Sus labios formaron un óvalo en señal de incredulidad. Se miró la bata, que tenía un parche que ponía «SERVICIO DE MANTENIMIENTO CARNEGIE MELLON» justo encima del pecho izquierdo.
—¿Esto? ¿Para qué lo quieren?
—Uno de los personajes de la obra es una mujer de la limpieza, pero no me gusta demasiado el disfraz que tenemos ahora. Yo quería algo más parecido a su uniforme. Sólo necesitaría enseñárselo a nuestra diseñadora de vestuario para que pudiera copiarlo.
La mujer entrecerró los ojos. No se lo tragaba.
—Mire, he de llevar este uniforme mientras trabajo —dijo—. Si se lo dejo, tendré que ir a la conserjería a buscar otro, y está bastante lejos.
—Estoy dispuesto a compensarle por la inconveniencia. —David se llevó la mano al bolsillo y sacó un fajo de billetes de veinte. Extrajo diez.
Ella se quedó mirando los doscientos dólares que había en sus manos. No es que ya no sospechara de él, pero ahora tenía una razón para ignorar sus sospechas.
—¿Me va a pagar por el uniforme?
Él asintió.
—El Departamento de Teatro cuenta con presupuesto para emergencias como ésta.
—¿Y me lo devolverá cuando hayan acabado?
—Desde luego. Lo podrá recoger esta tarde.
Mirándolo todavía con recelo, la mujer empezó a quitarse la bata.
—Pero no se lo cuente a nadie del Servicio de Mantenimiento, ¿de acuerdo?
—No se preocupe, no diré una palabra. —Y de repente se le ocurrió otra cosa más—. También necesitaremos el contenedor. Como atrezo para la función.
Ella le dio la bata a David.
—El contenedor me da igual. Puedo utilizar otro que hay en el sótano. —Ella le cogió los doscientos dólares de la mano y se fue rápidamente de la habitación, como si temiera que cambiaran de idea.
David esperó unos segundos, luego cerró el aula con llave, y con la bata colgando del brazo, se volvió hacia Monique.
—Muy bien, ya tenemos tu disfraz.
Malhumorada, ella se quedó mirando el uniforme.
—Una mujer de la limpieza. Qué original. —Había amargura en su voz.
—Eh, lo siento. He pensado que…
—Sí, ya sé lo que has pensado —ella negó con la cabeza—. Las mujeres negras limpian oficinas, ¿no? De modo que si los agentes del FBI me ven empujando el contenedor dentro del edificio, no sospecharán nada.
—Si no quieres…
—No, no, tienes razón. Eso es lo más triste, que tienes toda la razón —cogió la bata del brazo de David y la sacudió para quitarle las arrugas. La tela azul latigueó en el aire—. No importa cuántas licenciaturas obtengas o cuántos artículos publiques o cuántos premios hayas obtenido. Para ellos, no soy más que una mujer de la limpieza.
Metió los brazos por las mangas del uniforme y empezó a abrocharse los botones. Por un momento pareció que iba a echarse a llorar. Daba igual que la intención de David hubiera sido otra, ella se había sentido terriblemente herida.
—Monique —empezó a decir—. Es culpa mía. Yo no…
—Tienes toda la razón, es culpa tuya. Ahora métete ahí dentro.
Estaba señalando el montón de basura que había dentro del contenedor de lona. Confundido, David se la quedó mirando.
—¿Dentro?
—Sí. Escóndete en el fondo y yo apilaré la basura encima. Así los dos podremos entrar en el edificio y ver a Gupta.
Mierda, pensó. Y había sido idea suya.
Lucille Parker estaba sentada en uno de los asientos del C-21, la versión de las Fuerzas Armadas del avión a reacción Lear
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, mientras sobrevolaba el oeste de Pennsylvania. Miró por la ventanilla y vio la autopista que se extendía como una cuerda a lo largo de las colinas y los valles verdes. En algún lugar de su recorrido estaba el área de servicio en la que habían visto a David Swift, pero Lucille no lo veía. Lo más probable era que ya la hubieran pasado. A lo lejos podía ver la ciudad de Pittsburgh, un borrón gris a horcajadas del río Monongahela.
La llamada del director del Bureau sonó justo cuando el avión empezaba su descenso. Lucille cogió el auricular del ARC-190, el aparato de radio de las Fuerzas Aéreas que permitía mantener comunicaciones seguras con tierra firme.
—Aquí Negro Uno.
—Hola Lucy —dijo el director—. ¿Cómo va todo?
—En unos diez minutos llegaré al Pittsburgh International. Un vehículo me espera en el aeropuerto.
—¿Y qué hay de la emboscada?
—Sin noticias del sospechoso, pero todavía es pronto. Diez agentes rodean el edificio de Gupta y dentro hay otros diez. Tenemos videocámaras en el vestíbulo y en todas las entradas, y micrófonos en todas las plantas.
—¿Estás segura de que ésta es la mejor forma de proceder? Quizá podríamos coger a Gupta y ver qué sabe.
—No, si detuviéramos ahora a Gupta se sabría rápidamente. Y Swift ya no se acercaría. Pero si mantenemos las cabezas gachas, podremos arrestarlos a ambos.
