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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (23 page)

BOOK: La clave de Einstein
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A David se le había entumecido el pie derecho por la presión de Monique sobre su muslo. Intentó levantar un poco la pierna, con cuidado de no rozar a Michael. Los dedos del adolescente bailaban sobre los botones de la
Game Boy
pero el resto de su cuerpo permanecía inmóvil, agarrotado en un rígido ovillo fetal. En la pantalla de la
Game Boy
un soldado de dibujos animados disparaba su rifle hacia un achaparrado edificio amarillo. David lo estuvo observando durante unos segundos, luego se inclinó hacia Gupta.

—Su nieto parece mucho más tranquilo —susurró—. El juego de ordenador parece tener gran efecto sobre él.

—Ése es uno de los síntomas del autismo —dijo Gupta—. La dedicación a determinadas actividades que excluyan a los demás. Es su forma de apartarse del mundo.

El tono de Gupta era desapasionado. Hablaba como si fuera el médico del chico, sin atisbo de pesar o desesperación. A David le pareció toda una proeza de control emocional. Él no habría podido hacer lo mismo si Jonah hubiera nacido autista.

—¿Dónde están sus padres?

El profesor negó con la cabeza.

—Mi hija es drogadicta, y nunca me ha dicho quién es el padre de Michael. El chico ha vivido conmigo durante los últimos cinco años.

Gupta mantuvo la mirada en la pantalla del mando teledirigido, pero de repente sus manos se tensaron y cogieron el mando con más fuerza. Demasiado control emocional, pensó David. Incluso los hombres más racionales tienen sus puntos débiles. En vez de seguir atormentándole, David señaló la
Game Boy
de Michael.

—¿Es éste el mismo juego al que jugaba en el ordenador de la recepción de sus oficinas?

El profesor asintió enérgicamente, ansioso por cambiar de tema.

—Sí, es un programa llamado
Warfighter
. El ejército lo utiliza para el entrenamiento de combate. El Instituto de Robótica tenía un contrato para desarrollar la nueva interfaz del programa, y Michael entró un día en la sala de ordenadores mientras trabajábamos en ello. Se quedó mirando una de las pantallas y desde entonces está enganchado. He intentado que se interese por otros programas, el Major League Baseball, o uno de ese tipo, pero a lo único que quiere jugar es al
Warfighter
.

Monique movió el culo de sitio, liberando su peso del muslo de David pero trasladándolo a la rodilla. Tenía el culo firme y musculado, y a pesar del dolor de la pierna, David sintió una oleada de excitación. Hacía tiempo que no estaba tan cerca de una mujer. Sentía deseos de rodear su cintura con los brazos y beber de su limpia fragancia, pero obviamente éste no era el momento adecuado. Se volvió hacia Gupta.

—Su instituto hace muchas cosas para los militares, ¿no? El
Dragon Runner
, el
Highlander
, el
Warfighter
.

Gupta se encogió de hombros.

—De ahí viene el dinero. Mi fundación cuenta con importantes recursos, pero sólo el Pentágono tiene suficiente dinero para financiar estos proyectos de investigación de larga duración. Ahora bien, nunca he trabajado en armamento. Reconocimiento, sí; simulación de combate, sí. Armamento, nunca.

—¿Por qué piensa que los militares están tan interesados en la teoría del campo unificado? ¿Qué tipo de arma se podría hacer con ella?

—Ya te lo he dicho. Desconozco los detalles de la
Einheitliche Feldtheorie
. Pero cualquier teoría unificada debe describir lo que les ocurre a las partículas y a las fuerzas cuando se les aplica energías muy elevadas. Energías comparables a las de un agujero negro, por ejemplo. Y en cuanto uno entra en estos dominios es de esperar que sucedan fenómenos inesperados.

De nuevo, Monique se removió encima de David. Estaba tensa, nerviosa.

—¿Pero cómo podría alguien construir una arma a partir de esos fenómenos? —preguntó ella—. Es imposible llegar a generar esas energías. Se necesitaría un acelerador de partículas del tamaño de la Vía Láctea.

—Quizá sí, quizá no —respondió Gupta—. No se pueden predecir las consecuencias de un nuevo descubrimiento en física. Mira lo que ocurrió con la teoría especial de la relatividad de
Herr Doktor
. Después de escribir el artículo en 1905 le llevó varios meses darse cuenta de que sus ecuaciones conducían a la fórmula E = mc
2
. Y pasaron cuarenta años más hasta que los físicos descubrieron cómo utilizar la fórmula para construir una bomba atómica.

David asintió.

—En una rueda de prensa en los años treinta, alguien le preguntó a Einstein si era posible liberar la energía separando átomos. Él rechazó la idea. Dijo que «sería como intentar disparar contra pájaros en la oscuridad en un campo en el que hubiera pocos pájaros».

