La sangre volvió a salir por los pliegues sueltos de la piel.

—Basta de tonterías. ¿Dónde están Swift y Reynolds?

—¡Imbécil! ¡Idiota! —exclamó Gupta, golpeando la mesa con el puño.

Simon hurgó todavía más en la herida. La sangre encharcó la herida y resbaló por el muslo de Gupta.

—Si no me dice dónde están le arrancaré estas suturas. Luego le arrancaré la piel de la pierna como si fuera un guante.

El profesor se irguió tambaleante y lo miró con ojos de maníaco.

—¡Maldito ruso descerebrado! ¡Soy Henry Cobb! 

10

Monique miró a David indignada.

—Esto es una locura. Estamos perdiendo el tiempo.

Volvían a estar en la ranchera, pero ahora discutían en vez de besarse. El coche estaba aparcado en una gasolinera de Victory Drive, medio kilómetro al sur del
Night Maneuvers Lounge
, mientras Elizabeth Gupta realizaba una llamaba desde la cabina de la gasolinera. Graddick hacía guardia cerca del coche, con una taza de café del
Dunkin' Donuts
en la mano, y David, Monique y Michael esperaban dentro.

—No es ninguna locura —insistió David—. Tiene todo el sentido del mundo.

Monique negó con la cabeza.

—Si Kleinman quería evitar que la teoría cayera en manos del gobierno, ¿por qué habría de esconderla en un ordenador del ejército?

—Los ordenadores militares son los sistemas más seguros del mundo. Y escondió las ecuaciones en un juego de guerra que ya nadie utiliza.

—¡Pero el ejército todavía tiene acceso a él! ¿Qué pasa si un día algún capitán o coronel de la oficina de Combate Virtual se aburre y se pone a jugar al
Warfighter
?

—Para empezar, no puedes conseguir la teoría a no ser que llegues al nivel más alto. Lo cual no es fácil, a no ser que te pases todo el día jugando, como Michael —David señaló al adolescente, que estaba agachado en el asiento trasero con la
Game Boy
en las manos—. Y en segundo lugar, incluso en el caso de que domines el juego y encuentres las ecuaciones, no podrías comprender su significado a no ser que fueras físico. Las tomarías por meras tonterías y las ignorarías.

Ella no parecía muy convencida.

—No lo sé, David. Tienes que admitir que es mucho suponer. Y seguro que tú…

Antes de que pudiera terminar la frase, Elizabeth salió de la cabina telefónica y regresó a la ranchera a grandes zancadas. Ahora llevaba unas medias Spandex y una camiseta, pero seguía teniendo aspecto de prostituta.

—No contestan —le dijo a David por la ventanilla del coche—. Seguramente Sheila se ha ido a pasar el fin de semana fuera.

David frunció el ceño. Esperaba que Sheila —una amiga de Elizabeth que todavía trabajaba de secretaria en la oficina de Simulación de Combate Virtual— pudiera ayudarles a entrar en Fort Benning.

—¿No conoces a nadie más que todavía trabaje ahí?

—No, a nadie —contestó Elizabeth—. Casi todos los tíos de la oficina eran unos friquis informáticos. En todo el tiempo que estuve ahí, no llegaron siquiera a decirme hola.

Mierda, pensó David. Sin la ayuda de alguien que trabajara en la base sería imposible sortear la seguridad de la entrada de Benning, y todavía más llegar hasta la oficina SCV.

—Es curioso —prosiguió Elizabeth—. Tampoco he visto a esos friquis en el club. Deben pajearse mirando porno en internet.

A David se le ocurrió una idea.

—Beth, ¿tienes clientes fijos que trabajen en la base? Me refiero a tíos a los que veas de forma regular.

—Joder, claro —contestó a la defensiva, como sintiéndose cuestionada—. Por supuesto que tengo clientes semanales. Muchos.

—¿Alguno es de la policía militar?

Lo pensó unos segundos.

—Sí, conozco a un sargento de la PM, el sargento Mannheimer. Hace años que lo conozco, desde que empecé a trabajar en el club.

—¿Tienes su número de teléfono?

En vez de responder metió el brazo por la ventanilla y chasqueó los dedos delante de la nariz de Michael. El adolescente levantó la mirada de su
Game Boy
. Elizabeth se lo quedó mirando severamente.

—Guía telefónica de Columbus —dijo—. Mannheimer, Richard.

—706-544-1329 —recitó Michael—. Luego bajó la cabeza y volvió a su juego. Elizabeth sonrió.

—¿No es increíble? Memorizó la guía telefónica de Columbus cuando vivía conmigo. La de Macon también.

