—¡Es todo un placer volverlo a ver!
Gupta forzó una sonrisa.
—Sí, yo también me alegro de verlo. Dígame, ¿el señor Compton ha venido hoy a la oficina? Tenía problemas con uno de los prototipos y quería que yo le echara un vistazo.
—Oh, lo siento mucho, pero el señor Compton no ha venido hoy. Y no me dijo nada acerca de que fuera a venir usted.
—Supongo que se pasará más tarde, pues. Mientras tanto, ¿podría dejarnos entrar al laboratorio de pruebas a mí y a mi asistente? Sólo me puedo quedar un par de horas, de modo que debería ponerme a trabajar cuanto antes.
El guarda miró a Simon y luego otra vez a Gupta. Empezaba a tener dudas.
—Creo que antes debería llamar al señor Compton. Para hacerle saber que está usted aquí.
—Oh, no, por favor, no hace falta. No quiero interrumpir su fin de semana.
—De todas formas, creo que lo voy a llamar.
Cuando iba a volver a su cabina, el profesor hizo la señal. Simon dio un paso adelante con la Uzi en la mano y disparó al guarda entre los ojos. El tipo murió antes de que su cuerpo llegara al suelo. Simon se inclinó sobre él y le registró los bolsillos.
Gupta se quedó mirando el cadáver.
—Fascinante. Había vivido setenta y seis años sin ser testigo de un asesinato, y en las últimas doce horas he visto dos.
—Se acostumbrará. —Tras coger las llaves del bolsillo del guarda, Simon empezó a desconectar el sistema de alarma del edificio.
El profesor negó con la cabeza.
—Es como el colapso de un pequeño universo. Una infinita serie de probabilidades reducida a una única certeza muerta.
—Si le parece una tragedia, ¿por qué me ha dicho que lo asesinara?
—No he dicho que sea una tragedia. Algunos universos han de morir para que nazcan otros. —Gupta levantó la mirada al cielo y se llevó la mano a la frente para evitar que el sol le diera en los ojos—. La humanidad dará un gran salto adelante cuando presentemos al mundo la
Einheitliche Feldtheorie
. Seremos los parteros de una nueva era, una época dorada de ilustración.
Simon frunció el ceño. Él era un soldado, no un partero. Lo suyo era la muerte, no los nacimientos.
Era fácil ver por qué el sargento Mannheimer era uno de los clientes regulares de Elizabeth: calvo, narizón y malhablado, probablemente no podía conseguir una cita con nadie más que una prostituta. Se sentó en el asiento trasero de la ranchera rodeando a Elizabeth con el brazo, agarrándola por la cintura y echándole miraditas al escote, pero también lanzó miradas lascivas a Monique, que estaba sentada con Michael en la zona de carga. Graddick refunfuñaba mientras conducía el coche hacia la entrada de Fort Benning; estaba claro que no le gustaba el sargento y que no le hacía ninguna gracia visitar la base del ejército. Sin embargo David había insistido en que era necesario para la salvación de Elizabeth, y eso fue suficiente para mantener a Graddick tranquilo, al menos de momento.
Al acercarse a la entrada, David advirtió que delante tenían una larga cola. Demasiado tráfico para un sábado por la mañana. Señalando la puerta, se volvió hacia Mannheimer.
—¿Qué ocurre?
El sargento jugaba con la cadena de oro que Elizabeth llevaba al cuello, intentando coger el medallón que colgaba entre sus pechos.
—Todos quieren ver a Darth Vader. Hoy va a dar un discurso en la base.
—¿Darth Vader?
—Sí, el secretario de Defensa. El hombre que dirige el expreso Benning-Bagdad.
David volvió a mirar la entrada y vio media docena de policías militares que inspeccionaban los coches que había al frente de la cola. Los soldados abrían los maleteros y se arrodillaban junto a los guardabarros para ver si había alguna bomba debajo del chasis.
—Mierda. Han aumentado las medidas de seguridad.
—Tranqui, tío —Mannheimer había conseguido sacar el medallón de debajo de la camisa de Elizabeth y ahora lo hacía oscilar delante de sus ojos—. Son mis chicos. No nos molestarán.
Elizabeth se reía tontamente mientras el sargento hacía ver que la hipnotizaba. Ahora que tenía cien dólares en el bolsillo estaba de buen humor. Mientras tanto, David miraba fijamente a los soldados, cada vez más nervioso a medida que el coche se acercaba a la cabeza de la cola. Cinco minutos después llegaron a la puerta y un cabo robusto y joven con una pistola M-9 en la cartuchera se acercó a la ranchera. Se inclinó y pegó su cara a la ventanilla del asiento del conductor.
—Permiso de conducir y el seguro del coche —ordenó—. También necesitaré los carnés de identidad de todos los pasajeros.
Antes de que Graddick pudiera responder, Mannheimer se inclinó hacia delante y llamó la atención del cabo.
—Eh, Murph —dijo alegremente—. Sólo vamos al PX
[20]
a hacer unas compras.