—Exactamente.
Herr Doktor
no podría haber estado más equivocado. Y desde luego no quiso volver a cometer el mismo error. —El profesor negó con la cabeza—. Afortunadamente, yo nunca tuve que soportar la carga que supone la teoría unificada, pero sí sabía qué era lo que estaba en juego. No es un problema de física, sino del comportamiento de los humanos. Y es que básicamente los humanos no son suficientemente inteligentes para dejar de matarse los unos a los otros. Utilizarán cualquier herramienta que se encuentren a su alcance para aniquilar a sus enemigos.

Se quedó callado justo cuando la pantalla del mando teledirigido mostraba la entrada del amplio aparcamiento del East Campus, que era varias veces más grande que el aparcamiento que habían abandonado cinco minutos antes. El profesor atravesó la entrada con el
Highlander
y tiró del mango izquierdo para detener el vehículo. Luego presionó un botón y la imagen de la pantalla pasó a ser una panorámica de todo el aparcamiento.

—Quiero enseñaros algo —dijo—. Doctora Reynolds, ¿podría localizar su coche en la pantalla?

Monique estiró el cuello para ver mejor la pantalla. Unos segundos más tarde señaló un Corvette rojo que había al fondo, a unos cientos de metros.

—Es ése. Recuerdo haber aparcado cerca de ese autobús que hay en el rincón.

Gupta tocó la pantalla en ese punto exacto y apareció una parpadeante X blanca sobre el Corvette. Luego presionó otro botón y se cruzó de brazos.

—Ahora he pasado el
Highlander
a conducción autónoma. Observad la pantalla.

Sin que Gupta manipulara los controles, el vehículo entró en el aparcamiento. Tomó el camino practicable más corto hasta el Corvette, avanzando a unos veinticinco kilómetros por hora y esquivando con maestría los coches aparcados. Cuando se encontraban a medio camino, una furgoneta salió del sitio en el que estaba aparcada, a una distancia de apenas tres metros. La pantalla mostraba cómo el
Highlander
iba directo hacia la puerta corredera de la furgoneta. En un acto reflejo David extendió su pie derecho, buscando un pedal de freno inexistente, pero Gupta mantuvo los brazos cruzados sobre el pecho. No era necesario intervenir, porque el
Highlander
ya estaba aminorando la marcha. El vehículo se detuvo por sí solo.

—Sorprendente, ¿eh? —dijo Gupta mientras señalaba la pantalla—. La navegación autónoma es mucho más que un simple algoritmo. Incluye el análisis del terreno y la identificación de los peligros. Es un proceso extremadamente complejo de toma de decisiones, y la toma de decisiones es la clave para la inteligencia y la conciencia. —Se volvió hacia David y Monique—. Ésta fue la razón por la que me pasé de la física a la robótica. Vi que el mundo no se acercaba al sueño de
Herr Doktor
, el sueño de la paz universal. Y me di cuenta de que este sueño no se haría nunca realidad hasta que se diera un cambio fundamental en la conciencia humana.

El conductor de la furgoneta cambió de marcha y salió del camino del
Highlander
. Un momento después el vehículo robótico proseguía su itinerario hasta el Corvette. Mientras tanto, Gupta se reclinó contra la pared del compartimento.

—Pensé que la inteligencia artificial podía ser un puente hacia esa nueva conciencia —dijo—. Si podíamos enseñar a pensar a las máquinas, puede que llegáramos a aprender algo sobre nosotros mismos. Sé que este enfoque debe de parecer completamente utópico, pero durante veinte años tuve grandes esperanzas de conseguirlo —entonces agachó la cabeza y suspiró. A la tenue luz de la pantalla de navegación se lo veía exhausto—. Pero ya no tenemos tiempo. Nuestras máquinas poseen inteligencia, pero la inteligencia de una termita. Suficiente para navegar por un aparcamiento, pero nada más.

Finalmente, el
Highlander
llegó a su destino programado. La pantalla de navegación mostró la parte trasera del Corvette de Monique a unos metros; en la matrícula del coche, personalizada, ponía CUERDAS. David se volvió hacia Gupta con la esperanza de poder determinar cuál sería el siguiente paso, pero el anciano seguía mirando el suelo.

—Qué desgracia, qué desgracia —murmuraba, negando con la cabeza—. Pobre Alastair, el secreto lo volvió loco. Regresó a Escocia para olvidarse de las ecuaciones que
Herr Doktor
le había dado, pero no pudo quitárselas de la cabeza. Jacques y Hans eran más fuertes, pero la teoría también los atormentó.

Monique echó un vistazo por encima del hombro e intercambió una mirada con David. Mientras estuvieran en el aparcamiento, no tenían tiempo para largas conversaciones. Los agentes del FBI estaban a menos de un kilómetro, y en cuanto hubieran inspeccionado cada centímetro del Newell-Simon Hall seguro que ampliarían el perímetro de su búsqueda. Puede que decidieran echarle un segundo vistazo al
Highlander
. Sintiendo una renovada preocupación, David se inclinó hacia Gupta y le tocó el brazo.

—Profesor, tenemos que irnos. ¿Cómo se abre la escotilla?