David anotó el número en un trozo de papel. La hazaña mnemónica de Michael no lo sorprendió especialmente; sabía que muchos niños autistas tenían una sorprendente capacidad mnemotécnica, y recordó las guías telefónicas que estaban almacenadas en el ordenador del Retiro de Carnegie. Lo que lo inquietó fue ver el modo en que Elizabeth había hecho uso de la habilidad de su hijo. Estaba claro que ya había hecho antes lo del chasquido de dedos. Debía de ser una forma práctica de seguirles la pista a sus clientes.

Le dio a ella el trozo de papel.

—Llama al sargento y pídele un favor. Dile que unos amigos han venido a visitarte y que necesitarían unos pases para entrar en la base. Dile que queremos ir a los barracones para visitar a nuestro hermano pequeño, pero que nos hemos dejado los carnés de identidad en casa.

Ella miró atentamente el número de teléfono y luego negó con la cabeza.

—Mannheimer no hará esto porque sí. Querrá un polvo gratis. Quizá dos.

David ya se lo esperaba. Cogió la cartera que llevaba en el bolsillo y sacó de la billetera cinco billetes de veinte.

—No te preocupes, yo me ocupo de eso. Cien ahora, doscientos cuando hayamos terminado. ¿Te parece bien?

Elizabeth se quedó mirando los billetes de veinte dólares. Abrió la boca y se pasó la lengua por los labios, que seguramente todavía le sabían a metanfetamina. Luego cogió el dinero que le ofrecía David y regresó a la cabina.

David miró a Monique, pero ésta volvió la cara. Estaba cabreada, no había duda alguna, pero permanecía callada, lo cual era peor que si le gritara. Ambos observaron en silencio como Elizabeth marcaba el número y empezaba a hablar. Al final, David estiró el brazo y tocó el hombro de Monique.

—Eh, ¿qué ocurre?

Ella encogió el hombro.

—Lo sabes perfectamente. Le estás haciendo de chulo.

—¡No, de ningún modo! Yo sólo…

—¿Qué piensas que va a hacer con el dinero? Se lo gastará todo en metanfetamina y en juergas. Y luego de vuelta al club de
striptease
, de vuelta al motel.

—Mira, necesitamos su ayuda para encontrar la teoría. Si se te ocurre una idea mejor, por qué no…

De repente Monique agarró el brazo de David.

—Algo va mal —dijo, señalando hacia la cabina. Graddick estaba al lado de Elizabeth, gritándole. Ella lo ignoraba y seguía hablando por el auricular. Un momento después Graddick la cogió por la cintura y empezó a arrastrarla hacia la ranchera. David no entendió nada hasta que miró Victory Drive abajo y vio media docena de todoterrenos aparcados delante del
Night Maneuvers Lounge
. Un montón de hombres vestidos con traje gris descendieron de los vehículos y rodearon el club.

Graddick abrió la puerta trasera de la ranchera y metió a Elizabeth dentro.

—¡Arranca, hermano! ¡Satán nos pisa los talones!

Karen estaba en el salón del apartamento de Gloria Mitchell, mirando el tráfico de la calle 27 Este por entre las persianas de la ventana. Dos hombres fornidos vestidos con sudaderas holgazaneaban por la acera junto a un camión de reparto que no se había movido en las últimas doce horas. Cada pocos minutos, uno de los hombres se colocaba la mano delante de la boca y simulaba que estornudaba. En realidad hablaba por un micrófono que tenía en la manga.

Jonah estaba sentado en el sofá, hojeando un libro de astronomía que había encontrado en la librería de Gloria. Por su parte, ésta se encontraba en el otro extremo de la habitación, hablando por el teléfono móvil con su editor del
New York Times
. Era una mujer pequeña, de pelo negro, piernas delgadas, barbilla afilada y ojos oscuros en constante movimiento. Cuando terminó de hablar, cerró el teléfono móvil y se acercó rápidamente a Karen.

—Tengo que irme —le informó—. Doble homicidio en Brooklyn. Quédate aquí hasta que vuelva.

Karen sintió una punzada en el estómago. Señaló la ventana.

—Esos agentes todavía están ahí fuera. —Hablaba en voz baja para que Jonah no pudiera oírla—. En cuanto te vean salir del edificio subirán aquí a por nosotros.

Gloria negó con la cabeza.

—¿Un allanamiento ilegal del apartamento de una periodista? No se atreverán.

—Tirarán la puerta abajo y la volverán a arreglar antes de que hayas regresado. Parecerá que Jonah y yo hemos decidido salir de casa. Eso es lo que el FBI te contará cuando les preguntes qué nos ha pasado.