—Muy bien. Cuento contigo, Lucy. Cuanto antes terminemos este trabajo, mejor. Estoy harto de las llamadas del secretario de Defensa. —El director dejó escapar un largo suspiro—. ¿Necesitas algo más? ¿Más agentes, más apoyo?
Lucille vaciló. Esto iba a ser peliagudo.
—Necesito los expedientes personales de todos los agentes de la región de Nueva York.
—¿Por qué?
—Cuanto más pienso en lo que pasó en la calle Liberty, más convencida estoy de que hubo algún tipo de filtración. Los atacantes conocían demasiado bien nuestra operativa. Creo que tenían ayuda de dentro.
El director volvió a suspirar.
—Dios. Justo lo que necesitábamos.
Estaba oscuro, era incómodo, y olía mucho peor de lo que David esperaba. La mayoría de la basura que tenía encima era inofensiva —papeles, trapos, trozos de tela y demás—, pero alguien había tirado los restos del burrito que había tomado para desayunar y ahora el sulfúreo aroma de los huevos podridos había impregnado el fondo del contenedor. Para empeorar las cosas, tenía la espalda apoyada en el borde irregular de un tablón de madera y se le clavaba en los omóplatos cada vez que las ruedecillas cogían un bache. David intentaba soportar el dolor mientras Monique empujaba el contendor fuera del Purnell Arts Center y cogía el sendero en dirección al Newell-Simon Hall.
Después de un minuto más o menos, sus ojos se ajustaron a la oscuridad y vio una pequeña raja vertical en la lona del contenedor. Se las ingenió para colocarse a cuatro patas y se movió hacia delante para poder mirar a través de la abertura. Ahora estaban en el aparcamiento; justo delante tenía el coche robot
Highlander
, que avanzaba enérgicamente hacia la entrada de servicio del Newell-Simon. Monique iba detrás del vehículo y de los dos alumnos que seguían sus progresos. El plan parecía funcionar. En pocos segundos estarían dentro del edificio. Entonces David oyó que alguien gritaba, «¡Ojo!», y segundos más tarde un gran estrépito en las capas de basura que tenía encima. Un objeto romo le golpeó en la parte posterior de la cabeza, aplastándole la nariz contra el fondo del contenedor. El dolor era intenso, pero no hizo ruido alguno. Pronto oyó unos pasos, el sonido de las zapatillas deportivas contra el asfalto. A través de la raja vio un par de piernas pálidas y peludas, y luego otro par más. Oh, mierda, pensó. Son los agentes que jugaban a la pelota. Su pelota de piel había caído justo en el contenedor. Y lo que era peor, el impacto había removido la basura que tenía encima y dejó expuestos sus hombros y parte de la cabeza.
Los agentes se acercaron. Uno de ellos estaba a menos de dos metros. David se quedó muy quieto, a la espera de que el tipo se inclinara sobre el contenedor y lo viera. Entonces vio que un tercer par de piernas, suaves y morenas, se interponía delante del agente.
—¡Maldita sea! —gritó Monique—. ¡Casi me dais con esa cosa!
—Lo siento, señora —contestó el agente—. No queríamos…
—¡Esto no es un patio! ¡Deberíais tener más cuidado!
El tipo retrocedió un paso. Con unas pocas palabras y un poco de actitud, Monique lo había intimidado. David no pudo más que sentir admiración por su estrategia. La mejor defensa es un buen ataque.
Las punteras de las sandalias de Monique se volvieron hacia el contenedor y se inclinó sobre el borde. David sintió sus manos en la espalda mientras cogía la pelota y volvía a colocar la basura para taparlo. Luego se volvió hacia los agentes.
—Aquí está vuestra pelota. Ahora id a jugar a otro lado.
Las piernas pálidas retrocedieron. Las morenas permanecieron en guardia unos segundos más, y luego desaparecieron de la vista y el contenedor se volvió a poner en marcha.
Pronto cruzaron la puerta de entrada de servicio del Newell-Simon Hall, un descargadero que también hacía las veces de garaje para el
Highlander
. Monique se dirigió hacia el montacargas y presionó el botón. David contuvo la respiración hasta que las puertas del ascensor se abrieron y Monique metió adentro el contenedor. En cuanto las puertas se cerraron de nuevo, ella tosió un par de veces en rápida sucesión. Como presuponían que el FBI había colocado micrófonos en el edificio, acordaron un sistema de señas —cuando Monique tosía dos veces quería decir: «¿Estás bien?»—. David tosió una vez a modo de respuesta afirmativa, y llegaron a la cuarta planta.
Tras recorrer un pasillo inmaculadamente limpio, llegaron a la recepción de la oficina de Amil Gupta, que David reconoció de su última visita al Instituto de Robótica. Tal y como recordaba David, en el centro de la sala había un elegante escritorio negro repleto de monitores de ordenador, pero la recepcionista ya no era la rubia alta y pechugona que le había echado miraditas mientras él esperaba a Gupta para la entrevista. Ahora había un hombre joven, muy joven, de unos dieciocho años como mucho. David ladeó un poco la cabeza para poder ver mejor al adolescente a través del agujero en la lona. El muchacho miraba la pantalla del ordenador y manipulaba frenéticamente un
joystick
que había junto al teclado. Lo más probable es que fuera un estudiante universitario, un friqui de la informática que había terminado antes de tiempo la secundaria y ahora se pagaba la universidad haciendo de secretario para el Instituto de Robótica. Tenía la cara algo regordeta, la piel aceitunada y unas espesas cejas negras.