Murph saludó sin demasiado entusiasmo. Por la expresión de su cara, David pudo ver que no le tenía gran estima al sargento.
—Tenemos nuevas órdenes del comandante al mando, señor. Todos los visitantes deben identificarse.
—No te mates, colega. Vienen conmigo.
—Sin excepciones, señor. Es lo que ha dicho el comandante.
Un segundo PM se acercó al coche por el lado del asiento del acompañante. Éste llevaba casco y una M-16. David se cogió a la manecilla de la puerta, aunque sabía que no había nada que hacer. En tres minutos estarían todos esposados.
El sargento Mannheimer se deslizó hasta el borde del asiento, acercándose al cabo desconfiado. Bajó la voz y le dijo.
—Está bien, Murph, te lo cuento. Ésta de aquí es Beth —dijo mientras señalaba con el pulgar a Elizabeth—. Ella y la negrita vienen para una actuación privada. Ya sabes, para cuando el secretario termine su discurso.
El cabo se quedó mirando a Elizabeth, que se pasó la lengua por los labios y sacó pecho. Se quedó con la boca abierta.
—¿Le has traído
strippers
al secretario?
Mannheimer asintió.
—El tío trabaja duro. Necesita un descanso de vez en cuando.
—Dios santo. —Murph miró a su superior con renovado respeto—. ¿Sabe el comandante algo de esto?
—No, estas órdenes vienen directamente del Pentágono.
El cabo sonrió.
—Joder, qué fuerte. El secretario va a mojar el churro —dijo, y luego se apartó del coche e hizo una señal para que avanzaran.
En cuanto Lucille vio los informes de la actividad en internet de Gupta —en concreto, la página web que mostraba el 4015 Victory Drive— dio nuevas órdenes para el Learjet del Bureau. Dos horas después ella y el agente Crawford entraban a grandes zancadas en el
Night Maneuvers Lounge
, que ya había sido ocupado por un equipo de agentes de la delegación de Atlanta. Unos treinta clientes —la mayoría soldados borrachos con permiso de fin de semana— revoloteaban por las mesas del club, mientras los empleados —cinco bailarinas, un camarero y un segurata— permanecían sentados a la barra. El segurata y el camarero habían reconocido a David Swift cuando los agentes les habían enseñado su fotografía, y el camarero dijo que había visto salir al sospechoso con otra bailarina que había terminado su turno. Esta bailarina resultó ser Beth Gupta, la hija del profesor. Desafortunadamente, los agentes de Atlanta no encontraron a la mujer cuando registraron su residencia temporal en un motel al otro lado de la calle. El camarero, un sórdido tipo llamado Harían Woods que también era el encargado del club, dijo que no tenía ni idea de dónde podía estar Beth, pero Lucille sospechaba que era mentira.
Localizó a Harían de inmediato, era un tipo bajo, gordo y con barba que llevaba una camiseta en la que ponía «TE LO COMO TODO». Lucille se acercó a la barra y se cruzó de brazos.
—Así que tú eres el encargado de este encantador establecimiento.
Él asintió con rapidez. Encaramado en un taburete al lado de la barra parecía un gnomo disoluto sentado sobre un hongo venenoso.
—Quiero ayudar, ¿de acuerdo? Pero ya te lo he dicho antes, no sé dónde está Beth. Ella sólo trabaja aquí, nada más. No tengo ni puta idea de qué hace en su tiempo libre.
Estaba claro que Harían iba de
speed
. Hablaba a toda velocidad y apestaba como un vestuario. Lucille frunció el ceño. Detestaba a los drogadictos.
—Calma, colega. ¿Tiene Beth algún amigo en la ciudad?
Él señaló a las bailarinas alineadas en la barra, temblando de frío con sus tangas.
—Claro, todas las chicas son amigas. Habla con Amber o Britney. Quizá saben dónde está Beth.
—¿Algún otro amigo? Además de las chicas que chuleas, quiero decir.
—¿Cómo? ¡Yo no soy su chulo! Yo sólo…
—No me cuentes historias, Harían. Será mejor que pienses rápido o…
—¡Está bien, está bien! —Goterones de sudor recorrían los pliegues de su frente. Como todos los drogadictos, se venía abajo con facilidad—. Hay una chica que se llama Sheila, una zorra estirada. Vino aquí una vez y me montó un pollo. Ella y Beth habían trabajado juntas en la base.
Esto era una novedad para Lucille. La única información que le habían dado los agentes de Atlanta era su historial de arrestos.
—¿Beth trabajó en Fort Benning?
—Sí, antes de venir aquí. Trabajaba con ordenadores, me dijo. Un familiar le consiguió el empleo, pero las cosas no salieron bien.
Lucille pensó en el ordenador destrozado que había visto en la cabaña de Virginia Occidental. Los sospechosos iban detrás de un rastro digital y ahora ella estaba bastante segura de cuál sería su siguiente destino.
Se volvió hacia el agente Crawford, que como siempre permanecía de pie detrás de ella.
—Ponme con el comandante de Benning —ordenó—. Y con el tontaina del coronel Tarkington.