—¿De veras crees que…?

—¿No le puedes pedir a tu editor que envíe a otra persona?

Gloria dejó escapar un sonoro «¡Ja!».

—Olvídate de ello. Ese tipo es un tocapelotas.

Karen miró a su hijo, que estudiaba minuciosamente una fotografía del cinturón de asteroides. En modo alguno iba a permitir que esos cabrones le tocaran un pelo.

—Entonces iremos contigo. No nos arrestarán si tú estás ahí para verlo.

Gloria se encogió de hombros.

—Muy bien, como quieras.

De haber sido éste un trabajo cualquiera, Simon ya habría matado a este cliente. El profesor Amil Gupta, alias Henry Cobb, era el tipo más arrogante y exasperante para el que había trabajado nunca. Tan pronto como el profesor reveló su identidad empezó a vilipendiar a Simon en términos más bien poco agradables. Aunque Gupta tenía razones legítimas para estar molesto, en realidad la culpa era toda suya: no habría habido confusión alguna si no hubiera insistido en utilizar ese absurdo alias. Simon intentó explicárselo mientras volvía a vendarle la herida de bala, pero Gupta siguió insultándolo. Luego, en cuanto el profesor pudo caminar, empezó a darle órdenes. Había esbozado un nuevo plan: él y Simon cogerían la camioneta
pickup
e irían a Georgia en busca de los objetivos mientras el agente Brock viajaba hasta Nueva York con la furgoneta Dodge del doctor Jenkins. Cuando Simon le preguntó por qué Brock regresaba a Nueva York, Gupta le dijo bruscamente que se callara y que buscara las llaves de la furgoneta. Inmediatamente, a Simon la mano se le fue hacia la Uzi, pero se contuvo de esparcir los sesos de Gupta por la habitación. Sé paciente, se dijo. Céntrate en el objetivo.

Como la casa de Jenkins estaba a pocos kilómetros del cordón que habían establecido las fuerzas norteamericanas, Simon no encontró resistencia alguna en las carreteras secundarias del suroeste de Virginia. A las 11.00 de la mañana llegaron al pueblo de Meadowview, donde Brock cogió la I-81 hacia el norte y Simon y Gupta siguieron hacia el sur. El profesor iba reclinado en el asiento del acompañante con la pierna herida apoyada en el salpicadero, pero desafortunadamente no se durmió. En vez de eso no dejó de mirar el reloj cada cinco minutos y despotricar acerca de la intensidad de la estupidez humana. Cuando tras cruzar la frontera estatal llegaron a Tennessee, Gupta se inclinó hacia Simon y señaló una señal de tráfico que indicaba «SALIDA 69 BLOUNTVILLE».

—Sal de la autopista —ordenó.

—¿Por qué? Está despejada. No hay ni militares ni policía.

Gupta torció el gesto.

—No llegaremos a tiempo a Georgia. A causa de tu incompetencia, Swift y Reynolds nos llevan una ventaja de diez horas. Seguramente ya se han puesto en contacto con mi hija.

—Razón de más para ir por la interestatal. Por las carreteras secundarias iremos más despacio.

—Hay otra alternativa. Hice unos trabajos para
Mid-South Robotics
, una empresa contratista de defensa situada en Blountville. Les construí unos cuantos prototipos, de modo que ahora forman parte de mi red de vigilancia.

—¿Vigilancia?

—Sí. Si Swift y Reynolds están donde yo creo, puede que podamos observarlos.

Simon dejó la interestatal y avanzó dos kilómetros por la Ruta 394.
Mid-South Robotics
estaba situada en un extenso edificio de una planta que ocupaba un gran terreno de la campiña de Tennessee. Como era sábado por la mañana, sólo había un coche en el aparcamiento. Simon aparcó al lado y él y el profesor Gupta se dirigieron a la cabina del guardia de seguridad. Dentro había un hombre demacrado, de pelo blanco, que iba vestido con un uniforme azul y que leía el periódico local. Gupta dio unos golpecitos en la ventana de la cabina para llamar la atención del tipo.

—¿Hola? —dijo—. Soy el doctor Amil Gupta del Instituto de Robótica. ¿Se acuerda de mí? Estuve aquí en abril.

El guarda bajó el periódico y se los quedó mirando fijamente un momento. Luego sonrió.

—¡Oh, sí, el doctor Gupta! ¡De Pittsburgh! ¡Me acuerdo de cuando vino a visitar la planta!

Se puso en pie y abrió la puerta de la cabina para poder darle la mano al profesor.

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