Monique dejó el contenedor atrás y se acercó al escritorio del muchacho.
—Disculpa —dijo—. He de entrar a limpiar el despacho del doctor Gupta.
Ni siquiera levantó la mirada. Tenía los ojos puestos en la pantalla, moviéndose de un lado a otro al ritmo de las convulsiones del juego de ordenador.
—Disculpa —repitió Monique, esta vez un poco más alto—. Voy a entrar en su despacho para vaciar las papeleras, ¿vale?
Siguió sin obtener respuesta. La boca del muchacho permanecía abierta mientras miraba fijamente la pantalla, y la punta de la lengua descansaba sobre el labio inferior. No había emoción alguna en su rostro, sólo una concentración estática, maquinal. El efecto general era un poco desconcertante. Quizá no fuera un estudiante universitario, pensó David. Se le ocurrió que quizá el muchacho tenía algún problema.
Al final, Monique se dio por vencida y se dirigió hacia la puerta que había detrás del mostrador de recepción. Tiró del pomo, pero no giraba. Frunciendo el ceño, se volvió hacia el adolescente.
—La puerta está cerrada —dijo—. Tienes que abrirla para que yo pueda hacer mi trabajo.
El muchacho no respondió, pero de repente David oyó un potente zumbido que provenía de algún lugar cercano. Era el chirrido de un motor eléctrico y parecía que se acercaba al contenedor. En el rostro de Monique se dibujó una expresión de desconcierto al mirar hacia el otro lado de la habitación. Entonces vio lo que había llamado su atención: una máquina plateada y cuadrangular, del tamaño de una maleta, que avanzaba hacia ella sobre unas ruedas de oruga. Se detuvo al llegar a sus pies, extendió un brazo robótico y apuntó a Monique con un sensor con forma de bulbo.
La máquina parecía algo así como una tortuga de cuello muy largo. Monique y el robot se miraron recelosamente el uno al otro durante un par de segundos, y luego una voz sintética surgió de los altavoces de la máquina.
—¡Buenos días! Soy el Recepcionista Autónomo AR-21, desarrollado por los alumnos del Instituto de Robótica. ¿En qué puedo ayudarla?
Monique se quedó embobada ante la cosa. Echó un vistazo al recepcionista humano, seguramente preguntándose si le estaba gastando una broma, pero el adolescente todavía estaba absorto en su juego de ordenador.
La máquina reorientó su sensor hacia la cara de ella para registrar sus facciones.
—Quizá puedo serle de ayuda —entonó—. Por favor, dígame lo que quiere e intentaré ayudarla.
Con evidente renuencia, ella se volvió hacia la máquina y miró directamente al sensor bulboso.
—Soy la mujer de la limpieza. Abra la puerta.
—Lo siento, —contestó el AR-21—. No he entendido lo que ha dicho. Por favor, ¿podría repetir sus palabras?
Monique frunció todavía más el ceño.
—La… mujer… de… la… limpieza —volvió a decir, más alto y más lentamente—. Abra… la… puerta…
—¿Ha dicho «cabeza encubierta»? Por favor, conteste sí o no.
Dio un paso hacia la máquina y por un momento David pensó que iba a darle una patada.
—Necesito… entrar en… el despacho… del doctor Gupta. ¿Comprendes? Oficina… del doctor Gupta.
—¿Ha dicho Gupta? Por favor diga sí o no.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Doctor Gupta!
—El profesor Amil Gupta es el director del Instituto de Robótica. ¿Desearía concertar una cita con él?
—¡Sí! ¡Digo, no! ¡Sólo quiero limpiar su despacho!
—Las horas de oficina del profesor Gupta son los lunes y los miércoles. Podría darle hora para el próximo lunes a las tres en punto. ¿Le iría bien? Por favor, conteste sí o no.
Monique ya no podía más. Levantó los brazos a modo de rendición y regresó al lado del contenedor. David sintió una sacudida cuando ella agarró el borde del forro de tela, y empezó a empujar el contenedor hacia atrás, llevándolo fuera de la sala de recepción. Avanzaron rápidamente por el pasillo; las ruedecillas del contenedor traqueteaban en las baldosas del suelo. En vez de regresar al montacargas, sin embargo, Monique abrió la puerta de un cuarto de mantenimiento y metió el contenedor dentro.
En cuanto la puerta se cerró, estiró el brazo hacia el montón de basura y apartó los papeles arrugados y los trapos sucios que cubrían la cabeza y los hombros de David. Apoyándose sobre los codos, éste levantó la mirada y vio el exasperado rostro de Monique, que se asomaba a un lado del contenedor. El mensaje estaba claro: necesitamos ayuda.