Gupta levantó la mirada pero sus ojos no se posaron en David. Viraron hacia la izquierda con los párpados entrecerrados.

—¿Sabes qué me dijo Hans la última vez que lo vi? Que lo mejor para todos sería que él, Jacques y Alastair dejaran que la teoría unificada muriera con ellos. Me sorprendió oír eso porque Hans amaba la teoría más que nadie. Cada vez que había un gran avance en la física, como el descubrimiento del quark cima o de la violación de la carga-paridad, me llamaba y decía: «¿Ves? ¡
Herr Doktor
lo predijo!». A pesar de su preocupación, David se quedó inmóvil al oír la mención a su antiguo mentor, Hans Kleinman. Se imaginó al pobre hombre solitario caminando pesadamente por las calles del Spanish Harlem con los secretos del universo encerrados en su cansada mente. No es de extrañar que no se casara nunca, o que no tuviera hijos. Y sin embargo tenía algunos amigos. Había permanecido en contacto con Amil Gupta.

—¿Cuándo fue la última vez que vio al doctor Kleinman? —preguntó David.

Gupta se lo pensó un momento.

—Unos cuatro años, creo. Sí, sí, cuatro años. Hans se acababa de jubilar de Columbia y parecía un poco deprimido, así que lo invité al Retiro de Carnegie. Ahí pasamos dos semanas.

—¿El Retiro de Carnegie? ¿Qué es eso?

—El nombre hace que parezca algo más solemne de lo que realmente es. Se trata de una vieja cabaña de cazador propiedad de la Carnegie Mellon que hay en Virginia Occidental. La universidad la pone a disposición de los miembros de la facultad durante el verano, pero casi nadie va a pasar las vacaciones ahí. Está demasiado apartada.

Una cabaña en el bosque. Kleinman y Gupta habían pasado ahí una temporada hacía cuatro años, pero ésa era su única conexión con el lugar, de modo que ni el FBI ni los terroristas lo conocerían.

—¿Y hay ordenadores en esa cabaña?

A Gupta le sorprendió la pregunta. Se llevó la mano al mentón y con el dedo índice empezó a darse golpecitos en los labios.

—Sí, instalamos un sistema informático para que Michael pudiera jugar a sus juegos. Todavía tenía trece años, sí.

Monique se dio la vuelta para poder mirar a David a los ojos.

—¿En qué estás pensando? ¿Crees que Kleinman ocultó las ecuaciones ahí?

Él asintió.

—Es una posibilidad. Según la clave de Kleinman es Gupta quien tiene la teoría, ¿no? Amil no conoce las ecuaciones, pero quizá Kleinman las escondió en secreto en uno de los ordenadores del profesor. Kleinman sabía que no podía utilizar los ordenadores del Instituto de Robótica o de casa de Amil: son los primeros sitios que el gobierno miraría si estuviera buscando la teoría. Esta cabaña en Virginia Occidental sería un escondite mucho mejor. Nadie excepto Amil sabe que Kleinman estuvo ahí.

Gupta seguía dándose golpecitos en los labios. No parecía del todo convencido.

—No vi que Hans se acercara al ordenador en el Retiro de Carnegie. Y si pensaba en esconder ahí la teoría, ¿por qué diablos no me lo dijo?

—Quizá tenía miedo de que alguien lo interrogara. O lo torturara.

Antes de que Gupta pudiera responder, Monique señaló la pantalla de navegación del
Highlander
. Los dos estudiantes que habían seguido el vehículo desde el Newell-Simon Hall hasta el aparcamiento estaban haciendo señales con la mano a la cámara, intentando llamar su atención. Uno de los jóvenes era bajito y gordo, mientras que el otro era alto y tenía la cara llena de granos, pero ambos tenían la misma expresión de preocupación en sus rostros.

—¡Mierda! —gritó Monique—. ¡Ahí fuera pasa algo!

Gupta también miró la pantalla. Presionó otro botón del mando y la escotilla oculta en lo más alto del
Highlander
se abrió con un silbido. Primero salieron Monique y David, y luego Gupta ayudó a su nieto a salir del vehículo. En cuanto las zapatillas deportivas de David tocaron el asfalto, oyó el sonido de las sirenas. Media docena de coches patrulla blancos y negros del Departamento de Policía de Pittsburgh bajaban por la avenida Forbes, en dirección al Newell-Simon Hall. El FBI había pedido refuerzos.

Monique corrió hacia el Corvette y abrió las puertas.

—¡Rápido! ¡Meteos en el coche! ¡Antes de que cierren la calle!

David acompañaba al profesor Gupta y a Michael hacia la puerta del asiento del acompañante cuando se detuvo de golpe.

—¡Un momento! ¡No podemos coger este coche! —Se volvió hacia Monique, señalando su matrícula personalizada—. Seguramente el FBI está revisando sus vídeos de vigilancia. ¡En cuanto descubran quién eres, todos los policías de Pennsylvania buscarán un Corvette rojo con esta matrícula!

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