Lo primero que David vio fueron las torres de salto, tres altas agujas que se cernían sobre los barracones y los edificios administrativos de Fort Benning. Parecían el famoso salto del paracaídas de Coney Island, esa atracción del parque de atracciones que cerró unas décadas atrás, con la diferencia de que estas torres sí se seguían utilizando. Los paracaidistas saltaban desde los brazos de las agujas y flotaban hasta el suelo como vainas de una enorme flor de acero.
El sargento Mannheimer indicó a Graddick que aparcara la ranchera detrás de un extenso edificio amarillo llamado Infantry Hall. La oficina de Simulación de Combate Virtual estaba en el ala oeste del edificio. David se había inventado una historia explicando por qué necesitaban ir ahí: un hermano pequeño de Monique que estaba realizando el entrenamiento básico sufría ataques de ansiedad y necesitaba hablar con alguien en privado, etcétera. Estaba claro que Mannheimer no se creyó una palabra, pero afortunadamente no pareció importarle. Impaciente por echar un polvo gratis, lo único que le importaba ahora mismo era encontrar una habitación vacía en la que poder repasarse a Elizabeth. Salió del coche y la guió hacia la entrada trasera del edificio.
Monique, David y Michael también bajaron del coche. Graddick, que permanecía en el asiento del conductor, los miró preocupado.
—¿Y ahora qué, hermano?
David le dio un apretón reconfortante en el hombro.
—Quédate aquí hasta que salgamos. Sólo serán unos minutos. Luego nos encargaremos del alma de Elizabeth, ¿de acuerdo?
Graddick asintió. Monique y David flanquearon a Michael, cogiéndolo cada uno de un codo, y se apresuraron para alcanzar a Elizabeth y Mannheimer. David deseó haber podido dejar al muchacho en el coche; era espantoso ver cómo su madre llevaba a cabo su transacción delante de él. Pero Michael era el único que sabía jugar al
Warfighter
.
Entraron y subieron a toda prisa las escaleras hasta la tercera planta. Elizabeth y el sargento se detuvieron ante una puerta sin letrero al final de un pasillo desierto. Mannheimer comenzó a buscar algo en los bolsillos de su traje de faena.
—¿Estás segura de que ahí dentro hay un sofá? —preguntó.
—Sí, hay uno en el despacho del director —contestó Elizabeth—. Lo recuerdo, un sofá grande y marrón.
—Pero de eso ya hace cuatro años. Quizá lo han cambiado de sitio.
—¡Por el amor de Dios! ¡Tú limítate a abrir la puerta!
Finalmente, el sargento encontró la llave maestra, pero, antes de abrir la cerradura, David oyó un ruido que venía del fondo del pasillo. Era un ruido mecánico, extrañamente familiar. Se volvió y vio un
Dragon Runner
, el robot de vigilancia plateado y cuadrangular que el profesor Gupta había desarrollado para el ejército. Avanzando sobre sus ruedas de oruga, cual tanque en miniatura, la máquina los apuntó con su sensor bulboso. David se quedó inmóvil.
—¡Mierda! ¡Nos han encontrado!
Mannheimer se rió entre dientes.
—Tranquilízate, soldado. Estas cosas todavía no están operativas.
—¿Qué? —El corazón de David latía con fuerza mientras el robot seguía su camino.
—Todavía están trabajando en estos bichos. Es como todo lo que el ejército hace. Estarán probando el sistema durante diez años y luego decidirán que cuesta demasiado. —Riéndose entre dientes otra vez, Mannheimer abrió la puerta y metió a Elizabeth dentro—. Muy bien, nena, ¿dónde está el despacho del director?
Tras recobrar el aliento, David los siguió dentro de la habitación. Era un lugar espacioso, quizá de unos diez metros de largo. En un extremo había varias hileras de servidores que zumbaban y parpadeaban desde sus estantes de acero. Al otro lado había un PC de sobremesa con una pantalla extraplana, y en el centro de la habitación dos enormes esferas transparentes y huecas, cada una de al menos tres metros de altura, que descansaban sobre una plataforma con ruedecillas de metal.
Monique se quedó en la entrada, mirando las esferas tan desconcertada como David, pero Michael se metió en la habitación, dirigiéndose directamente a un armario del fondo. Mientras su madre y el sargento desaparecían en un despacho contiguo, el muchacho abrió el armario y sacó un voluminoso aparato negro que parecía un visor estereoscópico. David reconoció el instrumento: eran unas gafas de realidad virtual. Cuando te las ponías proyectaban un paisaje virtual; si volvías la cabeza a la izquierda o la derecha, veías distintas partes del mundo virtual. Michael sonrió de alegría mientras ajustaba las gafas RV, luego se fue corriendo hacia al ordenador y empezó a pulsar sus teclas.
David y Monique se acercaron a la terminal y miraron por encima del hombro de Michael. Unos pocos segundos después la pantalla mostró la imagen de un soldado de pie en medio de un vasto campo verde. El soldado vestía un uniforme caqui y llevaba un casco adornado con un número, un «1» grande y rojo.